Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Desde la última —¿recuerdas?¿ la que nos ligamos en el Drive— me ha estado picando más que la hostia. Quizá sólo sean los nervios... pienso demasiado en eso. Dime una cosa, Henry: ¿por qué no puede uno quedarse con una sola gachí? Por ejemplo, Trix; es buena chica, ya lo sabes. Y en cierto modo me gusta también, pero... hostia, ¿de qué sirve hablar de eso? Ya me conoces... soy un glotón. ¿Sabes una cosa?. Estoy llegando al extremo de que a veces, cuando voy a buscas a un ligue —imagínate, una chica que quiero joderme, y que, tengo en el bote— pues, como digo, a veces, voy de camino y quizá con el rabillo del ojo veo unas piernas cruzando la calle y, cuando me quiero dar cuenta, ya la tengo en el coche y al diablo la otra. Debo de ser un obseso, supongo... ¿Tú qué crees? No me digas nada» añadía rápidamente. «Te conozco, cabrito... seguro que me dirás lo peor.» Y luego, tras una pausa: «Eres un tipo curioso, ¿sabes? Nunca te veo rechazar nada, pero, no sé por qué, no pareces pensar todo el tiempo en eso. A veces me da la impresión de que te da igual como salga la cosa. Y además eres constante, cabrón... casi diría que eres monógamo. No comprendo cómo puedes seguir tanto tiempo con una mujer. ¿No te aburres con ellas? Joder, yo sé tan bien lo que me van a decir. A veces me dan ganas de decir... ya sabes, de llegar a verlas y decir: "Mira, chica, no me digas ni una palabra... sácamela simplemente y abre bien las piernas".» Se rió con ganas. «¿Te imaginas la cara que pondría Trix, si le soltara algo así? Mira, una vez estuve a punto de hacerlo. No me quité ni la chaqueta ni el sombrero.
¡Cogió un cabreo!
No le importaba demasiado que no me quitara la chaqueta, pero, ¡lo del sombrero! Le dije que tenía miedo de enfriarme con una corriente de aire... naturalmente, no había ninguna corriente de aire. La verdad es que estaba tan impaciente por largarme, que pensé que, si me dejaba el sombrero puesto, acabaría antes. En realidad, tuve que quedarme toda la noche con ella. Me armó tal bronca, que no podía calmarla... Pero, oye, eso no es nada. Una vez me ligué a una irlandesa borracha y aquélla tenía ideas raras. En primer lugar, nunca quería hacerlo en la cama... siempre sobre la mesa. Ya sabes, de vez en cuando no está mal, pero, si lo haces con frecuencia, te deja baldado. Así, que una noche —supongo que estaba un poco trompa— voy y le digo, no, de eso nada, borracha, que eres una borracha... esta noche te vas a venir a la cama conmigo. Quiero un polvo de verdad...
en la cama.
¿Sabes que tuve que discutir con aquella hija de puta durante casi una hora antes de poder convencerla para que se viniera a la cama conmigo? Y, aun así, con la condición de que no me quitase el sombrero. Oye, ¿me imaginas subiéndome sobre aquella mala puta con el sombrero puesto? ¡Y, encima, en pelotas! Le pregunté... "¿Por qué no quieres que me quite el sombrero?" ¿Sabes lo que me dijo? Dijo que parecía más elegante. ¿Te imaginas la mentalidad de aquella tía? Me odiaba a mí mismo por ir con aquella mala puta. Siempre iba a verla borracho, eso por un lado. Primero tenía que estar como una cuba y como ciego y atontado... ya sabes cómo me pongo a veces...»
Yo sabía perfectamente lo que quería decir. Era uno de mis amigos más antiguos y uno de los tipos más pendencieros que he conocido en mi vida. Testarudo no es la palabra exacta. Era como una mula: un escocés cabezón. Y su viejo era todavía peor. Cuando los dos se ponían furiosos, era digno de verse. El viejo solía bailar, lo que se dice
bailar,
de rabia. Si la vieja se metía por medio, se ganaba un puñetazo en el ojo. Solían echarlo de casa cada cierto tiempo. Y a la calle se iba, con todas sus pertenencias, incluidos los muebles, incluido el piano también. Al cabo de un mes o así, ya estaba de vuelta otra vez... porque en casa siempre confiaban en él. Y entonces una noche llegaba borracho con una mujer que se había ligado en algún sitio y empezaban las broncas otra vez. Al parecer, no les importaba demasiado que llegara a casa con una chica y se quedase con ella toda la noche, pero a lo que sí ponían reparos era a que tuviera el tupé de pedir a su madre que les sirviese el desayuno en la cama. Si su madre intentaba echarle una bronca, él le hacía callar diciendo: «¿A mí qué me explicas? Pero, si tú no te habrías casado todavía, si no te hubieras quedado preñada.» La vieja se retorcía las manos y decía: «¡Qué hijo! ¡Válgame Dios! ¿Qué he hecho para merecer esto?» A lo que él comentaba: «¡Venga ya! ¡Lo que pasa es que eres una vieja gilipuertas!» Muchas veces acudía su hermana para intentar calmar los ánimos. «¡Por Dios, Wallie!», decía. «No quiera meterme en tus asuntos, pero, ¿no podrías hablar con más respeto a tu madre?» Ante lo cual McGregor hacía sentar a su hermana en la cama y empezaba a engatusarla para que le llevara el desayuno. Generalmente, tenía que preguntar a su compañera de cama cómo se llamaba para presentársela a su hermana. «No es mala chica», decía, refiriéndose a su hermana. «Es la única, decente de la familia... Oye, hermanita, tráenos un poco de papeo, ¿quieres? Unos huevos con jamón curiositos, ¿eh? ¿Qué te parece? Oye, ¿anda el viejo por ahí? ¿De qué humor está hoy? Me gustaría pedirle un par de dólares prestados. Intenta sacárselos tú, ¿quieres? Te compraré algo bonito para Navidad.» Y después, como si hubieran quedado de acuerdo en todo, retiraba las sábanas para enseñar a la gachí que tenía al lado. «Mírala, hermana, ¿no es bonita? ¡Mira qué pierna! Oye, tendrías que conseguirte a un hombre tú también... estás demasiado flaca. Aquí, Patsy, apuesto a que no tiene que ir solicitándolo, ¿eh, Patsy?» Y, al decir eso, le daba una palmada a Patsy en la grupa. «Y ahora, ¡largo, hermanita! Quiero un poco de café... y no te olvides, ¡el jamón muy hecho! No traigas ese jamón asqueroso de la tienda... trae algo extra. ¡Y date prisa!»
Lo que me gustaba de él eran sus debilidades; como todos los hombres que hacen demostración de fuerza de voluntad, estaba absolutamente fofo por dentro. No había nada que no hiciera... por debilidad. Siempre estaba muy ocupado y nunca estaba haciendo nada en realidad. Y siempre estudiando algo, siempre intentando mejorar su inteligencia. Por ejemplo, cogía el diccionario más completo, y cada día le arrancaba una página y se la leía de cabo a rabo y religiosamente durante los trayectos de ida y vuelta a la oficina. Estaba atiborrado de datos, y cuanto más absurdos e incongruentes fueran éstos, más placer le daban. Parecía decidido a probar a todos y cada uno que la vida era una farsa, que no valía la pena, que una cosa invalidaba otra, etc. Se crió en el North Side, no muy lejos del barrio en que yo había pasado mi infancia. También él era en gran medida un producto del North Side, y ésa era una de las razones por las que me gustaba. La forma como hablaba por la comisura de los labios, por ejemplo, el tono duro que adoptaba cuando hablaba con un poli, el modo como escupía de asco, el tipo de juramentos que usaba, el sentimentalismo, las estrechas miras, la pasión por el billar o los dados, el pasar la noche contando historias, el desprecio hacia los ricos, el codearse con los políticos, la curiosidad por cosas sin valor, el respeto por la cultura, la fascinación del baile, de los bares, del teatro de variedades, el hablar de ver el mundo y no salir nunca de la ciudad, el idolatrar a cualquiera con tal de que demostrara tener «agallas», mil y un rasgos o particularidades de esa clase me hacían apreciarlo porque eran precisamente esas idiosincrasias las que caracterizaban a los tipos que había conocido yo de niño. Parecía que el barrio se componía exclusivamente de fracasados entrañables. Los adultos se comportaban como niños y los niños eran incorregibles. Nadie podía elevarse mucho por encima de su vecino o, si no, lo lincharían. Era asombroso que alguien llegara a ser doctor o abogado. Aun así, tenía que ser un buen tío, tenía que aparentar que hablaba como todo el mundo, y tenía que votar por la candidatura demócrata. Oír a McGregor hablar de Platón o Nietzsche, por ejemplo, a sus compañeros era algo inolvidable. En primer lugar, para conseguir permiso siquiera para hablar sobre cosas como Platón o Nietzsche a sus compañeros, tenía que aparentar que le habían surgido sus nombres por pura casualidad; o tal vez dijera que había conocido una noche a un borracho interesante en un bar y aquel borracho había empezado a hablar de esos tipos, Nietzsche y Platón. Incluso hacía como que no sabía del todo cómo se pronunciaban sus nombres. Platón no era ningún tonto, decía apologéticamente. Platón tenía una o dos ideas en el coco, sí, señor, ya lo creo que sí. Le gustaría ver a uno de esos políticos estúpidos de Washington intentando echar un pulso con un tipo como Platón. Y seguía explicando, de ese modo indirecto y prosaico, a sus compañeros de dados la clase de pájaro inteligente que fue Platón en su época y cómo podía compararse con otros hombres de otras épocas. Desde luego, probablemente fuera un eunuco, añadía, para echar un poco de agua fría sobre toda aquella erudición. En aquellos tiempos, explicaba con agudeza, era frecuente que los tíos grandes, los filósofos, se castraran — ¡como lo oís!— para verse libres de toda clase de tentaciones. El otro tipo, Nietzsche, ése era un caso, un caso para el manicomio. Se decía que estaba enamorado de su hermana. Hipersensible, vamos. Tenía que vivir en un clima especial: en Niza, le parecía que era. Por regla general, a McGregor los alemanes no le gustaban demasiado, pero aquel tipo, Nietzsche, era diferente. En realidad, ese Nietzsche odiaba a los alemanes. Afirmaba ser polaco o algo así. El caso es que los caló perfectamente. Decía que eran estúpidos y bestiales, y por Dios que sabía de lo que hablaba. El caso es que los desenmascaró. En pocas palabras, decía que estaban llenos de mierda, y por Dios, ¿es que no tenía razón? ¿Visteis cómo pusieron pies en polvorosa esos cabrones, cuando recibieron unas dosis de su propia medicina? «Mirad, conozco a un tipo que limpió un nido de ellos en la región de Argonne... decía que eran tan viles, que no le daban ganas ni de cagarse en ellos. Decía que ni siquiera desperdiciaría una bala con ellos... se limitaba a romperles la cabeza con una porra. No recuerdo ahora el nombre de ese tipo, pero el caso es que me dijo que vio la tira en los pocos meses que estuvo allí. Dijo que lo que más le divirtió de todo el asunto de los cojones fue cargarse a su propio comandante. No es que tuviera una queja especial de él... simplemente no le gustaba su jeta. No le gustaba la forma como daba las órdenes el tío. La mayoría de los oficiales que murieron recibieron tiros en la espalda, dijo. ¡Les estuvo bien empleado, por capullos! Era un simple chaval del North Side. Creo que ahora regenta unos billares cerca de Wallabout Market. Un tipo tranquilo, que sólo se ocupa de sus asuntos. Pero, si empiezas a hablarle de la guerra, pierde los estribos. Dice que sería capaz de asesinar al presidente de Estados Unidos, si alguna vez intentaran iniciar otra guerra. Sí, señor, y lo haría, os lo digo yo... Pero leche, ¿qué es lo que quería deciros de Platón? Ah, sí...»
Cuando los otros se habían marchado, cambiaba de tono repentinamente: «Tú no eres partidario de hablar así, ¿verdad?» empezaba. No quedaba más remedio que reconocerlo. «Estás equivocado», continuaba. «Tienes que ponerte a su altura, no sabes cuándo puedes necesitar a esos tipos. ¡Tú te comportas como si fueras libre, independiente! Te comportas como si fueses superior a esa gente. Bueno, pues, en eso es en lo que te equivocas. ¿Qué sabes tú dónde estarás dentro de cinco años, o incluso dentro de seis meses? Podrías quedarte ciego, podría pillarte un camión, podrían meterte en el manicomio, no puedes saber lo que te va a ocurrir. Nadie puede saberlo. Podrías estar tan indefenso como un niño de pecho...»
— ¿Y qué? —decía yo.
— Hombre, pues que... ¿no crees que estaría bien tener un amigo, cuando lo necesitases? Podrías estar tan desamparado, que te sintieras contento de tener a un amigo que te ayudase a cruzar la calle. Crees que esos tipos no tienen interés; crees que pierdo el tiempo con ellos. Mira, nunca se sabe lo que un hombre podría hacer por ti algún día. Nadie llega a nada solo...
Era quisquilloso en relación con mi independencia, lo que llamaba mi indiferencia. Si me veía obligado a pedirle un poco de pasta, se mostraba encantado. Eso le proporcionaba la oportunidad de echarme un sermoncito sobre la amistad. «Así, que, ¿tú también necesitas dinero?», decía con una gran mueca de satisfacción que se le extendía por toda la cara. «Así, que, ¿también el poeta tiene que comer? Vaya, vaya... tienes suerte de haber recurrido a mí, Henry, muchacho, porque te aprecio, te conozco, hijoputa sin corazón. Claro que sí, ¿cuánto quieres? No tengo mucho, pero lo dividiré contigo. Creo que es bastante justo, ¿no? ¿O acaso crees, cacho cabrón, que debería dártelo todo y salir a pedir algo prestado para mí? Supongo que quieres una buena comida, ¿eh? Huevos con jamón no sería bastante bueno, ¿verdad? Supongo que te gustaría que cogiera el coche y te llevase al restaurante también, ¿eh? Oye, levántate de esa silla un momento... quiero ponerte un cojín bajo el culo. Bien, hombre, bien; así, que, ¿estás sin blanca? Joder, siempre estás sin blanca... no recuerdo haberte visto nunca con dinero en el bolsillo. Oye, ¿no te sientes nunca avergonzado de ti mismo? Tú hablas de esos vagos con los que me junto... pero, mire usted, señor mío, esos tipos nunca vienen a sacarme diez centavos como tú. Tienen más orgullo... preferirían robarlo a darme un sablazo. Pero,
tú,
la hostia, tú estás lleno de ideas presuntuosas, tú quieres reformar el mundo y todas esas gilipolleces... no quieres trabajar por dinero, no, tú no... esperas que alguien te lo entregue en bandeja de plata. ¡Venga, hombre! Tienes suerte de que haya tipos como yo que te entienden. Tienes que dejar de engañarte, Henry. Estás soñando. Todo el mundo quiere comer, ¿no la sabes? La mayoría de la gente está dispuesta a trabajar para comer... no se quedan todo el día en la cama como tú y después se ponen los pantalones de repente y recurren al primer amigo que esté a mano. Supongamos que yo no estuviera aquí, ¿qué habrías hecho? No respondas... sé lo que me vas a decir. Pero, escucha, no puedes seguir toda tu vida así. Desde luego, tienes un pico de oro... da gusto oírte. Eres el único tipo que conozco con el que disfruto hablando realmente, pero, ¿adonde te conducirá eso? Un día de éstos te van a encerrar por vagancia. Eres un vago y nada más, ¿lo sabes? Ni siquiera vales lo que esos otros vagos sobre los que me sermoneas. ¿Dónde estás, cuando me encuentro en un apuro? No hay forma de encontrarte. No contestas a mis cartas, no coges el teléfono, hasta te escondes a veces cuando voy a verte. Oye, ya sé... no tienes que explicarme. Sé que no quieres oír mis historias todo el tiempo. Pero, joder, a veces tengo que hablarte realmente. Claro, que te la trae floja. Mientras estés protegido de la lluvia y te eches otra comida para el cuerpo, eres feliz. No piensas en tus amigos... hasta que no estás desesperado. Esa no es forma de comportarte,
¿SÍo no?
Di que no y te daré un dólar. Me cago en la leche puta, Henry, eres el único amigo auténtico que tengo, pero eres un hijoputa sinvergüenza, si es que sé lo que me digo. Eres un hijoputa gandul de nacimiento, eso es lo que eres. Prefieres morirte de hambre a dedicarte a algo útil...»