Authors: Laura Gallego García
Shail, como de costumbre, se quedó el último. Él y Zaisei tardaron en reunirse con los demás un poco más allá. Los estaban esperando junto a un grupo de nimens que habían acudido a la llamada de Harel. El silfo les acariciaba la cabeza y les dedicaba palabras de agradecimiento.
Denyal y Covan ayudaron a Shail a montar sobre el lomo del insecto, mientras Harel lo mantenía quieto.
—¿Y ahora qué? —preguntó el mago, una vez arriba.
—Ahora simplemente sujétate —sonrió el silfo—. El nimen me seguirá a través del bosque. Sólo tienes que dejarte llevar. Es muy sencillo.
Y, en efecto, lo era. Shail tardó un poco en acostumbrarse al movimiento de las seis patas del nimen, pero era cierto que la criatura se movía con suavidad, deslizándose sobre el musgo del bosque en pos de Harel.
Aún tuvieron que avanzar un rato más; finalmente, el silfo se detuvo en un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de las lunas, donde había un templo dedicado a la diosa Wina.
Shail lo contempló, maravillado. Los templos a Wina solían erigirse en lugares muy recónditos, y no era fácil encontrarlos. Pero eran auténticas maravillas de la arquitectura feérica, porque, como todos los edificios que ellos construían —por llamarlos de algún modo—, estaban hechos de árboles vivos. En esta ocasión se trataba de un grupo de jóvenes árboles jenai, cuyas ramas rojizas se abrían hacia arriba como abanicos, que el poder feérico estimulaba para que se trenzaran unas con otras, formando paredes de ramas vivas. Los árboles seguían creciendo, y sus puntas más altas continuaban enroscándose sobre sí mismas, creando una especie de cúpula de hojas acampanilladas que se desparramaban sobre el techo del templo.
—Idan—ne —llamó Harel suavemente.
Hubo un movimiento en el interior del templo, y entonces una esbelta figura salió al exterior. Era una dríade, pero no vestía como la mayoría de las guardianas del bosque. Llevaba la túnica verde de las sacerdotisas de Wina.
El hada había salido al exterior sonriente, pero se le había Congelado la sonrisa en los labios al ver a los intrusos.
—Humanos, Harel —susurró, perpleja—. ¿Qué significa esto?
—Calma, Idan—ne —trató de tranquilizarla el silfo.
—Que las tres diosas velen tus sueños, hermana —intervino entonces Zaisei, con suavidad.
Idan—ne reparó entonces en la sacerdotisa celeste, y en su túnica verde y plateada, bordada con el signo de la Iglesia de las Tres Lunas: un triángulo invertido. Su semblante se suavizó un poco.
—Y que Wina haga crecer la vida a nuestro alrededor —respondió.
La presencia de Zaisei facilitó las cosas. Y aunque no estaba del todo convencida, finalmente la dríade se avino a mostrarles lo que querían ver. Con el gesto hosco propio de las dríades contrariadas, Idan—ne guió al silfo, a la celeste y a los tres humanos hasta la base de un enorme árbol.
—¿Sabéis qué es esto?
Ellos no encontraron nada de particular en el tronco. Alzaron la mirada, pero el árbol era tan alto que no alcanzaban a distinguir la copa.
Idan—ne movió la cabeza en señal de desaprobación y acarició suavemente la corteza rugosa del árbol.
—Deberíais reconocerla —les reprochó—. Hemos plantado muchas en torno a vuestra Fortaleza de piedra. Las hemos plantado por todo Awa, en realidad. Distribuidas de forma que no llamen mucho la atención, pero que cubran casi toda la superficie de nuestro bosque.
Titubeó un momento. Miró a Harel, suplicante. Pero el silfo asintió, e Idan—ne suspiró.
—Son flores lelebin —confesó por fin, de mala gana—. Son estas flores las que crean el escudo que nos protege.
Shail, Denyal y Covan se quedaron mirándola, incrédulos.
—Las flores azules que se abren por las noches —dijo de pronto Zaisei, cayendo en la cuenta—. Es cierto, se ven desde las almenas de la Fortaleza. Están por todas partes, pero bastante separadas unas de otras. Y son tan grandes que una persona podría caber en el interior del cáliz.
Aquello no era tan extraño, puesto que Awa estaba repleto de flores gigantescas. Pero eran pocas las especies que estaban repartidas por todo el bosque, como las lelebin. Normalmente, las flores de una misma especie tendían a agruparse en racimos, o colonias, o a ocupar espacios en las sombras, o junto a los ríos, o encima de otras plantas, allá donde se sintieran más cómodas. Pero las lelebin estaban por todas partes. Por todas partes y, a la vez, tan separadas unas de otras que no podía ser casual, comprendió Shail al instante.
Idan—ne se rió suavemente, dejando ver una hilera de dientecillos blanquísimos que iluminaron su piel pardusca.
—Las flores azules que se abren por las noches —asintió—. Se alimentan de la luz de las lunas. La recogen y la guardan, y luego la transforman en ese escudo que las protege de todo y que no deja entrar a nadie en el bosque, salvo a nosotros, los feéricos. Y sólo nosotros sabemos cómo abrir brechas en el escudo para que lo atraviesen nuestros aliados y las personas en las que confiamos.
—¿Cómo? —quiso saber Covan.
El rostro de la sacerdotisa se ensombreció.
—No esperes que conteste a esa pregunta, humano —dijo secamente—. Plantamos las flores lelebin por todo el bosque, las alimentamos con nuestra magia para que crezcan, ellas capturan la luz de las lunas y generan con ella ese escudo que nos protege. Para destruir el escudo habría que destruir todas las relevan, más o menos a la vez. Y para destruirlas habría que llegar hasta ellas. Y para llegar hasta ellas... habría que atravesar el escudo. Como veis, es completamente imposible que Ashran pueda acabar con él.
Shail asintió, pensativo.
—¿Y las lunas? —preguntó—. ¿Qué pasa de día, cuando las flores no pueden recoger la luz de las lunas? ¿Qué pasa si las nubes las tapan?
—El escudo sigue funcionando —dijo Harel—. Para que empezara a debilitarse, tendrían que privar de luz a las lelebin durante varias semanas. De momento —añadió, echando un vistazo al cielo—, están muy bien alimentadas. Si Ashran ocultara las lunas ahora mismo, mañana por la noche el escudo seguiría igual de resistente.
—Mañana por la noche hay Triple Plenilunio —añadió Idan—ne, sonriendo—. Las lelebin estarán más hermosas y fuertes que nunca.
Shail, Denyal y Covan cruzaron una mirada.
—El semiceleste nos mintió —dijo Covan simplemente.
Zaisei desvió la mirada. Shail sacudió la cabeza.
—Me resulta muy extraño —dijo—. ¿Por qué mentiría? ¿Para qué? Si el escudo no va a caer mañana por la noche, ¿por qué, pues, elegir el Triple Plenilunio para atacar?
Denyal se encogió de hombros.
—Ese malnacido siempre ha sentido predilección por las conjunciones astrales —gruñó.
Shail frunció el ceño. El tema de la conjunción astral le producía sentimientos contradictorios. Por un lado, recordaba muy bien el horror de la última conjunción de los seis astros, mejor quizá que todos los presentes, y todavía tenía pesadillas al respecto. Por otro, aquel día había encontrado y rescatado a Lunnaris, el último unicornio.
Reprimiendo un suspiro, volvió la mirada hacia las lunas, preguntándose cómo era posible que los astros hubieran podido causar tanta destrucción.
Y, de pronto, se hizo la luz en su mente. Se quedó sin aliento.
—¿Qué? —preguntó Covan al ver su expresión de horror.
Shail tardó un poco en poder hablar. Cuando lo hizo, tuvo que carraspear para aclararse la garganta, porque le falló la voz. Dirigió a sus compañeros una mirada de angustia.
—El semiceleste tenía razón —pudo decir—. Ashran hará caer el escudo mañana por la noche, en el Triple Plenilunio. Utilizará el poder de las lunas, como ya usó el de los seis astros hace más de quince años.
Los cinco, humanos, celeste y feéricos, se lo quedaron mirando.
—¿Qué quieres decir? —exigió saber Denyal.
—¿No lo entendéis? Es como otra conjunción. La primera vez, la luz de los soles y las lunas se volvió mortífera para los dragones y los unicornios. Esta vez... —inspiró hondo—, esta vez la luz de las lunas llenas se volverá letal para las flores lelebin. Abrirán sus pétalos al máximo para captar la luz lunar, pero ésta estará teñida del poder maligno de Ashran... y las destruirá por completo.
»Y entonces, el escudo de Awa caerá... la noche del Triple Plenilunio, como dijo el semiceleste.
Nurgon —murmuró el rey Kevanion, contemplando las almenas de la Fortaleza que asomaban por encima de los árboles de Awa... más allá del escudo feérico—. Cuántos recuerdos. ¿Llegaste a estudiar allí, Amrin?
—Sí —respondió el rey de Vanissar, tenso—. Aunque no llegué a graduarme, porque tenía sólo dieciséis años cuando Nurgon cayó.
—Y ahora se levanta de nuevo —asintió Kevanion, pensativo—.
Para volver a caer.
Amrin no dijo nada.
El rey de Dingra lo había mandado llamar porque tenía, según había dicho, cosas que discutir con él. Pero no lo había citado en su tienda, sino algo más lejos, en las afueras del campamento. No era buena señal. Significaba, casi con toda probabilidad, que Ziessel quería estar presente.
Sin embargo, Amrin no esperaba encontrar allí también a Eissesh. Ahora, los dos sheks conversaban telepáticamente, el uno frente al otro, las alas replegadas, los cuerpos enroscados, los ojos entornados y las lenguas bífidas produciendo ese siseo que Amrin encontraba tan desagradable. Se trataba de una conversación privada, y aunque no necesitaban alejarse de los dos reyes para intercambiar impresiones en secreto, ellos se habían retirado un tanto.
—Parece que se llevan bien —comentó el rey de Dingra, de buen humor, con un gesto condescendiente hacia las dos serpientes—. Quién sabe si no saldrá de aquí una nueva alianza... de otra naturaleza.
Se rió de su propio chiste, pero Amrin no le vio la gracia. Lo miró, sombrío.
—No deberías tratar a los sheks como si fueran mascotas, Kevanion. Para ellos tú eres la mascota. ¿Todavía no te has dado cuenta?
La sonrisa de Kevanion quedó congelada en sus labios. —No seas tan engreído —le espetó—. Te recuerdo que todos los sheks sirven a un humano, a uno de los nuestros. ¿Lo harían si nosotros fuéramos animales para ellos?
—Ashran no es, ni será, uno de los nuestros —masculló Amrin. —Yo en tu lugar mediría mis palabras. No estás en una situación muy favorable, que digamos.
Amrin frunció el ceño.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
El rey de Dingra no tuvo ocasión de responder, porque los sheks se acercaban a ellos de nuevo. Ziessel avanzó primero, con movimientos sinuosos y elegantes.
«Rey Amrin de Vanissar», dijo. Amrin inclinó la cabeza.
—Ziessel —murmuró.
«Mañana por la noche, cuando las tres lunas se alcen en el cielo, el escudo de Awa caerá, y nosotros atacaremos. Y cuando lo hagamos, Nurgon caerá también.»
Amrin asintió, un poco desconcertado, sin entender por qué Ziessel le repetía cosas que ya sabía.
«Nosotros lo sabemos —prosiguió ella, adivinando sus pensamientos—. Nosotros debemos saberlo. Pero ¿acaso nuestros enemigos lo saben también?»
Amrin creyó comprender. Se puso tenso.
—Lancé un ultimátum a los rebeldes. Les di la oportunidad de rendirse antes de la noche del Plenilunio.
«Lo sé —intervino Eissesh—. Una pérdida de tiempo. Sabes que no se rendirán..., a no ser, claro, que sepan que su protección feérica va a fallarles cuando más la necesiten.»
El rey de Vanissar frunció el ceño, intentando entender adónde querían ir a parar los sheks.
—¿Debería entonces habérselo dicho para forzar la rendición? —preguntó, confuso—. Imaginé que nuestros planes eran secretos. Nunca supuse que...
«Hiciste bien no revelando lo que va a suceder mañana —cortó Eissesh—. No obstante, hubo alguien que sí lo reveló, un traidor muy cercano a ti.»
Amrin retrocedió un paso, como si hubiera recibido una bofetada.
—¿Qué? Eso es imposible. Muy pocos sabemos...
Sintió de pronto un movimiento junto a él, y se volvió, desconcertado. Descubrió allí a Mah-Kip, el semiceleste. Mah-Kip siempre estaba allí, junto a él, pero era tan silencioso que a menudo no reparaba en su presencia. Sin embargo, en aquel momento mantenía la cabeza baja, y temblaba. Amrin lo comprendió todo de golpe.
—No... —susurró.
Su leal consejero alzó la cabeza y clavó en él la mirada de sus ojos de aguamarina, cargados de un intenso sufrimiento.
—Perdonadme, mi rey —susurró.
«Sabes que los traidores han de ser ejecutados, ¿no es cierto, Amrin?», preguntó Eissesh con suavidad.
Amrin alzó la cabeza con brusquedad y dio un paso al frente, dispuesto a enfrentarse al shek.
—Es un hijo de Yohavir —dijo en voz baja—. Nunca ha hecho daño a nadie. No merece ser ejecutado. Eissesh entornó los ojos.
«Es un traidor —dijo—. ¿No es cierto... Amrin?»
El rey temblaba violentamente. Bajó la cabeza, temeroso del poder del shek, y desvió la mirada.
«¿No es cierto?», insistió Eissesh. Amrin no respondió.
«Me entregaste a tu propio hermano —dijo el shek—. Puedes entregarme a tu consejero, que no es más que un traidor. Por el bien de tu reino, Amrin.»
Amrin giró la cabeza con brusquedad y apretó los puños. Se quedó allí, de pie, durante unos segundos que le parecieron una eternidad. No se atrevió a mirar a Mah-Kip cuando dio media vuelta para alejarse de allí a grandes zancadas.
Kevanion lo miró marcharse. No parecía tener la menor intención de seguirlo.
«Vete», le ordenó Ziessel, aburrida.
El rey de Dingra iba a protestar, pero los ojos de la shek relucieron furiosamente.
—Me aseguraré de que regresa a su campamento —se apresuró a decir Kevanion.
Cuando los dos reyes se hubieron marchado, sólo quedaron allí los sheks y, frente a ellos, el semiceleste, que temblaba de terror, con la cabeza baja.
«Y a pesar de todo no serás capaz de odiarlo», murmuró Ziessel, pensativa.
—Yo hice lo que consideraba más correcto —susurró Mah-Kip—. También mi rey hace lo que cree correcto.
Ziessel le dio la espalda y se separó un poco de ellos. Eissesh bajó la cabeza hasta que sus ojos tornasolados quedaron a la altura de los del consejero, que seguía temblando, aterrorizado.
Fue piadosamente breve. Mah-Kip quedó un momento paralizado, con los ojos abiertos de par en par, mientras la mente de Eissesh hurgaba en su conciencia. Cuando el cuerpo del semiceleste se deslizó hasta el suelo, sin vida, el esbelto cuerpo de Ziessel se estremeció.