Authors: Laura Gallego García
Las noticias que traía eran excelentes: Jack había conectado, por fin, con su esencia de dragón, y Victoria había comenzado a consagrar a más magos. La propia Kimara era prueba de ello. De hecho, al detectar en ella el poder entregado por el unicornio, Qaydar había parpadeado, emocionado, y los ojos de Allegra se habían llenado de lágrimas.
Pero una vez pasada la euforia inicial, era inevitable que la gente empezara a hacer preguntas. En privado, Kimara había contado a Allegra y Alexander cosas que no había revelado a los demás. Por ejemplo, que Jack y Victoria acudían al encuentro de Ashran. Y que Kirtash los acompañaba.
—Es una locura —había dicho Alexander, sacudiendo la cabeza.
—Yo confío en ellos —replicó Kimara simplemente.
Sin embargo, ahora todo parecía indicar que Ashran había decidido que los rebeldes de Nandelt eran más importantes que su búsqueda en el sur. Y nada debería ser para él más importante que la destrucción de los héroes de la profecía.
—Tampoco hay que olvidar —prosiguió Covan— la razón por la cual están organizando un ejército.
—Nosotros —dijo Denyal con voz queda—. Van a atacarnos con todo lo que tienen.
—¿El escudo resistirá? —preguntó Alexander.
Harel, el silfo, clavó en ellos sus negros ojos almendrados e hizo vibrar suavemente sus alas.
—Resistirá —respondió—. Pero no es tan fuerte en Nurgon como en otros lugares. Los árboles no están muy crecidos. La bóveda vegetal no se ha cerrado del todo. En estas ruinas, la vegetación no cubre la tierra, y es aquí donde el escudo de Awa es más vulnerable.
—No será necesario aguardar mucho. Sólo hasta que regresen Jack y Victoria.
Percibió una huella de duda en los rostros de todos. No obstante, sólo Kestra se atrevió a expresarla en voz alta.
—Esta rebelión estaba condenada desde el principio —dijo, malhumorada—. ¿Cómo confiar a unos niños el futuro de todo Idhún?
—No son unos niños —intervino Kimara; sus ojos llameaban—. Son un dragón y un unicornio. Harías bien en recordarlo.
Alexander alzó las manos para poner orden, pero en aquel momento se oyeron exclamaciones de sorpresa provenientes de las murallas, donde los vigías oteaban el horizonte.
—¡Pájaros haai! —Se oyó desde lo alto la voz de Rawel, el hijo de Rown y Tanawe—. ¡Emisarios celestes!
Kimara se incorporó de un salto y levantó la cabeza. Sus ojos de fuego se clavaron en el cielo rojizo del primer atardecer.
—No es posible —murmuró.
Trepó por la escalera que habían levantado para acceder a lo alto de la muralla. Alexander la imitó, y pronto todos los miembros del consejo rebelde se reunían con los vigías y oteaban el cielo con ellos.
Y lo que vieron los dejó sin aliento.
Dos pájaros haai se acercaban desde el sur, y sus plumas doradas relucían bajo la luz del primer crepúsculo. Y los sheks que patrullaban los cielos sobre Nurgon, buscando siempre una manera de traspasar el escudo que protegía la Fortaleza, se retiraban a su paso.
—¿Quiénes son? —preguntó Covan, tratando de distinguir a las figuras que los montaban—. ¿Por qué los sheks los dejan pasar?
Sólo los celestes podían llamar a los pájaros haai. Normalmente los sheks no los molestaban. Pero tampoco habrían permitido el paso de un celeste cualquiera.
—¿El Padre? —murmuró Tanawe.
—No —dijo Alexander, con la boca seca—. Son ellos.
Allegra y Kimara entendieron inmediatamente. La semiyan dejó escapar una exclamación ahogada.
—No puede ser —dijo el Archimago—. Los habrían matado. Pero no, ahí estaban los sheks, suspendidos en el aire sobre sus poderosas alas, manteniendo una distancia respetuosa entre ellos y las aves de los recién llegados. Una sospecha atenazó el corazón de Alexander corno una garra de hielo. Allegra reaccionó.
—¡Hay que dejarlos pasar!
—¿Y si es una trampa? —objetó Denyal.
Alexander no respondió. Los pájaros estaban cada vez más cerca. Los sheks los miraban, a distancia, sin interponerse entre ellos y su destino. Harel, el silfo, dejó sonar su voz en una especie de cántico. Hubo un breve movimiento en las copas de algunos árboles. El aire se onduló apenas un momento. Sólo los magos y los propios feéricos podían percibirlo, pero las hadas habían abierto una brecha en el escudo lo suficientemente amplia como para permitir el paso a los pájaros haai.
Alexander seguía con la vista clavada en las aves. Las vio atravesar el escudo sin problemas; distinguió entonces a Shail y Zaisei montados en uno de ellos, y el corazón se le llenó de alegría.
Pero en el otro pájaro montaba Victoria... y estaba sola.
—No... —murmuró.
Las aves aterrizaron con elegancia en el patio, ante él. Zaisei ayudó a Shail a descender. Victoria lo hizo sola.
Alexander corrió hacia ella. Iba a abrazarla, pero su expresión seria lo detuvo a pocos pasos de la muchacha. Había algo en su rostro que lo llenó de inquietud. Victoria estaba tranquila y serena..., pero sus ojos transmitían algo extraño, una mirada tan intensa que le dio escalofríos.
—Victoria, ¿qué...? —empezó, pero no pudo acabar—. ¿Dónde está Jack? —preguntó, dando una mirada circular.
Shail y Zaisei desviaron los ojos. Se quedaron rezagados mientras Victoria se adelantaba unos pasos. Mirando a Alexander sin que variara un ápice la expresión de su rostro, la joven extrajo una espada de la vaina que llevaba prendida al cinto. Y se la entregó a Alexander.
El líder de la Resistencia no la reconoció, al principio. No parecía más que una espada corriente. Muy bella y bien trabajada, cierto, pero sin el brillo sobrenatural de las espadas legendarias.
Entonces vio la empuñadura con forma de dragón, se fijó mejor en los detalles, y comprendió.
Anonadado, volvió a mirar a Victoria. El rostro de ella seguía inexpresivo.
—No —dijo—. Dime que no es posible.
Victoria ladeó la cabeza. Pero no dijo nada.
Todavía sin creer lo que estaba sucediendo, Alexander tomó a Domivat entre sus manos. Era la primera vez en su vida que lo hacía. Y la sintió fría y desalentadoramente muerta.
—No es posible —repitió.
Alzó la cabeza para mirar a sus amigos. Shail y Zaisei tenían los ojos llenos de lágrimas. Pero Victoria seguía impasible.
Alexander sintió cómo sus propios ojos se empañaban cuando asumió lo que aquello significaba. Rechinó los dientes, furioso, oprimió con fuerza la empuñadura de Domivat, hasta que se hizo daño. Multitud de imágenes acudieron a su mente, imágenes de Jack, del niño que había sido, del joven que había partido de su lado semanas atrás en busca de sí mismo. Revivió el instante mágico en que había recogido a aquel dragoncito tembloroso que apenas acababa de salir del huevo. Ya nunca podría verlo volar.
Cuando comprendió esto, la ira sacudió sus entrañas y salió al exterior con la violencia de un volcán. Alexander echó la cabeza atrás y lanzó un grito de rabia, un grito que finalizó con un aullido y que se desparramó sobre los restos de la Fortaleza de Nurgon.
—Los sheks se retiran —informó Denyal—. También las tropas de Kevanion han decidido romper el asedio o, al menos, eso es lo que parece.
Alexander no respondió. Seguía sentado en las almenas, con Domivat sobre su regazo, mirándola casi sin verla. Shail estaba a su lado. Sobre ellos brillaban dos de las tres lunas de Idhún; Erea estaba nueva aquella noche.
—Es por Victoria —dijo el mago con suavidad—. Saben que está aquí. No quieren hacerle daño.
—¿Por qué razón?
—Porque... —Shail vaciló.
—...porque la profecía ya no va a cumplirse —completó Alexander de pronto—. Así que ya no tiene sentido acabar con el último unicornio del mundo. La protegerán, si es necesario, para que la magia no muera.
Denyal parpadeó, perplejo.
—Podrían haber pensado en eso antes de acabar con el resto de su raza —comentó.
Shail suspiró.
—Creo que hay algo más —dijo, pero no dio detalles.
Había visto el dolor en el rostro de Christian al despedirse de Victoria. Todavía sentía algo por ella, y sin duda haber matado al último dragón merecía una recompensa por parte de Ashran. La vida de Victoria a cambio de la vida de Jack. Incluso a distancia, Christian seguía protegiéndola.
Pensar en el shek hizo que la rabia lo ahogara de nuevo. El muy bastardo lo había hecho, había matado a Jack. Ni todo el amor que sentía por Victoria podía cambiar esa circunstancia.
—La profecía ya no va a cumplirse —repitió Alexander, perdido en sus pensamientos—. Todo ha sido inútil, una pérdida de tiempo, todo nuestro esfuerzo no ha servido para nada. Jamás derrotaremos a Ashran.
Sobrevino un tenso silencio, hasta que Denyal dijo:
—Entonces deberíamos rendirnos. Alexander lo miró.
—A nosotros nos ejecutarán a todos, por supuesto —prosiguió Denyal, desviando la mirada—, pero si... deponemos las armas ahora, tal vez salvemos a todos aquellos que no iban a luchar. A los artesanos, a los refugiados... a los niños como Rawel. Si nos rendimos ahora, los sheks los perdonarán.
Alexander seguía mirándolo, sin decir nada.
—¿Es cierto eso? —preguntó Shail con suavidad—. Sin la profecía, ¿no nos queda nada?
Nadie respondió. No era tina buena señal.
Allegra salió entonces a las almenas para reunirse con ellos. Kimara la seguía, como siempre. Aunque ocultaba su rostro, como era costumbre entre los yan, los demás apreciaron que sus ojos aparecían hinchados de tanto llorar.
—He hablado con ella —dijo el hada sin rodeos—. Está... distinta.
Alexander miró a Kimara y recordó la expresión impávida de Victoria.
—No parece que le haya afectado mucho la pérdida —comentó, con algo de rencor.
—Le ha afectado mucho más de lo que piensas —murmuró Shail.
Allegra titubeó.
—Me da miedo —dijo solamente, en voz baja.
Estas tres palabras hicieron reaccionar a todos los presentes.
—¿Miedo? —repitió Alexander, como si no hubiera oído bien.
Allegra dudó un momento antes de añadir:
—He criado a esa niña, la he visto crecer. Sus ojos siempre han estado llenos de luz. Pero ahora... la luz de sus ojos se ha apagado, como la espada de, Jack. Y, sin embargo, sigue sin ser la mirada de una muchacha humana. Ahora sus ojos emanan una oscuridad tan profunda que no puedo penetrarla, que no comprendo y que me da escalofríos.
—Oscuridad —repitió Shail, conmocionado.
—Vosotros no lo entendéis, porque no podéis ver la luz del unicornio —prosiguió Allegra—. Pero cualquier feérico se daría cuenta. —Se estremeció—. Y también cualquier shek.
—¿Cómo podemos ayudarla?
Allegra iba a responder, pero se interrumpió cuando la propia Victoria salió al exterior y se acercó a ellos. Se detuvo ante Alexander, pero antes dirigió una larga mirada a Kimara. Ella la correspondió y, por un momento, todos pudieron intuir el lazo que las unía. En el rostro de Victoria se apreció un fugaz gesto de cariño, pero fue tan breve que Allegra creyó que lo había imaginado.
Kimara sí lo vio. Le sonrió, nerviosa, detrás del paño que cubría parte de su rostro. También ella se sentía muy unida al unicornio que le había entregado la magia; pero aquella joven que se alzaba ante ella era diferente a la Victoria que había conocido. Detrás de su calma impasible había algo que le daba escalofríos. Kimara retrocedió un paso, temblando.
Victoria volvió a centrar su atención en Alexander.
—Quiero hablar contigo a solas —dijo con suavidad.
Por alguna razón, nadie se atrevió a llevarle la contraria. Se apresuraron a abandonar las almenas y volvieron a bajar por las escaleras en dirección al patio. Shail y Allegra cruzaron una mirada inquieta, pero acabaron por marcharse también.
—Ya estamos a solas —dijo entonces Alexander.
Victoria asintió.
—Voy a marcharme pronto —anunció.
Alexander sabía lo que eso implicaba: si Victoria abandonaba la Fortaleza, las tropas de Ashran volverían a atacar. No es taba seguro de que la muchacha fuera consciente de ello, pero de todas formas no se lo dijo.
—¿Adónde quieres ir?
—A buscar a Christian.
El rostro de Alexander se contrajo en una mueca de odio.
—No lo llames así —siseó—. Sigue siendo Kirtash, una maldita serpiente asesina. La misma condenada serpiente que ha matado a Jack. Por si lo habías olvidado.
Se arrepintió enseguida de haber pronunciado aquellas palabras tan duras. Recordó que Victoria había estado profundamente enamorada de Jack. Pero costaba tenerlo en cuenta; La expresión de ella seguía siendo impasible, y Alexander se preguntó, inquieto, si la joven habría decidido pasarse al bando de Ashran... con Kirtash, a quien todavía llamaba « Christian».
Oscuridad, había dicho Allegra. Se estremeció.
La pregunta de ella, sin embargo, lo sorprendió:
—¿Vas a venir conmigo?
—¿Contigo? ¿Contigo y con Kirtash?
Victoria movió la cabeza, lentamente.
—Conmigo —explicó—. Para matar a Christian.
Aquellas palabras impactaron a Alexander de la misma forma que, días atrás, habían impactado a Shail. La miró de nuevo; sí, le duele, le duele de verdad la muerte de Jack, pensó. Pero a él, a Alexander, también le dolía. Y no podía evitar pensar que, en parte, era culpa de Victoria.
—Pudiste haberlo matado hace mucho tiempo —le reprochó—. Si lo hubieras hecho entonces, Jack seguiría con vida.
—Lo sé —respondió Victoria con suavidad.
Pero no dijo nada más. Sólo se quedó mirándolo, esperando a que hablara.
—¿Qué? —preguntó Alexander, brusco. —¿Vas a venir conmigo? —repitió ella.
Alexander inspiró hondo. Aquello era una locura. La muchacha que tenía ante sí parecía Victoria, pero se comportaba de una forma muy extraña. Y Allegra tenía razón: había algo en su mirada que daba escalofríos.
«Puede ser que la juzgara mal —pensó—. Puede ser que la muerte de Jack la haya trastornado.»
De todas formas, el mensaje estaba claro. Victoria buscaba venganza. Alexander se sorprendió a sí mismo pensando: «Pero sentía algo tan intenso por Kirtash...».
Sacudió la cabeza y volvió a mirarla. Y echó de menos a la niña inocente que había sido. Victoria había crecido, había madurado. Y, sin embargo, Alexander no estaba seguro de que le gustara el cambio.
«Pero la profecía ya no va a cumplirse...», pensó, de pronto. ¿Era ése el camino? ¿La venganza? Alexander se encontró a sí mismo apretando los dientes, deseando con todas sus fuerzas volver a toparse con Kirtash, tener la oportunidad de matarlo con sus propias manos.