Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Ciega para su propia belleza, para su propio encanto, para su propia personalidad, por no hablar de su identidad, acometió con todas sus energías la invención de una criatura mítica, una Helena, una Juno, cuyos encantos no podría resistir mujer ni hombre alguno. Automáticamente, sin conocer la leyenda lo más mínimo, empezó a crear poco a poco los antecedentes ontológicos, la mística sucesión de acontecimientos anteriores al nacimiento consciente. No necesitaba recordar sus mentiras, sus invenciones: bastaba con que tuviera presente su papel. No había mentira demasiado monstruosa como para que no la pronunciase, pues en el papel que había adoptado era absolutamente fiel a sí misma. No tenía que
inventar
un pasado:
recordaba
el pasado que le correspondía. Nunca se dejaba coger en falta por una pregunta directa, ya que nunca se presentaba a un adversario, a no ser ambiguamente. Sólo presentaba los ángulos de las caras siempre cambiantes, los deslumbradores prismas de luz que mantenía girando constantemente. Nunca fue un ser tal, que se lo pudiera sorprender por fin en reposo, sino el propio mecanismo, que accionaba incesantemente la miríada de espejos en que se reflejaría el mito que había creado. No tenía el menor equilibrio; se mantenía suspendida eternamente por encima de sus múltiples identidades en el vacío del yo. No había pretendido convertirse en una figura legendaria, había querido simplemente que reconociesen su belleza. Pero, en la búsqueda de la belleza, pronto olvidó enteramente lo que buscaba, se convirtió en la víctima de su propia creación. Se volvió tan asombrosamente bella, que a veces era aterradora, a veces verdaderamente más fea que la mujer más fea del mundo. Podía inspirar horror y espanto, sobre todo cuando su encanto estaba en su punto culminante. Era como si la voluntad, ciega e incontrolable, resplandeciera a través de la creación y revelase su monstruosidad.
En la oscuridad, encerrados en el negro agujero sin que ningún mundo nos contemplara, sin adversario, sin rivales, el cegador dinamismo de la voluntad disminuía un poco, le daba un brillo de cobre fundido, y las palabras salían de la boca como lava, su carne buscaba ansiosamente un asidero, algo sólido y sustancial en que sentarse, algo en que recobrarse y reposar por unos momentos. Era como un mensaje de larga distancia desesperado, un S.O.S. desde un barco que se hundía. Al principio, lo confundí con la pasión, con el éxtasis producido por la carne al rozar con la carne. Pensaba que había encontrado un volcán vivo, un Vesubio hembra. Nunca pensé en un barco humano que se hundía en un océano de desesperación, en los Sargazos de la impotencia. Ahora pienso en aquella estrella negra que brillaba a través del agujero del techo, aquella estrella inmóvil que pendía sobre nuestra celda conyugal, más fija, más remota que lo absoluto, y sé que era ella, despojada de todo lo que era ella propiamente: un sol negro muerto y sin aspecto. Sé que estábamos conjugando el verbo amar como dos maníacos intentando follar a través de una verja de hierro. He dicho que en el frenético forcejeo en la oscuridad a veces olvidaba su nombre, el aspecto que tenía, quién era. Es cierto. Me excedía en la oscuridad. Me salía de los raíles de la carne para entrar en el espacio infinito del sexo, en las órbitas establecidos por ésta o aquélla: Georgiana, por ejemplo, sólo de una corta tarde; Telma la puta egipcia; Carlotta, Alannah, Una, Mona, Magda, muchachas de seis o siete años; niñas expósitas, fuegos fatuos, rostros, cuerpos, muslos, roces en el metro, un sueño, un recuerdo, un deseo, un anhelo. Podía comenzar con Georgiana de una tarde de domingo cerca de las vías del tren, su vestido suizo de lunares, su ondulante cadera, su acento del sur, su lasciva boca, sus senos que se derretían; podía empezar con Georgiana, el candelabro de diez mil brazos del sexo, y avanzar hacia afuera y hacia arriba por la ramificación del coño hasta la enésima dimensión del sexo, mundo sin fin. Georgiana era como la membrana del minúsculo oído de un monstruo inacabado llamado sexo. Estaba transparentemente viva y palpitante a la luz del recuerdo de una breve tarde en la avenida, los primeros olor y sustancia tangibles del mundo de la jodienda, que es en sí mismo un ser ilimitado e indefinible, como nuestro mundo el mundo. El entero mundo de la jodienda como la membrana que nunca deja de crecer, del animal que llamamos sexo, que es como otro ser que crece en nuestro propio ser y lo va suplantando gradualmente, de modo que con el tiempo el mundo humano sólo será un débil recuerdo de ese ser nuevo, que todo lo abarca, que todo lo procrea y se da a luz a sí mismo.
Precisamente esa copulación como de culebras en la oscuridad, ese acoplamiento de articulaciones dobles y de dos cañones era lo que me ponía en la camisa de fuerza de la duda, los celos, el miedo, la soledad. Si empezaba mi vainica con Georgiana y el candelabro de diez mil brazos del sexo, estaba seguro de que también ella se aplicaba a construir membranas, a fabricar oídos, ojos, dedos, cuero cabelludo, y yo qué sé qué más, del sexo. Comenzaba con el monstruo que la había violado, suponiendo que hubiera una simple pizca de verdad en esa historia; en cualquier caso, también ella empezaba en algún lugar, por un raíl paralelo, avanzando hacia fuera y hacia arriba por aquel ser multiforme e increado a través de cuyo cuerpo hacíamos esfuerzos desesperados para encontrarnos. Como yo sólo conocía una fracción de su vida, como sólo poseía una sarta de mentiras, de invenciones, de imaginaciones, de obsesiones e ilusiones, uniendo fragmentos, sueños de cocaína, frases inacabadas, palabras confusas dichas en sueños, delirios histéricos, fantasías mal disimuladas, deseos morbosos, al conocer de vez en cuando un nombre en persona, al oír por casualidad retazos dispersos de conversación, al observar miradas a hurtadillas, gestos interrumpidos, podía perfectamente reconocerle un panteón de dioses folladores propios, de criaturas de carne y hueso y más que vivas, hombres de aquella misma tarde quizá, de una hora antes tal vez, cuando tenía todavía el coño empapado con la esperma del último polvo. Cuanto más sumisa era, cuanto más apasionada se mostraba, cuanto más me parecía abandonarse, más insegura se volvía. No había comienzo, no había un punto de partida personal, individual; nos encontrábamos como espadachines expertos en el campo del honor ahora abarrotado con los fantasmas de la victoria y la derrota. Estábamos alerta y reaccionábamos ante la más leve acometida, como sólo pueden hacerlo los expertos.
Nos reuníamos al abrigo de la oscuridad con nuestros ejércitos y desde extremos opuestos forzábamos las puertas de la ciudadela. Nada resistía nuestro asalto sangriento; no pedíamos ni dábamos cuartel. Nos reuníamos nadando en sangre, reunión sangrienta y glauca en la noche con todas las estrellas extinguidas, salvo la estrella fija que pendía como un cuero cabelludo por encima del agujero del techo. Si había tomado la dosis adecuada de coca, lo vomitaba como un oráculo, todo lo que le había ocurrido durante el día, ayer, anteayer, el año antepasado,
todo,
hasta el día en que nació. Y ni una palabra era cierta, ni un solo detalle. No se detenía ni un momento, pues si lo hubiera hecho, el vacío que creaba su arranque habría provocado una explosión capaz de partir el mundo en dos. Era la máquina de mentir del mundo en microcosmos, engranada al mismo miedo inacabable y devastador que permite a los hombres emplear todas sus energías en la creación del aparato de la muerte. Al mirarla, hubiera uno pensado que era valiente y lo
era,
con tal de que no se viera obligada a volver sobre sus pasos. Tras ella quedaba el hecho sereno de la realidad, un coloso que seguía todos sus pasos. Cada día esa realidad colosal adquiría nuevas proporciones, cada día más aterradora, más paralizadora. Cada día tenían que crecerle alas más rápidas, garras más afiladas, ojos hipnóticos. Era una carrera hasta los límites extremos del mundo, una carrera perdida desde la salida, y sin nada que pudiera detenerla. En el borde del vacío se hallaba la Verdad, lista para recobrar el terreno perdido de un barrido rápido como un relámpago. Era tan simple y tan evidente, que la ponía frenética. Aunque pusiera en formación mil personalidades, requisase los cañones más grandes, engañara a las mentes más dotadas, diese el rodeo más largo... aun así, el final sería la derrota. En el encuentro final todo estaba destinado a desbaratarse: la astucia, la habilidad, el poder, todo. Iba a ser un grano de arena en la playa del mayor océano, y, peor aún, iba a parecerse a todos y cada uno de los demás granos de arena de esa playa del océano. Iba a verse condenada a reconocer en todas partes su yo excepcional hasta el fin de los tiempos. ¡Qué destino había escogido! ¡Que su singularidad quedara sumergida en lo universal! ¡Que su poder quedase reducido al grado máximo de pasividad! Era enloquecedor, alucinante. ¡No podía ser! ¡No
debía
ser! ¡Adelante! Como las legiones negras. ¡Adelante! Por todos los grados del círculo que cada vez se ensanchaba más. Adelante y lejos del yo, hasta que la última partícula sustancial del alma se extendiera hasta el infinito. En su huida despavorida parecía llevar el mundo entero en su matriz. Nos veíamos expulsados de los confines del universo hacia una nebulosa que ningún instrumento podía concebir. Nos veíamos precipitados a un reposo tan tranquilo, tan prolongado, que en comparación la muerte parecía una francachela de brujas locas.
Por la mañana, contemplando el exangüe cráter de su cara. ¡Ni una línea en él, ni una arruga, ni una sola tacha! La expresión de un ángel en los brazos del Creador.
¿Quién mató a Cock Robín? ¿ Quién hizo una carnicería con los iroqueses?Yo,
no, podía decir mi encantador ángel, y por Dios, ¿quién podía contradecirle, al contemplar aquella cara pura e inocente? ¿Quién podía ver en aquel sueño de inocencia que la mitad de la cara pertenecía a Dios y la otra mitad a Satán? La máscara era lisa como la muerte, fresca, deliciosa al tacto, pálida, cérea, como un pétalo abierto con la más ligera brisa. Era tan seductoramente atractiva y cándida, que podía uno ahogarse en ella, bajar a ella, con el cuerpo y todo, como un buzo, y no regresar nunca más. Hasta que no se abrían los ojos al mundo, seguía así, completamente extinguida y brillante con una luz reflejada, como la propia luna. En su trance de inocencia, semejante a la muerte, fascinaba todavía más; sus delitos se disolvían, rezumaban por los poros, permanecía enroscada como una serpiente dormida clavada a la tierra. El cuerpo, fuerte, ágil, musculoso, parecía poseído por un peso no natural; tenía una gravedad más que humana, la gravedad, casi podríamos decir, de un cadáver caliente. Era como podría uno imaginar que debió de haber sido la bella Nefertiti después de los primeros mil años de momificación, una maravilla de perfección mortuoria, un sueño de la carne preservado de la descomposición mortal. Yacía enroscada en la base de una pirámide hueca, conservada en el vacío de su propia creación como una reliquia sagrada del pasado. Su sopor era tan profundo, que hasta su respiración parecía haberse detenido. Había descendido por debajo de la esfera humana, por debajo de la esfera animal, por debajo incluso de la esfera vegetativa: se había hundido hasta el nivel del mundo animal donde la animación está apenas a un paso de la muerte. Había llegado a dominar hasta tal punto el arte de la superchería, que hasta el sueño era capaz de traicionarla. Había aprendido a no dormir: cuando se enroscaba en el sueño, desconectaba la corriente automáticamente. Si hubiera podido uno sorprenderla así y abrirle el cráneo, lo habría encontrado absolutamente vacío. No guardaba secretos inquietantes; todo lo que podía matarse estaba muerto. Podría seguir viviendo infinitamente, como la Luna, como cualquier planeta muerto, irradiando una refulgencia hipnótica, creando olas de pasión, sumiendo el mundo en la locura, decolorando todas las sustancias terrestres con sus rayos magnéticos, metálicos. Al sembrar su propia muerte, volvía febriles a todos los que la rodeaban. En la horrible quietud de su sueño, renovaba su propia muerte magnética mediante la unión con el frío magma de los mundos planetarios sin vida. Estaba mágicamente intacta. Su mirada caía sobre uno con una fijeza penetrante: era la mirada de la luna a través de la cual el dragón muerto de la vida despedía un fuego frío. Uno de los ojos era castaño cálido, el color de una hoja en otoño; el otro era de color avellana, el ojo magnético que hacía oscilar la aguja de una brújula. Incluso en el sueño ese ojo seguía oscilando bajo la persiana del párpado; era el único signo aparente de vida en ella.
En el momento en que abría los ojos, estaba completamente despierta. Se despertaba con un violento sobresalto, como si el espectáculo del mundo y de sus accesorios humanos fuera una conmoción. Al instante, estaba en plena actividad, moviéndose de un lado para otro como un gran tifón. ¡Lo que le molestaba era la luz! Se despertaba maldiciendo el sol, maldiciendo el resplandor de la realidad. Había que dejar a oscuras la habitación, encender las velas, cerrar las ventanas herméticamente para impedir que llegara a penetrar en la habitación el ruido de la calle. Se movía de un lado para otro desnuda con un cigarrillo colgando de la comisura de los labios. Su tocado era motivo de gran preocupación; tenía que ocuparse de mil detalles insignificantes antes de ponerse siquiera una bata de baño. Era como un atleta preparándose para el gran acontecimiento del día. Desde las raíces del pelo, que estudiaba con profunda atención, hasta la forma y tamaño de las uñas de los pies, inspeccionaba minuciosamente todas las partes de su anatomía antes de sentarse a desayunar. Decía que era como un atleta, pero en realidad era más como un mecánico examinando detenidamente un avión veloz para un vuelo de prueba. Una vez que se ponía el vestido, estaba lanzada para la jornada, para el vuelo que podía acabar tal vez en Irkutsk o en Teherán. En el desayuno tomaba suficiente combustible para que le durara todo el viaje. El desayuno era una sesión prolongada: era la única ceremonia del día en la que se demoraba y perdía el tiempo. De hecho, era exasperantemente prolongada. Se preguntaba uno si llegaría a despegar, si no habría olvidado la gran misión que había jurado cumplir cada día. Quizás estuviera soñando con su itinerario, o tal vez no estaba soñando en absoluto sino simplemente dando tiempo para procesos funcionales de su maravillosa máquina, de modo que, una vez lanzada, no hubiese que dar la vuelta. A esa hora del día estaba muy serena y dueña de sí misma; era como una gran ave del aire parada en un risco de una montaña, reconociendo soñadoramente el terreno que quedaba abajo. No era de la mesa del desayuno de donde iba a lanzarse de repente y a bajar en picado para caer sobre su presa. No, desde la percha de por la mañana temprano despegaba lenta y majestuosamente, sincronizando todos y cada uno de sus movimientos con el ritmo del motor. Todo el espacio quedaba debajo de ella, y sólo el capricho le imponía la dirección. Era casi la imagen de la libertad, de no haber sido por el peso saturnal de su cuerpo y la envergadura anormal de sus alas. Por equilibrada que pareciese, sobre todo en el despegue, uno sentía el terror que motivaba el vuelo diario. Obedecía a su destino y a la vez anhelaba desesperadamente superarlo. Cada mañana se elevaba a las alturas desde su percha, como desde un pico del Himalaya; siempre parecía dirigir su vuelo hacia una región inexplorada en la que, de salir todo bien, desaparecería para siempre. Cada mañana parecía llevarse a las alturas esa desesperada esperanza del último instante; se marchaba con dignidad tranquila
y
grave, como algo que estuviera a punto de bajar a la tumba. Ni una sola vez daba vueltas en torno a la pista de salida; ni una sola vez lanzaba una mirada hacia aquellos a los que estaba abandonando. Como tampoco dejaba el más leve rastro de personalidad tras sí; se lanzaba al aire con todas sus pertenencias, con el menor vestigio que pudiera atestiguar el hecho de su existencia. Ni siquiera dejaba tras sí el aliento de su suspiro, ni siquiera la uña de un pie. Una salida sin tacha como la que podría hacer el propio Diablo por razones personales. Te quedabas con un gran vacío en las manos. Te quedabas abandonado, y no sólo abandonado, sino también traicionado, traicionado de forma inhumana. No sentías deseo de detenerla ni de gritarle que volviera; te quedabas con una maldición en los labios, con un odio negro que oscurecía el día entero. Más tarde, yendo de un lado para otro por la ciudad, moviéndote con la lentitud de los peatones, arrastrándote como el gusano, recogías rumores de su espectacular vuelo; la habían visto doblando determinado promontorio, había descendido aquí o allá por razones que nadie sabía, en otro punto había virado en redondo; había pasado como un cometa, había escrito cartas de humo en el cielo, etc., etc. Todo lo que había hecho era enigmático y exasperante, aparentemente sin objeto. Era como un comentario simbólico e irónico sobre la vida humana, sobre el comportamiento de la criatura humana semejante a una hormiga, visto desde otra dimensión.