Tríada (67 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Ignoraba qué clase de criatura se presentaría aquella noche en su torre. Ignoraba si todavía podría rendirse a ella. Si, ahora que Victoria se había convertido en su enemiga, Gerde podría llegar a ocupar su puesto.

El hada sintió un escalofrío. Sabía quién era Victoria. Jamás habría soñado poder compararse con un unicornio. Aún recordaba al unicornio que le había entregado la magia, mucho tiempo atrás. Ni siquiera ella habría sido capaz de acabar con la vida de uno de ellos.

Pero Victoria era tan humana... tan insoportablemente humana... que Gerde no podía comprender por qué Kirtash podía amarla a ella, y no a un hada.

Decidió que, pasara lo que pasase, y a pesar de las órdenes de Ashran con respecto a Victoria, la mataría en cuanto tuviera ocasión.

Terminó de arreglarse y se asomó a la ventana.

Vio la elegante figura de un shek volando hacia la torre desde el sur, y supo que él ya había llegado.

Cuando Christian entró en la torre, Gerde ya lo aguardaba al pie de la escalera.

El hada estaba bellísima. Sus ojos negros relucían bajo largas y sedosas pestañas. Su cabello verde, tan suave y ligero como el diente de león, se desparramaba sobre sus hombros, que había dejado al descubierto. Sus ropas, vaporosas, como todas las prendas que ella solía llevar, se adaptaban a su esbelta figura, cuyas formas se adivinaban bajo la tela.

No llevaba joyas; no le gustaban. Como la mayoría de las de su raza, Gerde opinaba que las joyas eran un invento humano, un inútil esfuerzo de las mujeres humanas por tratar de igualar sin éxito, la belleza de las hadas.

Gerde alzó la cabeza. Ninguna alhaja podía rivalizar con la pureza de su rostro.

—Bienvenido a la Torre de Kazlunn, mi señor —dijo con voz aterciopelada—. Es un honor.

—El honor es mío, Señora de la Torre de Kazlunn —respondió él con una fría sonrisa.

Gerde le correspondió y avanzó, grácil como una gata. Christian no se movió. Percibió, como tantas otras veces, la magia seductora que envolvía al hada.

Ella se detuvo ante él, todavía sonriente. Lo miró a los ojos. Christian le devolvió la mirada, pero no dijo nada. Gerde se puso de puntillas y lo besó.

Fue un beso salvaje y embriagador, un beso feérico, tan profundo como el corazón de un bosque. Christian sonrió para sí, pero no la rechazó.

Cuando Gerde se separó de él y volvió a mirarlo a los ojos con una dulce sonrisa, el shek también sonreía. Pero la suya era una fría media sonrisa, y en sus ojos azules brillaba el aliento de la muerte.

Un terror irracional invadió a Gerde.

«No...», quiso decir, pero estaba paralizada. Trató de dar media vuelta y salir huyendo... pero la gélida mirada del shek se había clavado en su mente y no podía escapar de ella.

Cerró los ojos, sumiéndose en una mortífera oscuridad de hielo y escarcha.

Cuando cavó, Christian la sostuvo entre sus brazos, indiferente. La contempló durante unos instantes.

—Eras hermosa —le dijo a su cuerpo sin vida—. Pero no podía permitir que le hicieras daño a Victoria. Nunca fui tuyo, y no lo habría sido jamás. Es algo que nunca comprendiste.

Se inclinó sobre ella y rozó su frente con la yema de los dedos. Entornó los ojos un momento...

... y el cuerpo del hada desapareció de allí, como si jamás hubiera existido.

Christian se levantó con calma, y se dedicó a explorar la torre. Cuando los magos preguntaron por Gerde, él dijo, simplemente, que se había ido. Redistribuyó a los guardias a su manera y eligió un aposento austero, pero estratégicamente situado, para sí mismo.

Recorría los pasillos de la torre cuando, tal y como esperaba, su padre reclamó su atención.

Se detuvo ante la imagen que Ashran, el Nigromante, había enviado desde la Torre de Drackwen para hablar con él.

—Exijo una explicación —dijo Ashran.

Christian alzó la cabeza con orgullo. No levantó la voz al hablar, pero sus palabras sonaron claras y firmes:

—Reclamo este lugar como recompensa por haber matado al último dragón y haber acabado con la amenaza de la profecía. A partir de ahora, yo seré el Señor de la Torre de Kazlunn.

6
El último reducto de la magia

Jack se deslizó por entre las rocas corno una sombra, buscando huecos y hendiduras a los cuales arrimarse para ocultar su posición cuando los relámpagos iluminaban el cielo.

La bestia alzó el hocico y olfateo en el aire, pero la brisa soplaba a favor de Jack, y no lo detectó. El joven había escogido con cuidado su posición. Sus pies se movían por el terreno con un silencio y una sutilidad que había aprendido de Sheziss. Cuando alzó la lanza en alto, aguardó, inmóvil como una roca, a que su presa estuviera completamente desprevenida.

La paciencia era otra de las virtudes que Sheziss le había enseñado.

La bestia dejó escapar un gruñido y después le dio la espalda.

La lanza voló desde la mano de Jack, fuerte, precisa, letal, se clavó, vibrante, en la espalda del animal, que aulló de dolor y se volvió hacia él, con sus ojos rojos reluciendo de ira y dolor.

Con un grito salvaje, Jack saltó desde su escondite, a la vez que extraía el puñal. Esquivó con facilidad la embestida de la bestia y sus mortíferos tres cuernos. Inclinó el cuerpo y corrió hacia ella, rodando por el suelo en los metros finales. Las zarpas de la criatura le rozaron el muslo, pero el joven no se amilanó. Hundió su puñal en el pecho del animal y lo empujó para tumbarlo en el suelo. La debilidad que se adueñó de él permitió que Jack lograra su objetivo, ya que su contrincante era tan grande como un oso. Jack cayó sobre él; sus manos se hundieron en su espeso pelaje, a rayas negras y rojizas, en busca de la daga. Esquivó de nuevo la zarpa de la bestia, que, herida de muerte, luchaba ya a ciegas, con sus últimas fuerzas. Extrajo puñal y lo clavó otra vez en el pecho del animal. En esta ocasión, alcanzó su corazón.

La bestia dejó escapar un débil gemido, se estremeció y se quedó inmóvil.

Jack se levantó, jadeando. Recuperó el puñal, lo limpió en su pantalón y lo introdujo de nuevo en el cinturón. Después, con un fuerte tirón, sacó la lanza de la espalda de su presa.

La sostuvo entre los dientes mientras se ajustaba de nuevo la cinta de cuero que le ceñía la frente y que solía llevar para que el flequillo no le tapara los ojos.

Detectó entonces un movimiento por el rabillo del ojo.

Rápido como el pensamiento, tomó de nuevo la lanza, se volvió y la arrojó con violencia.

Se oyó un gemido, y un relámpago iluminó el cuerpo que caía pesadamente desde lo alto de una roca. Era uno de esos seres humanoides. Jack no sintió pena por su muerte; los conocía ya lo bastante bien como para saber que, si hubiera tardado un instante más, una roca, lanzada con admirable puntería, le habría golpeado la cabeza; probablemente habría quedado inconsciente, o al menos aturdido, y antes de que se diera cuenta, estaría formando parte de las piezas de caza de alguna tribu de primitivos.

Primitivos... así los llamaba Jack, a falta de otro nombre mejor.

Se acercó al cuerpo para recuperar su lanza. Apenas echó un vistazo rápido al cadáver. La primera vez que había matado a uno de aquellos seres se había sentido mal. Pero cuanto más tiempo pasaba en Umadhun, cuanto más se desarrollaba su esencia de dragón, menos importantes le parecían aquellas criaturas.

Se le erizó el vello de la nuca, y se incorporó, alerta. Era el aviso de que estaba a punto de caer un rayo cerca de allí; percibía la tensión, la electricidad estática, que hacía que se le pusiera la piel de gallina. Buscó cobijo bajo una roca, justo antes de que el rayo cayera a pocos metros de él. Cerró los ojos y se acurrucó sobre sí mismo, sintiendo que todo retumbaba.

Cuando la descarga finalizó, Jack alzó la cabeza con precaución. Soltó una maldición por lo bajo al ver que el rayo había caído sobre el cuerpo de su presa. Por fin se encogió de hombros. Sheziss solía tragarse su cena cruda, pero a él le gustaba asar la carne antes de comérsela.

No sabía cuánto tiempo había pasado en Umadhun. Bajo la tutela de Sheziss, estaba aprendiendo a cazar, a pelear, a aprovechar las posibilidades de sus dos cuerpos, humano y dragón A falta de espada, se estaba ejercitando en el uso de aquella lanza y aquella daga, que tiempo atrás habían pertenecido a un szish, al igual que las ropas que ahora llevaba, y que Sheziss le había proporcionado.

Al principio, aquel atuendo le había parecido repugnante simplemente por el hecho de haber pertenecido a un szish. Aunque los dragones no odiaban a los szish por naturaleza, por extensión le tenían ojeriza a todo lo que tuviera que ver con serpientes, y los szish, humanoides con aspecto de ofidio, despertaban en él una profunda antipatía.

Sin embargo, estaba aprendiendo a controlarse. Desahogaba su rabia y sus ganas de luchar cazando los pocos animales que había en Umadhun. Eran criaturas cavernarias que raramente se aventuraban a salir de los túneles; pero, cuando lo hacían, Jack las perseguía por las quebradas y las rocas, y el peligro de los rayos hacía la cacería aún más excitante.

No solía cazar metamorfoseado en dragón. No era ni la mitad de interesante.

En aquel momento, volvió a transformarse para poder cargar con más facilidad el cuerpo humeante de la bestia que había capturado; por otra parte, el calor que despedía no dañaría sus escamas, pero sí su piel humana.

Juzgó que ya tenía bastante por aquella vez, y emprendió el regreso a los túneles.

Cada vez se sentía más a gusto como dragón. Umadhun estaba casi desierto, y por otro lado en la superficie exterior de aquel mundo no había sheks. Los pocos que se habían quedado en Umadhun rondaban cerca de la Puerta interdimensional, que, por lo que Jack sabía, estaba a varias jornadas de camino del lugar donde ellos se encontraban.

Casi por primera vez, Jack podía transformarse sin peligro y estaba aprovechando la oportunidad. En aquel tiempo aprendió a conocerse como dragón, a sentir cada parte de su cuerpo, a controlar su llama y a volar con mayor seguridad. Aprendió pelear con sus garras y cuernos, a mantener limpias sus escamas, a comer, a dormir... como dragón. Le gustó la experiencia.

A veces se veía incapaz de dominar el instinto; entonces se abalanzaba sobre Sheziss, y ambos luchaban con fiereza; pero ella ganaba siempre.

Nunca le había hecho daño, sin embargo. Una vez se vio obligada a morderlo y a inyectar en él su veneno, lo cual debilitó a Jack casi al instante y puso fui a la pelea. Pero ella misma sorbió de nuevo el veneno de la herida para curarlo, y después la lamió con su lengua bífida, dejando que su saliva penetrara en la sangre del dragón.

A Jack le resultó sumamente desagradable; pero aquel día aprendió que en la boca de los sheks se hallaba no sólo su mortal veneno, sino también el antídoto para contrarrestarlo.

«Éste es un gran secreto que los dragones no conocían... hasta ahora —le dijo ella—. Nuestro veneno es un arma fundamental para nosotros en la guerra, y los dragones nunca han sabido cómo neutralizarlo.»

Le contó también que, después de siglos de guerra contra los sheks, el cuerpo de los dragones había desarrollado una vitalidad especial que los hacía más resistentes que otras criaturas al veneno de las serpientes.

«Sigue siendo mortal para vosotros..., pero tarda más en hacer efecto», le había dicho.

—¿Cómo sabes tanto de los dragones? —preguntó Jack con curiosidad.

«Todos los sheks sabemos mucho de los dragones. Cualquier pequeño detalle que descubrimos acerca de nuestros enemigos por insignificante que nos parezca, pasa a formar parte la sabiduría de los sheks, que se transmite de generación en generación. También los dragones instruyen a sus crías de manera similar acerca de nosotros. Si hubieras crecido en Awinor, con los otros dragones, todas estas cosas no tendría que enseñártelas un shek.»

—Pero resulta que ya no quedan dragones —replicó él, frunciendo el ceño.

Según iba desarrollando su esencia de dragón, echaba en falta a los dragones, cada día más. Recordaba su nido, sus hermanos muertos antes se ver la luz de los soles, los huesos de su madre dragón, sobre el suelo polvoriento de Awinor. Y su odio, alimentado por aquellos recuerdos, ardía cada vez con más intensidad, y lo canalizaba hacia Ashran, como Sheziss le había enseñado. Nunca lo había visto, pero ella le había transmitido una imagen mental del hechicero, aquel hombre imponente de pupilas plateadas, el hombre que había provocado la conjunción astral, el canalla que había hecho sufrir a Victoria, que por poco la había matado. Aquello lo sacaba de sus casillas.

Eso, unido al hecho de que la añoranza seguía tensa y dolorosa, de que echaba de menos a Victoria, con toda su alma, avivaba el odio que Jack sentía hacia el Nigromante.

El padre de Christian.

Era tan extraño... todo formaba parte de una historia enrevesada y confusa en la que todos parecían tener relación. Tenía tanto sentido que Jack se preguntaba corno no lo había entendido antes; pero, por otro lado, se sentía un extraño que inmiscuía en un asunto que no tenía nada que ver con él.

«Me robó todos mis huevos», había dicho Sheziss.

Jack no había preguntado más. Pero recordaba, con toda claridad, la historia de Christian, de Kirtash, que Victoria le había contado.

Para crear al híbrido, Ashran había aportado a su propio hijo. Los sheks habían ofrecido a una de sus crías, recién salida del huevo.

Jack estaba al corriente de que Ashran se había visto obligado a arrebatar a su hijo de los brazos de su madre humana. Pero nunca se había preguntado si todos los sheks estaban de acuerdo en entregarle a uno de los suyos, si la madre de aquella cría había cedido de buen grado a su propio hijo.

Ahora, Jack sabía que, obviamente, no.

Conocía ya lo bastante a los sheks para entender que lo que para Ashran había sido motivo de orgullo, para las serpientes aladas era una ignominia. El hijo de Ashran se había vuelto poderoso tras fusionar su alma con la de un shek. Kirtash era para Ashran, una criatura sobrehumana, un hombre con el poder de un shek, que estaba destinado a gobernar por debajo de los sheks, pero por encima de todos los mortales. En cambio el hijo de Sheziss se había convertido, desde el punto de vista de ella, en un monstruo, en un engendro contaminado con sangre humana.

Como Jack.

Con la diferencia de que Jack no era su hijo. Podía llegar a tolerarlo, a pesar de lo mucho que le repugnaba. Pero una cosa era tolerar a un engendro y otra aceptar que otra persona convirtiera a su propio hijo en uno de ellos.

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