Tríada (30 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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Recordó lo que Christian le había contado en el bosque de Awa acerca de las «necesidades físicas». El ya le había dejado claro lo que pensaba con respecto a la fidelidad en las relaciones. Si ella era capaz de aceptar aquello en el caso de Christian, debía poder tratar a Jack de la misma manera. Además... qué diablos..., ¿no había aceptado Jack su relación con el shek?

Al pensar en Christian, la nostalgia la invadió de nuevo, y su corazón se estremeció, echándolo de menos, como tantas otras veces. Se preguntó si él dormiría solo aquella noche. Por alguna razón, eso le dio fuerzas. Tal vez Christian estaba en aquellos momentos junto a otra mujer, aunque su corazón perteneciera sólo a Victoria. Y ella entendía y aceptaba esto, porque Christian entendía y aceptaba que la joven amara a dos personas a la vez. De modo que no era tan extraño ni tan terrible que Jack hiciera lo mismo.

Y si Christian no tenía compañía... Victoria sonrió con suavidad. No dudaba de que él la quería con locura. Y, sin embargo, había tenido que pasar solo muchas noches, noches en las que ella había dormido junto a Jack. «Ahora me toca a mí estar sola, como haces tú, Christian —pensó—. Me has enseñado muchas cosas, y una de ellas es que el amor no implica posesión. No te pertenezco, me dijiste tina vez. Sólo te pertenece lo que siento por ti... que no es poco. Y cuánta razón tenías. Tampoco Jack y tú me pertenecéis. Sólo es mío lo que los dos sentís hacia mí.»

De modo que... si Jack sentía algo hacia Kimara... ¿no era también un poco de ella?

«Se lo debo —pensó—. Se lo debo por todas las veces que me ha visto marcharme con Christian, por todo lo que ha tenido que sufrir por mi causa.»

Dolía mucho, era cierto. Pero estaba decidida a no interponerse entre Jack y Kimara. Si Jack sentía algo por la semiyan, si la necesitaba a su lado, Victoria estaba dispuesta a aceptarlo.

«Es una buena chica —se repitió a sí misma por enésima vez—. No es como Gerde. De verdad siente algo por Jack, es guapa, lista, valiente v...

»... y es mayor que yo —pensó—. Más... mujer.»

No sabía qué edad tenía Kimara, pero aparentaba cerca de veinte.

«Todo está bien —se dijo—. Es lo justo. Es lo justo.»

Sintió que se le humedecían los ojos, y los cerró, mordiéndose el labio inferior. Pasara lo que pasase, no debía llorar. A través de la lona de la tienda cualquiera podría oírla, y ese cualquiera podría ser Jack. Y Victoria tenía que ser invisible aquella noche. Porque Jack necesitaba olvidarse de ella.

Entonces alguien abrió la tienda con violencia y se quedó plantado un momento en la entrada. Victoria dio un respingo y se incorporó. La sombra recortada contra la luz de fuera era la de Jack.

—¡Jack! —exclamó ella, secándose los ojos con precipitación—. ¿Qué...?

El se dejó caer junto a ella, temblando. La atrajo hacia sí y le cogió el rostro con las manos. La miró en la penumbra. Victoria rogó porque no notara que tenía los ojos húmedos. Pero él estaba demasiado alterado como para darse cuenta. Sus ojos relucían de manera extraña en la oscuridad, como alimentados por un poderoso fuego interior.

—Jack, ¿qué te pasa? —susurró ella, un poco asustada.

El muchacho no dijo nada, pero la besó de pronto, intensamente. Victoria se quedó sin aliento. Había algo en su actitud que le daba miedo.

Jack la abrazó con fuerza y enredó sus dedos en el cabello castaño de su amiga.

—No puedo, Victoria —le dijo al oído con voz ronca—. No la quiero a ella, ¿entiendes? Es a ti a quien quiero. Sólo a ti.

Victoria jadeó, emocionada, sintiendo cómo el amor que sentía por él estallaba en su interior inundando todo su ser. Quiso pronunciar su nombre, pero no le salieron las palabras.

Jack la besó de nuevo, con urgencia, con pasión. Victoria cerró los ojos y se dejó llevar, comprendiendo que aquella noche y en aquel momento sería capaz de rendirse a él. Porque daba la sensación de (tic era eso lo que él quería. De modo que dejó que la besara, que bebiera de ella; se estremeció cuando el chico la tumbó sobre las mantas y se echó sobre ella, pero no lo alejó de sí.

Sin embargo, Jack se limitó a apoyar la cabeza en su pecho y a rodearle la cintura con los brazos, temblando. Y se quedó así, en esa posición, como si hubiese encontrado un lugar para el reposo después de un día agotador.

—Te quiero —susurró.

Victoria respiró hondo y cerró los ojos, intentando controlar los sentimientos que amenazaban con desbordarse en su pecho. Fue entonces más consciente que nunca de que ella también lo quería con locura. Le acarició el pelo con cariño, y entonces se dio cuenta de que la piel de él estaba muy caliente. Mucho más caliente de lo habitual.

—Jack, estás ardiendo —dijo, preocupada—. ¿Estás bien?

El muchacho no respondió. Se había quedado dormido.

Victoria suspiró y lo abrazó, acercándolo más a ella. Le pareció notar que algo latía en el interior de Jack, algo caliente, pulsante, que amenazaba con estallar en cualquier momento.

«No es el mismo —pensó, inquieta—. Le está pasando algo raro.»

Cerró los ojos y se acurrucó junto a él. Su calor la agobiaba, pero no le importó.

—Pase lo que pase —le susurró—, ya no voy a abandonarte. No quiero separarme de ti nunca más, Jack. Nunca más..

10
Cementerio de dragones

Alguien sacó a Jack de un sueño pesado y profundo.

—¡Despertad, deprisa! —susurró una voz en su oído.

El muchacho abrió los ojos, parpadeando. Sintió algo suave y cálido rozándole el cuello, y vio que se trataba de la mejilla de Victoria, que descansaba entre sus brazos, muy pegada a él. También ella estaba despertando de su sueño.

Alzó la cabeza y descubrió la mirada de fuego de Kimara fija en él. Sacudió la cabeza, mareado, recordando de pronto lo que había pasado la noche anterior. ¿No había sido un sueño? Había entrado en la tienda de Kimara y después...

Tras un breve momento de pánico recordó, aliviado, que había salido enseguida para regresar con Victoria. Por eso ella estaba a su lado, por eso habían despertado juntos, como todas las mañanas desde que habían partido del bosque de Awa; y eso era algo, comprendió, que no quería cambiar, por nada del mundo. Respiró hondo. ¿Qué hacía entonces Kimara en su tienda?

La semiyan lo sacudió de nuevo y lo despejó del todo. —¡Levantaos, rápido! —susurró con urgencia—. Tenemos que salir de aquí.

Victoria se incorporó, luchando por despejarse. —¿Todavía es de noche?

—Los exploradores dicen que los szish están registrando todas las poblaciones yan —explicó Kimara en rápidos susurros—. Al amanecer llegarán a Hadikah.

Jack se levantó inmediatamente.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Muy poco. Y hemos de salir en silencio, porque si los yan os descubren, os entregarán a las serpientes.

—¿Por qué? —preguntó Victoria—. ¡Pensaba que estaban de nuestra parte!

—Los van hacen siempre lo que mejor conviene a sus intereses, Victoria. Si os encubren, se meterán en muchos problemas. Lo entiendes, ¿verdad? Mi padre nos ha advertido de la llegada de los szish; es todo lo que pueden hacer por vosotros, y es mucho, créeme.

Jack ya había recogido las cosas y estaba en pie, listo para marcharse. Recuperaron sus torkas, que estaban atados cerca de allí, y abandonaron Hadikah en silencio. El primer amanecer los encontró lejos de la población yan.

Ninguno de los tres pronunció palabra durante un buen rato. Jack no podía evitar preguntarse, preocupado, cuánto tiempo más podrían esquivar a los szish que peinaban el desierto en su busca. Y entonces se dio cuenta de que Kimara seguía con ellos, a pesar de todo.

—Sabías que nos buscaban a nosotros —le dijo de pronto.

Ella asintió.

—Lo sé desde hace días.

—¿Y sabes por qué? ¿Has... has oído hablar de la profecía?

—No sé nada de profecías. Sólo sé que hace quince años que murieron todos los dragones, y que tú, por alguna razón, has regresado. No sé si hay más dragones como tú, pero está claro que a los sheks no les gustas.

Victoria miró a Jack, desconcertada.

—Yo no se lo he dicho —aclaró el chico con rapidez—. Se dio cuenta ella sola.

Victoria asintió, comprendiendo, pero no hizo ningún comentario.

—Pero, si lo sabes —insistió Jack—, ¿por qué sigues con nosotros? Corres un grave peligro. ¿Por qué nos acompañas a pesar de todo?

Kimara clavó en él una mirada con la que se lo dijo todo. Después volvió la cabeza hacia otro lado, pero Jack había visto que su piel arenácea se había ruborizado levemente.

—Déjalo, Jack —murmuró Victoria con suavidad—. No insistas.

Jack no insistió. Sólo llegaba a intuir lo que Victoria entendía con claridad meridiana: que Kimara se había enamorado de Jack, hasta el punto de arriesgar su vida por él, de implicarse en aquella locura, contraviniendo la costumbre yan de cuidar solo de sí misma y de los suyos. Y todo ello a pesar de saber que él no la correspondía.

Victoria reprimió un suspiro. Por un momento imaginó lo que había pasado entre ellos dos la noche anterior. Imaginó el dolor de Kimara al ser rechazada por Jack, al darse cuenta de que él no iba a pasar la noche con ella, porque su corazón pertenecía a otra persona. Y, a pesar de todo, la semiyan no la había mirado con odio ni rencor en ningún momento, había aceptado la situación con naturalidad, por mucho daño que eso le causase. Victoria se sintió de pronto muy unida a ella. Comprendía perfectamente que sintiera algo tan intenso por Jack, porque a ella le pasaba lo mismo. Cerró los ojos un momento, notando los brazos de Jack en torno a su cintura, su presencia tras ella, sobre el lomo del torka que ambos compartían, y se sintió muy feliz de que él la correspondiera. Pero no pudo evitar entristecerse por Kimara, la independiente e intrépida Kimara, sufriendo por alguien que no podía quererla de la misma manera.

De todas formas, la semiyan se comportó en todo momento como si nada hubiera sucedido, tratando a Jack y a Victoria con naturalidad y confianza; pero Victoria podía leer el dolor en el fondo de sus ojos de rubí, y la admiró aún más por su fuerza interior.

La actitud de Jack hacia Kimara, por el contrario, sí cambió. Victoria se dio cuenta de que aquella atracción que él parecía sentir hacia ella había desaparecido, que ya no la miraba de esa forma tan intensa, que ya no se mostraba fascinado por ella. Sin embargo, la trataba con cariño y confianza, como a una hermana. Victoria sabía que Kimara agradecía que Jack no la apartarse de su lado, agradecía su presencia, y podía comprenderlo: la compañía de Jack, la suavidad de su voz, su amistad sincera... podían curar cualquier herida. Victoria lo sabía por experiencia.

Shail esperó con paciencia sobre su paske mientras, unos metros más allá, Zaisei dialogaba con dos cazadores ganti. Los ganti hablaban una lengua extraña que, a pesar de parecer una amalgama de todos los dialectos conocidos de idhunaico, tenía un tono propio y singular, y resultaba muy difícil de comprender. Sin embargo, Zaisei conversaba con ellos sin problemas. Los celestes eran hijos de Yohavir, el Señor de los Vientos, que era también el dios de la comunicación y la empatía. Quizá por eso eran incapaces de hacer daño a nadie, reflexionó Shail. Comprendían demasiado bien a todo el mundo, no podían evitar ponerse en el lugar de las otras personas y, por tanto, no podían odiarlas.

Tal vez por eso, a pesar de todo, Zaisei había decidido acompañar a Shail en su viaje.

Después del ataque del shek, a la Venerable Gaedalu le había quedado claro que Shail era un peligro para la seguridad de las sacerdotisas, y, pese a lo que había convenido con el Padre Ha-Din, le había prohibido terminantemente la entrada en el Oráculo. Si las serpientes buscaban a Shail, decidió Gaedalu, no lo encontrarían allí. Las Iglesias no podían permitirse el lujo de perder su último Oráculo, y la Madre no quería dar a los sheks motivos para destruirlo igual que habían hecho con los demás.

Para entonces, a Shail ya no le importaba la profecía. Sabía que ése no era el plan que habían trazado, pero estaba muy preocupado por Jack y Victoria y se reprochaba una y otra vez el haberlos dejado marchar. Le dijo a Zaisei que iría a buscarlos, hasta Awinor si era preciso.

—Pero Shail, no puedes andar —le había respondido ella, preocupada.

El mago había replicado de malas maneras. Detestaba que le recordaran que había quedado lisiado, casi tanto como que insinuaran que había dejado de ser útil a la Resistencia, y Zaisei había hecho ambas cosas, aun sin pretenderlo. Shail no recordaba exactamente qué le había dicho, pero sí sabía que le había dirigido palabras hirientes, y que por poco la había hecho llorar. Se odiaba a sí mismo por ello. Se estaba portando fatal con ella, a pesar de que la sacerdotisa sólo le había dado cariño y comprensión desde que la conocía. Había esperado que ella gritara, que lo insultara por ser tan ruin, que discutieran; probablemente hasta se habría sentido mejor. Pero Zaisei había desviado la mirada en silencio.

«Condenados celestes», había pensado Shail, entre furioso y conmovido. Zaisei lo comprendía, sabía por qué se comportaba así, y no le guardaba rencor. Lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

«Me he vuelto un auténtico canalla —pensó el joven—. ¿Qué me pasa? Antes, yo no era así. Ahora no hago más que decir cosas que no siento y hacer daño a la gente a la que quiero.»

Le había pedido perdón a Zaisei. Pero no había cambiado de idea con respecto a su búsqueda. Y, para su sorpresa, la joven había pedido permiso a Gaedalu para abandonar el Oráculo v acompañarlo hasta Awinor.

Ahora atravesaban las Colinas de Gantadd, el país de los ganti, los mestizos.

Eran gente extraña. Se decía que muchos siglos atrás, en el amanecer de los tiempos, cuando las seis razas habían empezado a conocerse y a relacionarse entre ellas, habían nacido los primeros mestizos. Al principio todo fue bien, pero pronto surgió un movimiento que defendía la pureza de las razas: humanos, feéricos, gigantes, celestes, varu y yan no debían mezclarse entre ellos. Los mestizos habían sido expulsados de casi todas las tribus y se habían concentrado en Gantadd, donde se habían asentado, formando una curiosa comunidad. Ahora eran ellos los que no querían tratos con aquellos de sangre pura. Tras siglos de mezclarse entre ellos, el resultado era un grupo de individuos que en algunos casos tenían características de todas las razas, y en otros no se parecían a ninguna. Por lo general eran amables con los viajeros, siempre que sólo estuvieran de paso y no tuvieran intención de establecerse entre ellos. Y, sin embargo, la gente prefería evitar sus tierras, incluso los nuevos mestizos que habían nacido en el seno de otras sociedades, y que ahora eran aceptados en todas partes.

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