Authors: Laura Gallego García
—Me quedaré contigo —dijo ella con suavidad.
Shail no habló, pero la miró largamente.
Recordaba el día en que se conocieron, con tanta claridad que le hacía daño.
Kirtash lo había enviado a Idhún a través de la Puerta, salvándolo de Elrion. Le costó bastante entender lo que había su cedido. Se había interpuesto entre Victoria y aquel mago chiflado para salvar la vida de la muchacha, había estado a punto de morir por ella, simplemente porque había escuchado todo lo que Kirtash le había dicho y había comprendido, en aquel mismo instante y con claridad meridiana, que su pequeña Victoria era Lunnaris, el unicornio que había estado buscando. No fue instintivo: acababa de encontrar a Lunnaris y no iba a permitir que Elrion se la arrebatara, de modo que saltó para interceptar su ataque mágico.
Debería haber muerto, pero se encontró de pronto, solo y muy desconcertado, en el bosque de Alis Lithban. Cuando comprendió, o creyó comprender, lo que había sucedido, huyó a la Torre de Kazlunn, amparándose en la noche y evitando a las serpientes, en un viaje oscuro e incierto.
Por el camino se había encontrado con Zaisei.
La joven sacerdotisa iba hacia Kazlunn en una especie de misión diplomática. Había realizado ya varios viajes como emisaria entre el Oráculo y la torre de los hechiceros; normalmente los sheks no se fijaban en ella, ya que por lo general ignoraban a los celestes como si no existieran. No constituían una amenaza para ellos, eran inofensivos y, por tanto, los dejaban vivir en paz.
Zaisei había hecho descender a su pájaro dorado para descansar un poco, y Shail, agotado y desesperado, había estado a punto de atacarla para robarle su montura. Había saltado sobre ella desde la oscuridad y a traición, pero la mirada de sus ojos violáceos lo había aplacado al instante. Había que ser muy canalla para hacer daño a un celeste.
Juntos prosiguieron el viaje hacia Kazlunn, y estuvieron a punto de no llegar. Porque, aunque los sheks ignorasen a Zaisei, un mago renegado era otra cosa muy distinta, y la simple presencia de Shail ponía en peligro la misión de la sacerdotisa. Ambos lo sabían y, sin embargo, continuaron juntos, hasta el final. ¿Por qué? Tal vez por el mismo motivo por el cual seguían juntos ahora, se dijo Shail, y el corazón se le aceleró por un instante. Al llegar a la Torre, y sobre todo más tarde, al regresar él a la Tierra, se había puesto de manifiesto que las diferencias entre ambos, un mago y una sacerdotisa, constituían un muro tal vez insalvable. Pero el caso era que ahora seguían juntos.
—Soy estúpido —murmuró.
—¿Por qué dices eso?
—Quise ser el maestro de Victoria, enseñarle muchas cosas. Y, sin embargo, soy yo quien debería haber aprendido de ella.
Zaisei rió suavemente. Pero era una risa nerviosa. Tal vez porque percibía la intensidad de la mirada de Shail e intuía lo que le pasaba por dentro.
—Victoria sentía algo muy profundo por Jack y por Kirtash —prosiguió el mago—. Era una locura, no podía salir bien, y ella misma tampoco lo entendía. Pero se dejó guiar por su corazón. Actuó en consecuencia, y me pareció bien. Durante un tiempo funcionó, mantuvo unida a la Resistencia, atrajo a Kirtash a nuestro bando. Ella sola, con la fuerza de su corazón, de sus sentimientos, dio los primeros pasos hacia el cumplimiento de la profecía, mucho antes de que cualquiera de nosotros supiera siquiera que un shek estaba implicado en ella. Defendió su amo, por los dos contra viento y marea. Ha sido muy valiente. Y yo debería haber aprendido eso de ella, debería haber aprendido que no importa lo difícil que pueda parecer una relación; lo que realmente importa es la sinceridad de nuestros sentimientos. N yo... nunca te lo he dicho, Zaisei, porque siempre pensé que éramos demasiado diferentes, que no podía funcionar. Lo pensé incluso después de haber asistido a algo tan insólito como el amor entre un unicornio y un dragón, entre un unicornio y un shek. Qué estúpido he sido.
—No sigas, Shail —susurró Zaisei, pero el mago no calló.
—Te quiero, Zaisei. Desde el primer instante en que te vi. Y tú lo has sabido siempre, pero también leías el miedo y la indecisión en mi mirada, y por eso callabas. Pero yo ya no puedo seguir dándole la espalda a esto por más tiempo.
Los ojos de la sacerdotisa se llenaron de lágrimas.
—No tengo nada que ofrecerte —concluyó Shail—. Sólo soy un mago tullido, he consagrado mi vida a una misión que ya no tiene ningún sentido, y pienso seguir cuidando de Victoria mientras sea necesario. Sé que la razón me dice que debo dejarte marchar, para que encuentres un futuro mejor en otro lado, un compañero digno de ti. Pero estoy viendo cómo Victoria se nos muere por dentro, he visto morir a Jack, un muchacho tan joven, tan valiente... —Se le quebró la voz, y tuvo que hacer un esfuerzo por proseguir—. Estoy viendo cómo se desintegra la Resistencia, cómo muere la magia en nuestro mundo. Tanta tristeza, tanta destrucción... y yo pretendía silenciar lo único hermoso que queda en mí. Puedes aceptarlo o rechazarlo, Zaisei, pero quería que supieras que ya no voy a negar más que siento algo muy especial por ti.
Zaisei cerró los ojos. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas... Cuando volvió a mirar a Shail, vio que él estaba muy cerca de ella, y le sonrió con dulzura. Fue la señal que el mago estaba esperando. La besó suavemente. Mientras lo hacía, se pregunto sintiéndose un poco estúpido, por qué había dejado pasar dos años desde la primera vez que había soñado con aquel momento.
Cuando entró de nuevo en la casa, un rato después, Victoria seguía sin moverse. Yacía de lado sobre la cama, con los ojos abiertos la mirada perdida y el rostro tranquilo, sereno como el mar calma. Todo su cuerpo estaba relajado, a excepción de sus dedos, que se crispaban en torno a la empuñadura de Domivat. La espada de fuego reposaba sobre el lecho, junto a ella. Shail se sentó a su lado y la miró, preocupado. Recordó lo que le había dicho a Zaisei momentos antes, cómo había decidido dejarse llevar por sus sentimientos e iniciar algo nuevo con ella. Pero ahora, contemplando a Victoria, tuvo miedo.
La joven unicornio había obrado de acuerdo con sus sentimientos. Y éstos la habían conducido directamente al desastre. Shail se preguntó por un momento si las cosas habrían sido diferentes de haber rechazado a Kirtash. Si Victoria hubiera optado por amar a Jack, y solamente a él...
Recordó el momento en el que Jack había tenido la oportunidad de matar a Kirtash en Limbhad, y no lo había hecho. Y ahora, Jack estaba muerto.
Shail apretó los puños. Por supuesto, ignoraba que, tiempo atrás, también Jack habría podido morir a manos del shek, y este había optado por perdonarle la vida. También olvidó que, sin Kirtash, jamás habrían podido regresar a Idhún. Sólo recordaba el instante fatal en el que la espada del hijo del Nigromante se había hundido en el cuerpo de Jack, separándolo de vida, y de Victoria, para siempre.
«No le sobrevivirá —pensó Shail, con rabia—. Y todo por culpa de esa condenada serpiente.»
—Lo siento, Vic —murmuró—. Kirtash me salvó la vida, y por eso creí que estabas a salvo con él. No se me ocurrió pensar en Jack, en que Kirtash intentaría matarlo tarde o temprano, ni que, si lo conseguía, te mataría a ti también. Perdóname. Su mirada se detuvo en los dedos de Victoria, cerrados en torno al pomo de Domivat. Descubrió que Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, todavía relucía en su dedo. Frunció el ceño y trató de quitárselo...
... pero el anillo reaccionó contra él y le hizo retirar la mano, con una exclamación de dolor.
—Maldito seas, Kirtash —siseó el mago, furioso—. Si Victoria muere, juro que te mataré con mis propias manos.
Y, entonces, Victoria se movió.
Shail pestañeó, sin terminar de creerse lo que había visto. Asistió, como en un sueño, al despertar de la muchacha, que con movimientos suaves y calmosos, se incorporó y contempló, la espada, con semblante inexpresivo.
Después, alzó la mirada hacia Shail. Su rostro seguía estando sereno. Sus ojos eran dos profundos pozos sin fondo que estremecieron cada fibra de su ser.
—Jack se ha ido, ¿verdad?
Shail parpadeó de nuevo, esta vez para contener las lágrimas. Aquellos días había llorado la muerte de Jack, pero había llegado a pensar que poco a poco lo iba superando. Ahora descubría que no era así. Simplemente, no terminaba de hacerse a la idea. Tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta y por fin pudo decir:
—Sí, Vic, se ha ido.
Quiso añadir algo más, pero no fue capaz. Victoria asintió como si hubiera esperado esa respuesta.
—Bien —dijo solamente.
En aquel momento, Zaisei entró en la casa, sonriendo. Pero vio a Victoria, y cuando ella se volvió para mirarla, la celeste ahogó un grito y retrocedió hasta la pared, temblando. Y Shail no pudo evitar preguntarse, inquieto, qué clase de sentimientos se ocultaban tras el semblante sereno de Victoria, y por qué Zaisei la miraba con aquella expresión de terror pintada en sus facciones.
Victoria no derramó una sola lágrima, ni aquella noche, ni las siguientes. Recuperó fuerzas lentamente, volvió a comer, y a caminar, y a dormir. Pero hablaba poco, y pasaba la mayor parte del tiempo sentada en el porche, en el mismo lugar donde Salí y Zaisei se habían besado por primera vez, con la mirada perdida, quieta como una estatua, aferrada a su báculo, que le devolvía poco a poco las energías que había perdido.
Shail trató de hablar con ella en alguna ocasión, pero apenas logró sacar nada en claro. La primera vez que le menciono a Jack, ella alzó la cabeza para mirarle a los ojos, sin perder aquella extraña calma, que al mago le parecía tan escalofriante.
—Pero él se ha ido —dijo Victoria.
Y Shail percibió, por debajo de su tono de voz, aparentemente sereno, una desolación tan vasta como el más árido de los desiertos y un dolor tan hondo como el más profundo de los océanos. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y tuvo que secárselas con la manga de la túnica.
—¿Por qué no lloras, Vic? —le preguntó—. ¿Acaso no le echas de menos?
Ella tardó un poco en responder. Cuando lo hizo, Shail deseó no haber preguntado nunca.
—Los muertos no pueden llorar —dijo Victoria con suavidad.
—Vic, tú no estás muerta —replicó el mago, con un escalofrío.
—No —concedió ella, y parecía algo desconcertada—. Pero tampoco estoy viva del todo. Dime, Shail, ¿acaso se puede vivir con medio corazón?
E1 joven no supo qué contestar a aquella extraña pregunta.
No hablaron más aquella noche. Shail tuvo que dejar a Victoria para atender a Zaisei, a quien encontró llorando en su habitación.
—No lo soporto más —sollozó ella—. Duele... oh, duele tanto... nunca me había sentido tan desgraciada.
Shail la acunó entre sus brazos y trató de consolarla lo mejor que pudo. Zaisei tardó un largo rato en calmarse.
—¿Es el dolor de Victoria lo que sientes? —le preguntó Shail en voz baja—. ¿Por qué tú puedes expresarlo y ella no?
La joven celeste tardó un rato en responder.
—La luz de los soles nos permite ver lo que hay a nuestro alrededor —explicó—. Pero si miramos fijamente a los soles, su luz nos ciega, y ya no podemos ver nada.
»Yo percibo los sentimientos de Victoria de la misma manera que tú percibes la luz de los soles. Sus sentimientos me afectan solo de lejos. En cambio, ella está tan cerca del corazón del dolor, está sufriendo tanto, que no encuentra la manera de expresarlo. No hay suficientes lágrimas, no existen palabras ni gestos que puedan reflejar todo lo que ella siente.
—No consigo imaginarme cómo puede ser eso —murmuró Shail, abatido.
Una noche, después del tercer atardecer, Victoria se puso en pie y caminó hacia la puerta, con el báculo a la espalda y Domivat prendida en su cinto, sostenida por una extraña y sombría fuerza interior.
Shail avanzó tras ella, preocupado.
—Vic, ¿estás bien? ¿Adónde vas?
—A buscar a Christian —respondió ella, con un tono de voz tan frío que Shail se estremeció.
—¿A Christian? ¿Para qué?
Ella le dirigió una breve mirada. Su voz no tembló, ni de notó odio, ni dolor, ni ningún tipo de sentimiento cuando dijo, como si fuera obvio:
—Para matarlo.
Shail se quedó sin aliento. Todos aquellos días había maldecido una y mil veces el nombre del shek, había imaginado que él mismo lo asesinaba para vengar a Jack, había soñado con reparar el error que había cometido al aceptarlo en la Resistencia. Pero oír aquellas palabras en boca de Victoria era algo muy diferente. Sacudió la cabeza.
—No. No, me niego. No voy a dejar que te enfrentes a él. Ella le dirigió una larga mirada. Una mirada que hizo retroceder al mago un par de pasos.
—No puedes impedírmelo —dijo, y no había desafío, ni rebeldía, ni rabia en su voz, sólo constataba un hecho evidente.
Shail tragó saliva, sintiéndose de repente muy pequeño en comparación con ella, como una brizna de hierba a los pies de un enorme árbol. Tenía razón. A fin de cuentas, Victoria era un unicornio, y Shail no era más que un simple humano.
Cuando comprendió esto, se sintió vacío de pronto. La pequeña Victoria, a quien había querido y cuidado como a una hermana menor, había dejado de serlo. Había asumido su auténtica naturaleza, y ésta la ponía muy por encima de cualquier humano, incluso de los magos, quienes, después de todo, debían sus poderes a los unicornios.
Lo intentó, de todos modos.
—Pero... es muy peligroso, Victoria. —El semblante de ella seguía siendo inexpresivo, y Shail comprendió que no iba por buen camino; cambió de estrategia—. Además, debemos regresar a Vanissar. Para contarle a Alexander todo lo que ha pasado. Creo que él debe saberlo por ti.
Victoria meditó sus palabras durante unos instantes. Después, para alivio de Shail, asintió, con lentitud.
El Clan de Hor se preparaba para la guerra.
Los guerreros, hombres y mujeres, afilaban las armas, preparaban los caballos y recogían sus cabelleras en el peinado ritual, al ritmo de los tambores que resonaban por toda la pradera.
No tardarían mucho en partir a la batalla.
Estaban impacientes porque, por primera vez en mucho tiempo, lucharían lejos de Shur-Ikail, de las praderas púrpuras que los habían visto nacer. Irían más allá de las tierras de los reyes, hasta los confines del bosque de Awa, a plantar cara a los sheks.
No había sido sencillo, sin embargo, reunir a los clanes para aquella campaña. Algunos guerreros decían que el gran Hor-Dulkar temía a la bruja de la Torre de Kazlunn, y por esta razón se rebajaba a aliarse con un príncipe de Nandelt. Todos sabían que los reyes de Nandelt se escondían detrás de grandes ejércitos porque tenían miedo de combatir cuerpo a cuerpo; y que en aquella Academia suya les enseñaban que en la guerra lo más importante era el honor y el deber, conceptos que eran motivo de burla para los bárbaros de Shur-Ikail. ¿De qué sirven el honor y la nobleza en una batalla? Los bárbaros solían decir que cualquier caballero de Nurgon temblaría de miedo ante la fuerza, la fiereza y el valor de un Shur-Ikail.