Authors: Laura Gallego García
—Llámala «serpiente» —sugirió éste, malhumorado.
—Entonces se llamaría Kirtash —dijo Victoria, casi riendo. En todo caso, tendríamos que llamarlo Kirtash junior.
Jack no captó el chiste, pero Christian le dedicó a la chica una media sonrisa. El pequeño shek los miraba, a unos y a otros con un brillo de inteligencia en los ojos.
—¿Entiende lo que decimos? —preguntó Jack, un poco inquieto.
—Todavía no, pero está aprendiendo-respondió Christian— Aún tardará un tiempo en averiguar cómo llegar a vuestras mentes. De momento, os está estudiando.
—Qué mal rollo —comentó Jack, con un escalofrío.
—Para comunicarse con vosotros, no para controlaros. Para comunicarse con Victoria, más bien. Imagino que, cuando crezca, lo único que se le ocurrirá hacer contigo es intentar matarte.
—Pues qué bien.
—No lo entiendo —intervino Victoria, alzando a la cría mirarla de cerca; ella clavó sus ojos tornasolados en los suyos, con un suave siseo, y la muchacha percibió sus débiles intentos por alcanzar su mente, corno los primeros balbuceos de un bebé—. ¿Ya odia a los dragones? ¿Tan jovencito?
—El odio a los dragones no es una cuestión de educación, de cultura, Victoria. No es algo que se nos enseñe cuando somos pequeños. Es parte de nosotros, igual que los dragones odian a los sheks. Es un impulso que nos lleva a luchar hasta la muerte unos contra otros, tan natural para nosotros como lo es beber cuando tenemos sed, o dormir cuando estamos cansados.
—Es horrible —opinó Victoria, sombría.
Christian no respondió. La chica lo miró.
—Llevas todo el día muy serio —le dijo—. ¿Hay algo que te preocupe?
Christian alzó la cabeza y les dirigió, a ambos, una mirada fría como el hielo.
—El instinto, precisamente. Me preocupa que nos matemos el uno al otro antes de llegar a nuestro destino.
No les habló de su sueño. No les dijo que, cada vez que se recordaba a sí mismo hundiendo su espada en el pecho de Jack, le hervía la sangre y tenía que hacer grandes esfuerzos para no llevar la mano a la empuñadura de Haiass. Había sido diferente, muy diferente a pelear contra aquel gólem en las heladas tierras del norte. Porque sabía que el gólem no era el verdadero Jack. Y, sin embargo, aquel sueño le había parecido tan real que había tenido la seguridad plena de que estaba matando al dragón. Y había disfrutado del momento.
Sabía que Jack también deseaba matarlo, pero Christian dudaba de que hiera consciente de la importancia de controlar aquel impulso asesino. Hasta la noche anterior, el shek había creído que él mismo podría dominar su instinto mucho mejor que Jack, que siempre le había parecido irritantemente irreflexivo.
Ahora, después de aquel sueño, ya no estaba tan seguro.
—¿Y no se puede hacer nada para evitarlo? —dijo Victoria.
Christian le dirigió una breve mirada. También él se lo había estado preguntando, y creía tener una respuesta.
—Tal vez —contestó enigmáticamente.
Se acercó a ella, y Victoria lo miró, interrogante, tratando de adivinar cuáles eran sus intenciones. Pero no se esperaba lo que sucedió a continuación: Christian la cogió por los hombros, con suavidad, la acercó a él y la besó. Victoria ahogó una exclamación de sorpresa, pero todo su cuerpo respondió a aquel beso, y cuando quiso darse cuenta, había cerrado los ojos y le había echado los brazos al cuello, mientras sentía que se derretía entera. Los besos de Christian solían producir aquel efecto en ella.
Trató de volver a la realidad y se separó de él, con un jadeo —Qué... ¿por qué has hecho eso? —pudo decir. Christian enarcó una ceja y se volvió para mirar a Jack, que los miraba, fastidiado.
—Qué, ¿habéis disfrutado?
—Eh, eh, un momento —protestó Victoria, levantándose de un salto; la cría de shek abandonó su regazo con un siseo sobresaltado—. ¿Se puede saber qué pretendes, Christian? ¿A qué clase de juego retorcido estás jugando?
Siempre se había esforzado mucho en no mostrarse cariñosa con Christian cuando Jack estaba delante. No pretendía ocultarle a Jack lo que sentía por el shek, él lo sabía de sobra, pero tampoco era necesario restregárselo por la cara. Christian nunca se había mostrado celoso; Jack, sí. Y Victoria no quería hurgar más en la herida. Había supuesto que Christian lo entendía y la apoyaba. De hecho, siempre había mantenido las distancias con ella cuando Jack estaba presente. Aquel súbito beso había sido un golpe inesperado para los dos. —No, déjalo, me voy y os dejo intimidad —cortó Jack, molesto.
—Espera —lo detuvo Christian—. ¿Tienes ganas de matarme ahora?
Jack se volvió hacia él, con cierta violencia. —¿Me estás provocando, o qué?
—Piénsalo. ¿Serías capaz de matar a alguien... por celos? Jack se detuvo un momento, sorprendido por la pregunta. Se lo planteó en serio.
—Claro... claro que no. No, por celos no. Eso no es un motivo para matar a nadie. Pero te daría un buen puñetazo —añadió, ceñudo—. De eso sí que tengo ganas.
—Una reacción muy humana y muy natural —asintió Christian—. Es tu parte humana la que se ha molestado ahora. Es lo que sentimos hacia Victoria lo que nos hace más humanos, así que, por nuestro bien, creo que no deberíamos reprimirlo.
—Sí, ¿y qué más? —protestó ella—. ¿Ahora soy parte de una especie de experimento?
Jack miró al shek, sombrío.
—Has pensado mucho en ello, ¿verdad?
—Llevo semanas pensando en ello.
«Pero hoy más que nunca», añadió en silencio. Miró a Jack un momento, muy serio, antes de añadir:
—Soy muy consciente de que lo único que nos mantiene con vida ahora es lo que sentimos por ella. El amor y los celos están incluidos en el lote de emociones humanas que controlan nuestra otra parte, esa parte que nos lleva a atacarnos el uno al otro, a pelear hasta la muerte. El equilibrio entre nuestras dos naturalezas, los lazos que nos unen a los tres, son algo muy delicado. Si ese equilibrio se rompe, jamás venceremos a Ashran.
Jack no dijo nada más.
Aquella noche, se acercó a Victoria, y ella no lo rechazó. Durmieron juntos, abrazados, como antes de que regresara Christian. Hablaron en voz baja, reiteraron sus sentimientos, intercambiaron palabras dulces, palabras de amor. Eso hizo que Jack se sintiera un poco mejor.
Un poco más allá, Christian dormía, con el sueño ligero que era propio de él.
Y soñaba, de nuevo, que Jack y él se enfrentaban en un combate a muerte. Y disfrutaba asesinando al dragón, y su parte shek aullaba de alegría en sueños.
Antes del amanecer se desató una fuerte tormenta. Buscaron resguardo, pero el terreno era completamente llano, y Jack hizo notar que no debían quedarse junto al río, por si se desbordaba. Reemprendieron la marcha, en mitad de la noche, calados hasta los huesos y soportando sobre ellos una lluvia inmisericorde.
Hasta que vieron a lo lejos la sombra de una pequeña cúpula, y cuando se acercaron más descubrieron que se trataba de una vivienda celeste.
Christian pareció indeciso.
—Sólo hasta que pase la lluvia —dijo Victoria, y el joven acabó por asentir.
Una casa celeste era un buen lugar para descansar. Su propietario no los traicionaría, porque sería incapaz de hacerlo. De todas formas, Christian dejó a la cría de shek resguardada en el cobertizo que había junto a la casa, antes de reunirse con sus compañeros en la puerta.
Los dueños de la casa eran una pareja joven, celestes, como los tres chicos habían supuesto, y aunque se quedaron sorprendidos de recibir visitas a aquellas horas de la noche, los acogieron enseguida.
Jack y Victoria se acercaron rápidamente al fuego. Victoria estornudó.
—Tendrías que quitarte esa ropa mojada, muchacha —dijo la mujer celeste—, o enfermarás. Ven conmigo, creo que tengo ropas que pueden servirte.
Su compañero, entretanto, preparaba una infusión caliente para los chicos. Jack alzó las palmas de las manos sobre el de la chimenea, disfrutando de su calor, pero Christian se mantuvo en un rincón en sombras, y sólo sacudió la cabeza para apartarse el pelo mojado de la frente. Observaba a Jack con un brillo sombrío en la mirada.
—Mala noche para andar al raso —comentó el dueño de la casa.
—No hay ninguna ciudad cerca —murmuró Christian.
—Es cierto, pero una vez crucéis el río que separa Kash-Tar de Celestia encontraréis muchas más poblaciones. Vaisel no está ya muy lejos, y hay un pueblo a menos de media jornada de camino de aquí.
Christian asintió, sin una palabra. El celeste les tendió sendos tazones de infusión. Jack la aceptó agradecido. El líquido caliente lo hizo sentir mucho mejor.
Regresó la mujer celeste, con mantas para cubrir los hombros de los chicos. Tras ella entró Victoria, pero se detuvo en la puerta, con timidez y colorada como un tomate.
Jack se volvió hacia ella y se quedó sin respiración. Claro, no había pensado que le darían ropa celeste.
Los celestes solían vestir coloridas prendas hechas de un tejido muy liviano que, contra todo pronóstico, resultaba que abrigaba bastante. Pero era tan fino como una gasa. Los celestes encontraban aquello perfectamente natural, estaban acostumbrados a revelar sus cuerpos debajo de sus vestidos, al igual que para los humanos era normal ir con la cara descubierta algo que, por ejemplo, los yan no comprendían, ya que ellos, sólo mostraban su rostro a la gente en la que confiaban. Jack había visto algunos celestes en el bosque de Awa y todos, excepto Zaisei y el Padre, que, como sacerdotes, vestían las túnicas propias de su oficio, llevaban aquellas prendas tan ligeras que chocaban a aquellas personas habituadas a tapar sus cuerpos.
Y Victoria vestía una de aquellas túnicas en aquellos momentos, una fina túnica de color verde que revelaba muchos detalles de su figura, más detalles de los que ella estaba acostumbrada a mostrar.
La chica no sabía hacia dónde mirar. Jack enrojeció también y desvió la vista, azorado, pero Christian alzó una ceja y la miró de arriba abajo con interés. Victoria se puso todavía más colorada; quería taparse, pero temía ofender a su anfitriona si lo hacía.
—Nirei —le dijo entonces el celeste, con una alegre carcajada—, por el amor de Yohavir, mira qué nerviosos se han puesto estos chicos.
Ella se sonrojó delicadamente.
—Perdonad, qué tonta he sido... olvidaba que las costumbres humanas son diferentes de las nuestras. Pero, Victoria, ¿por qué no me lo has dicho?
Victoria sonrió, y aceptó, agradecida, la manta que ella le tendió. Se la echó por encima de los hombros, y se sintió mejor, pero aún no se atrevía a mirar a sus compañeros. Percibió entonces la voz de Christian, que susurró en su mente:
«No tienes nada de qué avergonzarte.»
El corazón de Victoria se puso a palpitar alocadamente. Alzó la cabeza y miró a Christian, que se había sentado en un banco junto a la pared, y la observaba con una media sonrisa. Se preguntó qué había en él que la alteraba de aquel modo. Apenas un par de semanas atrás, cuando viajaba junto a Jack, los dos solos, había llegado a pensar que, tal vez en un futuro, podría olvidar a Christian y ser feliz para siempre con el que era, y siempre había sido, su mejor amigo. Pero ahora, Christian había vuelto, y su voz, su mirada, su contacto, su sola presencia, la confundían y hacían que el corazón le latiera con tanta fuerza que parecía que se le iba a salir del pecho.
Poco antes del mediodía, la lluvia cesó; Victoria volvió a ponerse su ropa, que ya estaba seca, y, después de almorzar, los tres prosiguieron su camino.
La pareja de celestes los vio marchar desde la puerta de su casa. Guando los jóvenes estuvieron ya lejos, ella dijo:
—¿Lo has visto?
Su compañero asintió.
—Lo he visto. Jamás habría imaginado que existieran lazos tan fuertes entre tres personas.
—No son humanos corrientes. No pueden serlo, y esos lazos... son mucho más que vínculos de amor y de odio. Son sentimientos mucho más intensos, más sólidos que los que puede sentir un humano, o un celeste. Oh, pobres muchachos, ¿Qué será de ellos?
El celeste negó con la cabeza, entristecido. No tenía respuesta para aquella pregunta.
Una noche en que se había alejado un poco del campamento para reconocer el terreno, Victoria acudió a su encuentro.
Christian se dejó encontrar. La percibió mucho antes de que ella se reuniera con él al pie del árbol bajo el cual se había detenido un momento.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella con suavidad.
Christian asintió sin una palabra. Intuía de qué quería hablar; se sentó sobre la hierba y la invitó con un gesto a sentarse a su lado.
Victoria lo hizo. Lo contempló unos instantes en silencio antes de preguntarle:
—¿Por qué?
El joven sonrió.
—Deberías saberlo ya.
Victoria dudó. Parecía estar luchando contra el impulso de acercarse más a él. Christian la miró, con intensidad. Había sido así desde que se habían reencontrado en el desierto. Victoria estaba profundamente enamorada de Jack, pero había algo que la arrastraba sin remedio hacia el shek.
Por fin, con un suspiro, Victoria se acercó un poco más, casi con timidez. Cerró los ojos, con un estremecimiento, cuando los dedos de Christian acariciaron su cuello, sus mejillas, su pelo. Se entregó a su beso, bebiendo de él, disfrutando cada instante. Los dos se acercaron aún más el uno al otro, pero cuando los labios de Christian ya recorrían su cuello, despertando sensaciones insospechadas en ella, Victoria dijo con suavidad:
—Para, por favor.
Y Christian paró. Victoria apoyó la cabeza sobre su hombro, cerró los ojos y respiró hondo, intentando sobreponerse a lo que él había provocado en su interior.
—Pensaba que podía dejar de quererte —dijo ella en voz baja.
—¿Lo pensabas de verdad? —sonrió Christian.
—No —confesó Victoria tras un breve silencio—. Pero quise convencerme de que era posible.
—De modo que quisiste elegir. ¿Todavía quieres renunciar a una parte de ti?
—¿Eres una parte de mí?
—Sí, lo soy. Igual que Jack. ¿No lo sabías? —¿Es por la profecía?
—No lo sé. Y no me importa. Sé lo que siento por ti, y eso no va a cambiar, con profecía o sin ella. ¿Sabes tú lo que sientes, Victoria? ¿Lo tienes claro?
—Siempre lo he tenido claro. Pero la razón...
—La razón te dice que no puedes amar a dos personas al mismo tiempo. Pero lo estás haciendo, Victoria. ¿Por qué tu sentido común no acepta los hechos?