Authors: Laura Gallego García
Y ahora Hor-Dulkar, el más poderoso señor de la guerra, aquel que se había ganado por la fuerza el dominio sobre los Nueve Clanes, se aliaba con uno de los últimos caballeros de Nurgon.
Hor-Dulkar había tenido que hacer frente no sólo al descontento general, sino incluso a un desafío abierto. Kar-Yuq, el líder del clan Kar, que le debía lealtad, lo había retado a un duelo cuerpo a cuerpo. El que ganase pasaría a ser señor de la guerra de todos los Shur-Ikail.
Pero Hor-Dulkar no era el jefe de los clanes por casualidad. Se deshizo de Yuq sin grandes problemas. Después de eso, nadie más se atrevió a desafiarlo.
Las noticias que fueron llegando desde Nandelt mejoraron el ánimo de los guerreros.
El príncipe Alsan había atacado el puente de Namre. Un shek había caído en la batalla.
El príncipe Alsan había recuperado lo que quedaba de la Fortaleza, ahuyentando a la mismísima Ziessel.
El príncipe Alsan había rechazado el primer ataque del ejército de Dingra.
Los sheks preparaban un ataque a Nurgon; si lo llevaban a cabo, lo más probable era que aquél fuese el principio del fin de la rebelión. Pero aquel príncipe Alsan, que había regresado, según se decía, de otro mundo, estaba peleando con arrojo y una audacia que hacía palidecer de vergüenza a los fieros bárbaros de Shur-Ikail. Algunas mujeres empezaron a decir que el príncipe Alsan de Vanissar era más osado que cualquiera de los guerreros de los clanes, que toleraban la presencia de la bruja gobernando en Kazlunn y se dedicaban a pelear entre ellos sin atreverse a plantar cara a los sheks.
De modo que cuando Hor-Dulkar anunció que aquel príncipe Alsan era digno de cabalgar junto a los clanes de los Sur-Ikail, pocos guerreros le llevaron la contraria.
Y así, después de muchos siglos de luchar entre ellos, los clanes volvían a reunirse. Los mensajeros de Nurgon habían propuesto a Hor-Dulkar que guiara a sus guerreros a través de Shia, para después invadir Dingra por el oeste. El ejército de Kevanion, que ahora cercaba Nurgon, sería atacado por la retaguardia, tendría que retroceder para defender sus fronteras. Probablemente los sheks permanecerían cerca de Nurgon, pero las tropas del rey de Dingra se verían obligadas a retirarse.
El señor de la guerra había aceptado el plan de buena gana. Ahora estaban ya casi preparados, acampados en los márgenes del río, aguardando a que el último de los clanes se uniera a ellos. El Clan de Uk habitaba en las estepas del noroeste, en los confines de Shur-Ikail, y era lógico que tardaran un poco más. Pero Hor-Dulkar, impaciente, subía todas las mañanas a las colinas para ver si veía llegar al grupo de Uk-Rhiz por el horizonte. Mujer tenía que ser, mascullaba para sí.
Aquel día lo despertaron los guardias antes de que saliera el primero de los soles.
—Una mujer desea verte, gran Hor-Dulkar —le dijeron.
El bárbaro soltó un juramento por lo bajo.
—¿Y a qué vienen tantos remilgos? Dile a Rhiz que pase. Hay confianza, ¿no?
—No se trata de Uk-Rhiz. —El bárbaro bajó la mirada, avergonzado. Hor-Dulkar se dio cuenta de que temblaba como un niño, de que su piel listada había palidecido de miedo... pero, curiosamente, sus mejillas se habían teñido de un extraño rubor—. Es la bruja —añadió en voz baja—. La bruja de la Torre de Kazlunn. Dice que quiere hablar contigo.
Dulkar frunció el ceño y se echó la capa de pieles por encima de los hombros, sin una sola palabra.
—¡No hables con ella! —exclamó de pronto el centinela, temblando—. ¡No la mires a los ojos! ¡Es una hechicera!
—¿Desde cuándo los encantamientos tienen poder sobre un Shur-Ikaili? —gruñó Dulkar—. ¡Hemos vivido durante siglos a los pies de la Torre de Kazlunn! Que no se diga que el Señor de los Nueve Clanes tiene miedo de un hada, por muy bruja que sea...
El centinela desvió la mirada, sin osar contradecirle.
Hor-Dulkar salió de la tienda. La luz de las lunas iluminó su imponente figura.
La hechicera había venido sola. La escoltaban dos bárbaros, que se mantenían a una prudente distancia. El Señor de los Nueve Clanes se preguntó qué significaría eso. ¿Era un alarde de fuerza? ¿Estaba tan segura de su poder que no necesitaba acompañamiento? ¿Venía con intención de parlamentar, y el hecho de acudir sola era una prueba de su buena fe? ¿O tal vez había viajado en secreto, a espaldas de Ashran?
Dulkar no lo sabía. Titubeó un instante, pero se rehízo enseguida y se enderezó.
—¿Eres tú la bruja de la Torre de Kazlunn? —le preguntó, con voz segura y potente.
Ella avanzó un par de pasos. La luz de las lunas bañó su rostro.
—Soy la Señora de la Torre de Kazlunn —dijo con voz aterciopelada—. Pero tú, poderoso Señor de los Nueve Clanes, puedes llamarme Gerde.
Algo se agitó en el interior del enorme bárbaro. La brisa nocturna le hizo llegar la embriagadora fragancia de la maga. Sintió el urgente deseo de verla con más detenimiento; el timbre de su voz todavía resonaba en sus oídos como un canto de sirena cuando le tendieron una antorcha y la alzó ante él para contemplar a Gerde a su cálida luz.
El hada sonrió con dulzura y le dedicó una caída de sus larguísimas pestañas. Vestía, como era su costumbre, con ropas ligeras, muy ligeras. En esta ocasión llevaba los hombros al descubierto, y su cabello aceitunado los acariciaba con suavidad y resbalaba por su espalda hasta más allá de su esbelta cintura.
Hor-Dulkar sintió la garganta seca. Se esforzó por controlarse. No era ningún jovenzuelo; había conocido a muchas mujeres, y encontraba mucho más atractivas a las Shur-Ikaili, de fuertes músculos, generosas curvas y carácter indomable, que aquella hada tenue y delicada como un junco, con aquellos extraños ojos tan profundos que le daban escalofríos. Y, sin embargo, había algo en ella que le resultaba irresistible.
Trató de sacarse aquellos pensamientos de la cabeza.
—¿A qué has venido?
—Deseo parlamentar contigo, oh, Señor de los Nueve Clanes —respondió ella—. Es mi deseo, y el de mi señor, Ashran, que formemos una alianza. Kazlunn, Drackwen y Shur-Ikail. El más poderoso hechicero que existe con el más grande de los señores de la guerra.
—No pactamos con hechiceros, bruja —replicó el bárbaro con orgullo; pero Gerde detectó un leve temblor en su voz y sonrió.
—Tal vez desearías que lo discutiéramos con más calma. —Hizo una pausa y le dedicó una de sus más sugerentes sonrisas—. A solas.
Dulkar inspiró hondo, pero con ello sólo consiguió quedar aún más atrapado en el delicioso aroma de Gerde. Volvió a mirarla. Era una feérica, tenía la piel de un ligerísimo color verde, sin las vetas pardas que eran características de la raza de los Shur-Ikaili, y que los distinguían de los demás humanos de Nandelt. Y parecía tan frágil... que daba la sensación de que podría quebrarse en cualquier momento.
Tragó saliva. Nunca había visto una mujer como aquélla. Quería tenerla cerca. Cuanto antes.
—Nada me hará cambiar de opinión, bruja —le advirtió; no podía dejar de mirarla—. Pero te escucharé. Pasa y hablaremos.
Le franqueó la entrada a su tienda con un amplio gesto de su mano. Gerde sonrió. Cuando pasó junto a él, sus cuerpos se rozaron apenas un breve instante. El Señor de los Nueve Clanes se apresuró a cerrar la entrada de la tienda tras ellos.
El Clan de Uk llegó al campamento poco después del tercer amanecer. Uk Rhiz entró al galope, seguida de su gente, lanzando el característico grito de guerra de los Shur-Ikaili.
Se sorprendió un poco al ver que Hor-Dulkar no acudía a recibirla. Divisó a lo lejos al jefe del clan de Raq.
—¡Que Irial sea tu luz en la batalla, hermano! —saludó, de buen humor—. ¿Dónde anda Hor-Dulkar? ¡Suponía que estaríais ya listos para partir, panda de vagos!
—El Señor de los Nueve Clanes ha cambiado de idea —repuso el bárbaro con seriedad.
Rhiz se quedó helada.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco?
—No cuestiones las decisiones del señor de los Shur-Ikaili, Uk-Rhiz —le advirtió el jefe de los Raq.
Rhiz no respondió. Dio orden a su gente de que la aguardaran un momento y, sin desmontar siquiera, cabalgó hasta el centro del campamento, donde estaba situada la tienda de Hor-Dulkar.
Cuando llegó, el bárbaro ya salía a recibirla. Rhiz había esperado encontrarlo preparado para la batalla, con el caballo ensillado y las armas a punto; pero la larga cabellera de Dulkar seguía sin peinar, y le caía por la espalda desnuda. Rhiz contempló, muy seria, al hombre que se alzaba ante ella, seguro de sí mismo y orgulloso, pero aún a medio vestir. Ningún Shur-Ikaili, y mucho menos un Señor de los Nueve Clanes, estaría todavía vía así después del tercer amanecer. Sobre todo teniendo en cuenta que se avecinaba una batalla.
—Señor de los Shur-Ikaili —murmuró la mujer, cautelosa. Acabo de llegar con mi gente para poner nuestras armas a tu servicio. Hemos acudido a tu llamada. Pelearemos con los Clanes a favor del príncipe Alsan de Vanissar, como nos ordenaste.
—No, Rhiz —sonrió Dulkar—. Ya no pelearemos con los hombres de Nandelt. Baja del caballo y ponte cómoda. Aún tardaremos varios días más en ponernos en marcha.
Rhiz se irguió y frunció el ceño. Intentó dominar su cólera. El Clan de Uk había cabalgado largo tiempo para llegar hasta allí. Debían lealtad a Hor-Dulkar, pero ella era también una señora de la guerra, y tenía su orgullo. Respiró hondo y trató de tragárselo.
—¿Puedo preguntar la razón?
Dulkar sonrió de nuevo. En esta ocasión fue una sonrisa exultante, tanto que hasta hizo aparecer en su rostro una cierta expresión estúpida. «Como un mocoso que se hubiera enamorado por primera vez», se dijo Rhiz, desconcertada.
—Tenemos nuevos aliados —respondió el Señor de los Nueve Clanes.
Fue entonces cuando Rhiz descubrió a Gerde junto a él.
El hada se había apoyado indolentemente en el poste de la tienda, en una postura que marcaba más aún la delicada curva de su cadera. Iba aún más ligera de ropa que cuando se había presentado ante Dulkar, momentos antes del primer amanecer. Su cabello estaba un poco más revuelto. Y el poderoso señor de la guerra rodeaba sus hombros en actitud posesiva. Rhiz comprendió al instante lo que había sucedido.
«Bruja», pensó, pero se mordió la lengua. Gerde se incorporó un poco y apoyó la cabeza en el ancho pecho del bárbaro. Ronroneó como una gatita y sonrió dulcemente cuando le dijo a la mujer:
—Bienvenida a los Clanes, Uk-Rhiz. Eras la única que faltaba. Rhiz entendió enseguida la insinuación. Conocía la fama de Gerde, sabía el poder que ejercía sobre los hombres.
Los señores de los ocho Clanes restantes eran todos hombres. Ella era la única mujer.
Y la única que faltaba. La única a la que el hechizo de Gerde no podía doblegar. Pero si se rebelaba contra la actual situación, los demás Clanes se volverían contra ella.
Apretó los puños. Tal vez pudiera reunir al resto de mujeres de los Clanes para echar a la bruja del campamento, pero requeriría tiempo. Respiró hondo.
—También yo me alegro de estar con los Clanes —murmuró—. Que la luz de Irial nos guíe hasta la victoria.
—Que Wina bendiga la tierra que pisas —respondió Gerde con una encantadora sonrisa.
La pareja volvió a desaparecer en el interior de la tienda.
Y Rhiz se quedó allí, plantada, temblando de rabia y de impotencia, preguntándose dónde había ido todo el poder y la fuerza de los Clanes de Shur-Ikail, y cómo era posible que aquella mujer los hubiera derrotado antes incluso de presentar batalla.
—Los informes de nuestros espías contradicen las palabras de esa joven, Alsan —dijo Covan—. En las últimas horas se ha reunido un buen número de sheks en Vanissar, convocados por Eissesh. Parece como si hubieran dado por finalizada su búsqueda en el sur.
Alexander asintió, pensativo.
Había convocado a su gente en lo que antaño había sido el vestíbulo de la Fortaleza, y del que ahora no quedaban más que tres paredes y media bóveda. Allí habían habilitado una mesa de reuniones improvisada. A su alrededor, albañiles y voluntarios diversos trabajaban para volver a levantar las murallas de Nurgon.
—Los sheks acuden a nosotros desde el sur —dijo Tanawe en voz baja—; eso significa...
—No significa nada —cortó Allegra, enérgica—. Nada en absoluto.
Pero estaba temblando.
Alexander seguía sin hablar. Paseó la mirada por los rostros de los asistentes al consejo. Allegra, el Archimago, Denyal, Tanawe y Rown, Kestra, Covan y Harel, el silfo portavoz de los feéricos del bosque de Awa.
En un rincón, apoyada contra el muro, se alzaba una figura que ocultaba su rostro tras un paño. Sus inquietantes ojos rojizos también estudiaban a los presentes. Alexander sabía que muchos de ellos no confiaban en la muchacha. A pesar de ser mestiza, sus rasgos yan resultaban demasiado extraños para aquellos que nunca se habían aventurado más allá de Nandelt.
Alexander se volvió hacia ella:
—¿Cuándo supiste de ellos por última vez, Kimara? —preguntó.
—Hace quince días —respondió ella; hablaba rápida y enérgicamente—. Salieron de Kash-Tar y entraron en Celestia. Los vieron cerca de Vaisel.
—Ya deberían haber llegado aquí —murmuró el Archimago.
Kimara y Alexander cruzaron una rápida mirada.
La llegada a Nurgon de la semiyan, apenas un par de días antes, había supuesto un rayo de esperanza para los rebeldes. Tras cruzar todo Celestia, Kimara había recibido en Rhyrr noticias de la reconquista de Nurgon. Los comerciantes que venían de Nandelt contaban que los sheks, por medio de los ejércitos de los reyes de Dingra, Vanissar y Raheld, habían puesto sitio a las ruinas de Nurgon. Que los pocos caballeros que quedaban habían pactado con los feéricos para expandir el bosque más allá del río. Que la Fortaleza estaba ahora protegida por un impresionante manto vegetal, que resultaba casi tan inexpugnable como el bosque de Awa.
Y que al mando de los rebeldes estaban el príncipe Alsan de Vanissar y la maga Aile Alhenai, antigua Señora de la Torre de Derbhad.
Siguiendo las instrucciones de Jack, Kimara se dirigía a Vanissar; pero aquellas nuevas le hicieron cambiar de rumbo.
Y allí estaba, en Nurgon, un mes después de haberse separado de Jack y Victoria. Los feéricos la habían dejado entrar en el bosque, como a todos aquellos que les pedían asilo. Kimara se había sentido al principio atemorizada por la inmensidad de Awa, aquel lugar fresco, húmedo y rebosante de vida y color, tan diferente del desierto donde se había criado. Pero no había olvidado su misión, y las hadas la acompañaron hasta la Fortaleza para que pudiera entregar su mensaje.