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Authors: Laura Gallego García

Tríada (91 page)

BOOK: Tríada
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Y después, aquella misma noche, Kimara había vuelto a sacar al dragón. Tanawe no se explicaba cómo era posible que hubiese burlado su vigilancia. Ahora no tenía más remedio que rendirse a la evidencia: aquel dragón era de Kimara, de la misma forma que el destino de Kestra parecía unido a Fagnor. Así, incluso después de haberse extinguido, los dragones seguían ejerciendo un misterioso influjo sobre los mortales, seguían rigiendo sus destinos de alguna manera. Tanawe amaba a los dragones, los había contemplado durante horas sobre los cielos de Awinor, cuando era joven, y sabía que no sería tan sencillo hacerlos desaparecer de la faz de Idhún.

Por eso al final había defendido la petición de Kimara de pilotar al dorado en aquella batalla. Aunque fuera muy consciente de que, probablemente, ni la joven ni el dragón sobrevivirían a aquella noche.

—Los dragones artificiales están vacíos por dentro —le dijo a Denyal cuando éste se opuso a la idea—. No tienen espíritu. Sin embargo, cuando un piloto los hace volar, él es su espíritu, su alma. Sin el piloto, la magia del dragón no funcionaría. Su cuerpo de dragón estaría muerto.

»Kimara es el espíritu de Yandrak, Denyal. Voló a lomos del verdadero Yandrak en el desierto, y una parte de la esencia del último dragón sigue junto a ella.

Denyal no había discutido más. En materia de dragones, su hermana tenía la última palabra.

Por eso aquella noche, cuando los sheks se abatieron sobre Nurgon y los once dragones se elevaron en el aire, Kimara estaba al mando de uno de ellos. Muchos se volvieron para mirar al magnífico dragón dorado que surcaba el cielo, y lanzaron vítores en su honor.

Pronto, el firmamento sobre Nurgon se había convertido en un infierno de fuego, en el que once dragones maniobraban entre el humo, arrojando su propia llama contra los sheks, aprisionándolos con sus garras de madera y metal y, sobre todo, tratando de crear el caos en sus organizadas mentes.

Shail y Allegra contemplaban el cielo desde el patio. Cada uno estaba a cargo de una Lanzadora. Yber, el gigante hechicero, también se encontraba con ellos. Pero él no necesitaba ninguna máquina. Arrojaba los proyectiles directamente con su enorme manaza, y los hacía llegar casi tan lejos como los artefactos. Él mismo se encargaba de prenderles fuego con su magia cuando llegaban a la altura precisa.

—Once —murmuró Shail—. No podrán contra tantos sheks. Es un suicidio.

—Pero es lo único que tenemos, Shail —replicó Allegra, arrojando su magia contra uno de los proyectiles disparados por la Lanzadora; el objeto estalló en el cielo, justo bajo el vientre de un shek, que chilló de dolor—. De todas formas, hay algo que me preocupa, aparte de la proporción de enemigos que nos atacan.

—¿De qué se trata?

—Mira los sheks. Míralos con atención. ¿No notas algo extraño en ellos?

Shail los observó un momento y vio enseguida lo que quería decir Allegra. Aquel extraño brillo blanco-azulado seguía reverberando en sus escamas. Al mago le recordó a la suave luz gélida de Haiass.

—Es hielo —adivinó—. Van a usar su poder sobre el hielo. De alguna manera.

Allegra asintió.

—El fuego que les estamos arrojando les impide utilizar poder. Pero no tardarán en hacerlo. Es la única forma que tienen de atacar al bosque.

Shail lanzó su magia contra un proyectil arrojado por su Lanzadora. Tuvo la satisfacción de ver cómo perforaba el ala de uno de los sheks.

—Tienes razón —admitió, frunciendo el ceño—. No lo había pensado, pero no pueden atacar el bosque con fuego. Es un elemento que odian y que no saben controlar.

—El bosque es demasiado húmedo como para que puedan hacerle daño las llamas —sonrió Allegra—. De modo que, aunque no tuvieran reparos en usar el fuego, no les serviría para nada. Pero el hielo... ah, el hielo cubre la tierra con una capa de escarcha, pudre las raíces y congela las ramas, y sume al bosque en un invierno involuntario. El hielo sí puede hacernos daño, Shail. Y es por eso por lo que nosotros hemos de pelear con el fuego. Y hemos de ser nosotros, porque Harel no lo hará. Las hadas tememos al fuego casi tanto como los sheks.

Harel no estaba allí. Había corrido a buscar a Itan-ne en cuanto las flores lelebin empezaron a morir. Ahora dirigía la defensa del bosque, pero había dejado claro que no quería a ningún humano fuera de la Fortaleza.

—Nosotros sabemos pelear en el bosque, no como vosotros, —había dicho—. Sólo nos estorbaríais. Limitaos a defender vuestro castillo y dejadnos a nosotros el resto.

Pero no había sido tan sencillo encerrar a los trescientos bárbaros Shur-Ikaili entre los muros de la Fortaleza. Un buen grupo de ellos había decidido hacer otra incursión, por su cuenta y riesgo, en el campamento enemigo. Los restantes estaban allí, repartidos entre el patio y las almenas del castillo, sin mucho que hacer. Aunque la mayoría de ellos manejaba bien el arco, no poseían la disciplina de los arqueros entrenados bajo el mando de Denyal y Covan. Algunos de ellos disparaban flechas incendiarias desde las almenas, pero los demás seguían allí, en el patio, haciendo resonar sus armas, esperando el momento en que las tropas enemigas alcanzarían los muros del castillo.

Porque lo harían, no cabía duda. Las dríades podían muy en guardar el bosque profundo, pero éste comenzaba más allá del río. La floresta que rodeaba Nurgon era joven y no muy tupida en comparación. Los feéricos serían capaces de retener los szish y sus aliados durante un tiempo, pero llegado el momento no tendrían más remedio que volver a cruzar el río y replegarse hacia el interior de Awa.

Y cuando eso ocurriera, los rebeldes estarían solos para defender su Fortaleza.

—Fuego contra el hielo —murmuró Allegra, arrojando un nuevo proyectil incendiario—. No bastará con esto, no bastará con esto. Son demasiados. Para acabar con todos ellos habría que incendiar el cielo.

Shail no respondió. Se concentró en la lucha que, sobre ellos, empezaba a ser encarnizada.

Arriba, en las murallas, Alexander daba saltos de almena en almena, poseído por una salvaje alegría. Gritaba órdenes a los hombres apostados allí, y su voz era cada vez más profunda y gutural, hasta el punto de que había momentos en los que se asemejaba a un gruñido. El conjuro del Archimago empezaba a perder fuerza; la bestia se desataba lentamente en su interior, pero, por suerte o por desgracia para él, todo el mundo estaba demasiado ocupado con los sheks como para darse cuenta.

Las enormes serpientes aladas bajaban en picado y trataban de alcanzar a los rebeldes situados en las almenas. Pero cada vez que descendían, eran recibidas por una lluvia de fuego que las obligaba a remontar otra vez. Y al mismo tiempo, la presencia de los dragones artificiales ofuscaba sus sentidos y las empujaba a buscarlos entre el humo para matarlos.

Nurgon peleaba con todas sus fuerzas, y los sheks estaban encontrando muchos problemas para llegar hasta ellos; pero las serpientes eran numerosas, y los rebeldes eran muy pocos en comparación. Los sheks no parecían preocupados. ¿Por qué iban a estarlo? Los rebeldes no tardarían en cansarse, y entonces la Fortaleza sería suya.

Cuando Shail vio al primer dragón precipitarse destrozado sobre el bosque, perseguido por tres sheks, se preguntó cuánto más podrían resistir.

No muy lejos de allí, en las lindes del bosque de Awa, los hombres-serpiente y sus aliados buscaban senderos abiertos en la maleza.

Habían enviado los carros raheldanos por delante: enormes vehículos blindados, propulsados con un engranaje de pedales, cadenas y platos dentados, que avanzaban pesadamente, abriendo paso entre la espesura. Tras ellos marchaban los ejércitos de Drackwen, Dingra y Vanissar, en perfecta formación. Atravesaban el bosque en cinco columnas, lideradas por el rey Amrin, el rey Kevanion y tres generales szish. Cada uno de ellos caminaba tras un carro raheldano y tenía a su lado a un hechicero. Los cinco caminos que estaban abriendo desde las lindes del bosque tenían como objetivo la Fortaleza. Si lograban tornar Nurgon y destruir a los rebeldes y sus dragones artificiales, habría un obstáculo menos entre ellos y el reino de los feéricos.

Las dríades los dejaron pasar, al principio. Ocultas entre la maleza, sobre las ramas de los árboles, los espiaban atentamente, con sus enormes ojos negros brillando de odio y de cólera.

Los soldados avanzaban con decisión, pero no podían evitar sentirse inquietos. Percibían que docenas de ojos los observaban desde las sombras del bosque, sombras que ni siquiera el brillo de las lunas lograba disipar. Los humanos miraban a todas partes, recelosos y en guardia. Los szish, en cambio, sabían dónde se ocultaban las hadas. Aunque la piel feérica, en unos casos verdosa, en otros moteada, en otros de la textura de la corteza de los árboles, las hacía parecer invisibles en su elemento los hombres-serpiente percibían el calor que desprendían sus cuerpos de sangre caliente. Sin embargo, avanzaban en silencio, las armas a punto, registrando en su memoria los lugares desde donde los acechaban los feéricos.

Cuando la retaguardia de las cinco columnas se hubo internado en el bosque, las hadas atacaron.

Cayeron sobre sus enemigos todas a la vez, y por un instante éstos tuvieron la sensación de que todo el bosque se precipitaba sobre ellos. Las dríades se arrojaron sobre los soldados, enarbolando sus lanzas de madera dura, protegidas por sus armaduras de hojas secas y cortezas, tan resistentes como el mismo metal, con sus pequeños rostros parduscos contraídos en una mueca feroz y con sus pies descalzos corriendo tan veloces como la brisa entre la hierba, lanzando gritos de guerra que sonaban como la llamada de un ave nocturna. Los silfos atacaron desde los árboles, haciendo vibrar sus alas, disparando dardos que arrojaban sobre sus enemigos mediante arcos, ballestas y cerbatanas. Pequeñas hadas y duendes, no más grandes que una mano, salieron de la maleza, volando a lomos de insectos de alas parecidas a las de las libélulas, y arrojaron sobre sus enemigos proyectiles de semillas y pequeños frutos, redondos y duros como piedras del río. A simple vista, aquellas semillas parecían inofensivas; pero se colaron por el interior de las armaduras y llegaron a rozar la piel de algunos soldados, que pronto comprobaron, con horror, sus propiedades urticantes. Más de uno no pudo soportar el terrible escozor y trató de quitarse la armadura para rascarse, distracción que pagó con la vida.

Los invasores, por su parte, reaccionaron deprisa. Cargaron las ballestas y dispararon contra todo lo que se movía en la espesura, que no era poco. También desde los carros acorazados se arrojaron flechas que abatieron a un gran número de feéricos. Los hechiceros pusieron en juego su magia.

Pronto, el bosque se convirtió en un extraño campo de batalla de madera y metal, de carne y escamas, de sangre y de savia.

Victoria alzó la mirada hacia Ashran. No latía ningún tipo de emoción en su rostro, pero sus pupilas eran una espiral de tinieblas.

—Podría mataros a los tres —prosiguió el Nigromante.

—¿Y qué te detiene? —murmuró ella con suavidad—. Ya sabes que no somos rivales para ti. Ni siquiera luchando los tres unidos podríamos derrotarte. Ashran sonrió. No fue una sonrisa agradable.

—No estáis aquí para derrotarme a mí. Pero hay una parte de mí que sí puede ser derrotada, y era ésa vuestra misión. ¿Por qué he corrido el riesgo de enfrentarme a vosotros, pues? ¿Por qué me he tomado la molestia de esperar que llegaras hasta mí? ¿Lo sabes tú, Victoria?

—Porque hay algo que puedes ganar —susurró ella—. Y es algo tan valioso que no te importa correr el riesgo.

Ashran sonrió de nuevo.

—También tú puedes ganar algo. Puedes ganar a uno de los dos. Éste es el trato: elige a uno de los dos, al dragón o al shek_ y a ése le perdonaré la vida. Os permitiré marchar a los dos, a la Tierra, si así lo deseáis, y cerraré la Puerta tras vosotros... para siempre. Si queréis olvidarlo todo, lo haréis. Los sheks se ocuparán de ello. Piénsalo, Victoria. Paz, serenidad, una vida larga y feliz al lado de tu amado, del elegido de tu corazón... y no tendrás que luchar nunca más. Escaparás por fin de esta pesadilla.

Jack frunció el ceño. ¿Había oído bien? No era posible que Ashran le estuviera planteando aquello a Victoria. No tenía más que matarlos a todos, y acabaría con la amenaza de la profecía. ¿Qué se proponía ahora? Miró a Christian de reojo, y vio que el rostro de él estaba mucho más sombrío de lo habitual. La conducta de Ashran era inexplicable, era absurda, pero Christian parecía intuir que tenía razones para hacer lo que hacía... y trataba de desentrañarlas.

—Si elijo a uno... —decía entonces Victoria, a media voz—. ¿Qué sucederá con el otro?

—Que será ejecutado en el acto, mi pequeña unicornio. Mi generosidad tiene un límite, como comprenderás. Así que tú misma decidirás quién quieres que viva y quién ha de morir. Espero que entiendas que no os puedo dejar con vida a los tres.

Jack se quedó sin aliento mientras escuchaba, horrorizado cada palabra de Ashran. No le preocupó tanto la posibilidad de morir como el hecho de que el Nigromante dejaba aquella decisión en manos de Victoria. «¿Cómo se puede ser tan desalmado?» , se preguntó.

Se revolvió, furioso.

—¡Victoria, no le escuches! ¡Está tratando de engañarte! ¡No...!

Su última frase terminó en un grito de agonía. Cayó de nuevo de rodillas ante Ashran, atrapado en su oscura magia. Victoria se estremeció imperceptiblemente.

Con la mano que le quedaba libre, Ashran hizo un gesto que a la muchacha le resultó vagamente familiar. Entonces, una enorme brecha brillante se abrió en el aire, un poco más lejos dejando entrever un suave cielo estrellado un poco más allá.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó Ashran.

—Limbhad —susurró ella, con la voz teñida de añoranza.

—Limbhad —asintió Ashran—. Un lugar donde no se me permite entrar... pero a ti sí. Elige a uno de los dos, Yandrak, Kirtash... me da igual. Podrás llevártelo a través de esa Puerta, de vuelta a casa. Podrás emplear tu poder para curarlo, podrás olvidar todo lo que has sufrido aquí. La Puerta se cerrará tras vosotros para siempre, y no regresaréis jamás. Tendrás que dejar atrás al otro, pero... ¿acaso no es mejor lo que te ofrezco que lo que tienes ahora? ¿No será mejor para todos? Te doy la oportunidad de ser feliz, y yo me veré libre por fin de la posibilidad de que se cumpla esa incómoda profecía...

Victoria se volvió de nuevo hacia Ashran.

BOOK: Tríada
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