Tríada (53 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Respiró hondo. Sabía que Victoria aguardaba una respuesta. Desvió la mirada hacia la Fortaleza, que dormía bajo la cúpula protectora, rodeada de aquel misterioso bosque que había tardado tan poco en crecer, y que emanaba una extraña neblina que ponía nerviosos a los humanos.

Aquella noche, sin embargo, Alexander apenas se fijó en el bosque. Tampoco lo inquietaron los sonidos que surgían de él, y que sus sentidos, desarrollados de forma extraordinaria, podían captar con total claridad.

Se enfrentaba a la decisión más difícil de su vida. Y no estaba seguro de estar preparado para afrontarla.

«...Entonces deberíamos rendirnos», había dicho Denyal.

Porque la profecía ya no iba a cumplirse.

Alexander comprendió que no podía abandonarlos a su suerte para correr en busca de venganza, por mucho que lo deseara. Los Nuevos Dragones, las gentes de Awa, los refugiados y todos los que habían apoyado su causa confiaban en él.

« Y yo los he guiado de cabeza al desastre.»

Cerró los ojos, agotado. La profecía no iba a cumplirse, porque ,1ack estaba muerto. Pero la venganza tampoco lo devolvería a la vida.

Y tomó una decisión.

—No, Victoria —dijo—. No voy contigo. Ella tardó un poco en contestar.

—Bien —asintió entonces.

Recogió la espada de Jack del regazo de Alexander. Él no lo impidió. La vio marchar con la espada en la mano, y se preguntó, una vez más, en qué se había equivocado. Comprendió que, pasara lo que pasase, no debía perder a Victoria también. Hablaría con ella para que abandonara aquella idea de la venganza. Pero en aquel momento no se sintió con ánimos. Quizá porque la herida era demasiado reciente, y la idea de matar al asesino de, Jack seguía resultando demasiado tentadora.

Se puso en pie y fue a buscar a Denyal.

Lo halló en lo que había sido la biblioteca, con Shail, Allegra y Kimara. Los tres interrumpieron su conversación al oírlo, entrar. Los miró, con sombría determinación.

—Yo voy a seguir —anunció.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Shail.

—Voy a seguir —dijo él—. Con la lucha, con la Resistencia. Seguiré combatiendo a Ashran hasta el final. Por encima de todo.

Sobrevino un silencio cargado de estupor.

—Pero la profecía... —empezó Denyal.

—No me importa la profecía, ya no —cortó Alexander—. Hemos seguido su dictado y ésta es la consecuencia. Yo ya no creo en la profecía. Lucharemos nosotros, humanos, feéricos, celestes, varu, gigantes, todas las razas unidas. Si quieren dragones, les daremos dragones, aunque tengamos que fabricarlos nosotros. Todo menos abandonar. Hemos llegado muy lejos, no pienso rendirme ahora. Moriré combatiendo a Ashran si ése es mi destino. Por Jack, y por todo lo que hemos perdido desde que empezó esta locura.

»Pero vosotros... podéis marcharos si queréis, no os lo reprocharé.

Hubo un breve silencio.

—Yo estoy contigo —dijo Shail.

—Por Jack —asintió Kimara.

—Que así sea —dijo Allegra, con un brillo de decisión en sus enormes ojos negros.

—Pero la profecía dice que sólo un dragón y un unicornio derrotarán a Ashran —protestó Denyal—. Y la profecía es la palabra de los dioses.

—Entonces, los dioses son unos mentirosos —replicó Alexander con una torcida sonrisa.

Kimara no podía dormir.

Llevaba todo el día llorando la muerte de Jack, la muerte del último de los dragones del mundo, y aunque hacía rato que se le habían secado las lágrimas, su mente se negaba a dejar de rescatar recuerdos.

Con un suspiro, se levantó de su jergón y se echó algo de ropa por los hombros. Salió de la habitación al patio, esperando tal vez que el aire de la noche la despejara un poco.

Vio entonces que Victoria estaba allí.

Era ya muy tarde, la Fortaleza dormía, pero la joven unicornio no parecía tener sueño. Se había acercado al pie de la muralla. En lo alto, hechos un ovillo, con la cabeza bajo el ala, dormitaban los pájaros haai. Victoria había alzado la cabeza hacia ellos y los miraba fijamente, sin una palabra, sin un solo sonido.

Kimara se pegó a la pared, para no ser vista, y siguió observando.

Las aves se despertaron de pronto, como alertadas por una llamada inaudible. Una de ellas dejó escapar un leve arrullo. No tardaron en desplegar las alas y bajar, planeando con suavidad, hasta donde estaba Victoria, y alargar sus largos cuellos hacia ella, amistosamente.

La muchacha alzó la mano para acariciar las plumas de los pájaros. Pero en cuanto sus dedos rozaron al primero de ellos, el ave se encrespó y emitió un sonido chirriante. Los dos retrocedieron, temerosos, alejándose de Victoria. Levantaron el vuelo y se refugiaron de nuevo en lo alto de la muralla, desde donde dirigieron una última mirada a la muchacha, temblando.

Kimara contempló la escena con la boca abierta, tratando de dilucidar su significado.

Victoria no reaccionó. Se quedó allí, quieta, al pie de la muralla, durante unos instantes más. Pero entonces giró la cabeza, en un rápido y grácil movimiento, hacia el lugar desde el que la espiaba Kimara. Ella trató de retroceder, pero comprendió al punto que no era necesario, porque Victoria ya la había visto.

Los ojos de ambas se cruzaron, y la semiyan sintió que un profundo escalofrío recorría su piel.

No había expresión en el rostro de Victoria. No parecía sentir enfado, dolor, miedo ni desconcierto. No parecía sen mi nada. Absolutamente nada, como si no fuera una criatura humana, o, peor aún, como si ni siquiera estuviese viva.

De pronto, Victoria dio la espalda a Kimara para mirar otra figura que se acercaba desde el otro extremo del patio. La semiyan lo reconoció en cuanto la luz de las lunas ilumino rostro. Era Qaydar, el Archimago.

Kimara contuvo el aliento y se pegó al muro todavía más. Pero el Archimago no reparó en ella.

La semiyan lo vio acercarse a Victoria, con pasos enérgicos.

—¿Acaso pensabas marcharte?— gruñó.

—Sí —respondió ella, con voz neutra, carente de emoción— Voy a marcharme.

—No, no vas a hacerlo —replicó Qaydar, severo—. No pienso permitir que salgas de este castillo. Eres el último unicornio del mundo, Lunnaris. Tienes una responsabilidad. ¿Me has entendido?

Ella no respondió. Ladeó la cabeza y se lo quedó mirando, Kimara vio, sorprendida, que el poderoso Archimago parecía incómodo ante la profunda mirada del unicornio, porque no fue capaz de sostenerla.

—¿Sabes cuántos magos quedan en la Orden, Lunnaris? —dijo él, bajando la voz, de manera que Kimara tuvo que el oído para escucharlo bien—. Somos doce. Sólo doce. Sin contar con Gerde y varios más que se han unido a Ashran, y sin contar tampoco a aquellos que no se han unido a ningún bando. Esa muchacha semiyan que nos has enviado es la única aprendiza que tenemos ahora. La única nueva maga en quince años. ¿Sabes lo que eso significa? En total, no seremos más de cuarenta hechiceros en todo Idhún. Antes éramos varios centenares. Y cada año venían más.

Qaydar hizo una pausa. Victoria no dijo nada.

—Y con los años, Lunnaris, si sobrevivimos a los sheks, iremos muriendo. La edad y el tiempo nos irán barriendo del mundo, uno a uno. Entonces la Orden Mágica se extinguirá.

Victoria seguía sin hablar, seguía sin moverse.

—Con una sola aprendiza no basta. Tienes que empezar a consagrar más magos, Lunnaris, y tienes que hacerlo ahora. ¿Has entendido?

Ella inclinó delicadamente la cabeza.

—Te he entendido —dijo con suavidad—. Pero no puedo hacer lo que me pides.

Se volvió para proseguir su camino, pero Qaydar la agarró del brazo, con violencia.

—¡No me has entendido! Vas a empezar ahora mismo a crear nuevos magos, niña. Si de verdad eres un unicornio, ¡compórtate como tal!

Victoria no se movió, ni respondió una sola palabra. Sólo se quedó mirándolo... fijamente.

Y, de pronto, Qaydar la soltó, horrorizado, y retrocedió un par de pasos, temblando.

—No puedes detenerme —susurró ella con suavidad—. No te pertenezco. No puedo pertenecer a ningún ser humano.

Dio media vuelta y se alejó de él, serena, inalterable. El Archimago se dejó caer contra la muralla y bajó la cabeza. Sus hombros sufrieron una breve convulsión silenciosa.

La semiyan, desde su escondite, tragó saliva, preguntándose qué había visto Qaydar en los ojos de Victoria. Le vinieron a la memoria las palabras de Allegra: «... una oscuridad tan profunda que no puedo penetrarla, que no comprendo y que me da escalofríos».

Recordó que también Jack había hablado de la luz del unicornio. Y que sólo los sheks, los dragones y los feéricos podían ver aquella luz. Por lo que ella sabía, Qaydar tenía algo de sangre feérica. Pero aun así... ¿cómo podía la mirada de un unicornio llegar a herir tanto al que, después de Ashran, era el más poderoso hechicero de Idhún?

Kimara no lo sabía, y decidió que no quería saberlo. Temblando, se cobijó de nuevo entre las paredes de la Fortaleza, mientras Qaydar aún seguía allí, de pie contra la muralla, conmocionado.

Victoria partió antes del primer amanecer.

Se llevó el báculo y a Domivat, la espada de fuego. No dijo adiós a nadie.

Nadie la vio marchar. Y, aunque la hubieran visto, de todas formas nadie habría podido detenerla.

2
Umadhun

Hacía frío.

Muchísimo frío. Un frío que le congelaba las entrañas y ralentizaba los débiles latidos de su corazón. Y sin embargo... también había sentido calor, mucho calor. Todavía le ardía la piel.

Su instinto le alertó sobre algo que se acercaba. Eran varios, pero pequeños. Aun así, deseaba matarlos.

Trató de moverse, pero su cuerpo no le obedecía; ni siquiera logró abrir los ojos. Estaba demasiado débil.

Se acercaron. Pudo oír sus siseos en la oscuridad. Percibió que se estaban comunicando telepáticamente, aunque no capto sus pensamientos. Al fin y al cabo, no estaban hablando con él. Los sintió muy cerca. Una fría presencia rozó su piel. Quiso sacárselos de encima, pero seguía sin poder moverse.

Entonces se oyó un silbido amenazador. Las criaturas se retiraron, intimidadas. Algo se deslizó cerca de él, y su instinto se disparó. Logró abrir los ojos y vio una gran muralla escamosa que protegía su cuerpo. Cuando se retiró un poco, distinguió entre las sombras a los seres que lo habían estado observando Eran crías de shek, pero eso ya lo había sabido, de alguna manera.

La serpiente que las había ahuyentado, sin embargo, adulta, una hembra. Lo supo cuando ella volvió hacia él su cabeza triangular. Lo supo apenas un momento antes de que sin ojos hipnóticos relucieran un instante para hacerlo caer, de nuevo, en la oscuridad.

Cuando volvió a abrir los ojos ya no tenía frío. Pero aquella inquietud seguía allí.

No recordaba qué había pasado. En aquel momento, ni siquiera recordaba su nombre ni su condición. Y, sin embargo, el mensaje era tan claro que no podía ignorarlo.

«Sheks. Tengo que matarlos. A todos.»

El odio seguía palpitando en sus sienes, por encima del dolor, de la soledad o del desconcierto. Poco a poco fue fluyendo a través de todo su cuerpo. Había tantas serpientes a su alrededor, las sentía, las detectaba, las olía. No podía quedarse parado.

Un grito de furia y desesperación, un esfuerzo sobrehumano. Una transformación.

Con un rugido, se abalanzó hacia ellos. Pero algo lo retuvo con violencia, dejándolo sin aliento un momento. Volvió a intentarlo, hasta tres veces, antes de que se dejara caer, desalentado, pero aún hirviendo de ira. Giró la cabeza para ver qué era aquello que lo aprisionaba.

Y vio que una cadena plateada rodeaba sus miembros y lo mantenía sujeto a la roca. No era muy gruesa y, sin embargo, no había podido romperla.

El instinto lo reclamó de nuevo, esta vez con mayor urgencia. Tiró con todas sus fuerzas. La cadena no se rompió.

Una sombra sinuosa avanzó hacia él desde la oscuridad. El sentimiento de odio se disparó otra vez, nada más verla. Tiró y tiró de la cadena, con furia, con rabia, desesperado por abalanzarse sobre la hembra shek y hacerla pedazos. Y aquel impulso era lo único que entendía en aquellos momentos.

Ella observó sus esfuerzos, impasible. Sabía que no lograría alcanzarla. Y él pareció comprenderlo también, porque finalmente se dejó caer, rendido, y las cadenas tintinearon en torno a su cuerpo.

«Instinto —dijo la serpiente—. Ah, qué cosa tan incómoda, ¿verdad? Qué ganas tengo de matarte, dragón. Y qué poco me conviene.»

Dragón.

Un rayo de entendimiento iluminó su mente. Aquella palabra significaba mucho... demasiadas cosas.

—Dragón... —repitió.

La serpiente se acercó más a él, y sus ojos tornasolados se clavaron en los suyos.

«¿Quién eres?», le preguntó.

Daba la sensación de que ella conocía perfectamente la respuesta. Pero fue la pregunta lo que le hizo detenerse a reflexionar, y trajo de vuelta a su mente un aluvión de recuerdos, que lo inundaron como un torrente imparable.

—Yo... soy Yandrak —murmuró.

«Sí, es lo que pensaba», asintió la shek, observando, con cierta curiosidad, cómo su prisionero volvía a transformarse en un simple muchacho humano.

—Soy... soy Jack —murmuró él, antes de perder la conciencia de nuevo.

Seguía encadenado en aquella estrecha y oscura cueva.

Seguía sin entender qué había pasado, pero el odio iba calmándose, poco a poco, y también el dolor físico que le producía la herida del pecho.

Ahora otra cosa lo atormentaba, y era la soledad.

Echaba de menos a alguien. Desesperadamente. Tanto que sin ella se sentía muerto, vacío y tan frío como el corazón de la serpiente que lo había capturado. Tenía la horrible sensación de que la había perdido para siempre, y sólo por eso habría querido morir.

Pero no moría. O tal vez ya estuviera muerto. Alzó la cabeza y miró a la shek.

—¿Dónde estoy?

«Has tardado en preguntarlo —observó ella—. Claro que los de tu especie nunca han sido demasiado listos que digamos.

—¿Dónde estoy? —repitió él.

«No estás en ningún lugar de Idhún.» —Entonces, ¿estoy en la Tierra?

«Tampoco.»

Sacudió las cadenas, irritado.

—¡No te he preguntado dónde no estoy!

«Ah, no lo entiendes. En estos momentos, para ti es mucho más importante saber dónde no estás. ¿No te das cuenta?»

El muchacho reflexionó un momento, ceñudo.

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