Tríada (31 page)

Read Tríada Online

Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
8.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los dos cazadores con los que estaba hablando Zaisei eran una muestra de la mezcla de sangres de los ganti. Uno de ellos tenía los enormes ojos, negros y almendrados, de los feéricos. Pero tenía aspecto humano, a pesar de su gran tamaño, que sugería algo de sangre gigante en sus venas. El otro, una mujer, exhibía el nerviosismo y la rapidez de movimientos y de palabra propios de los van. También tenía antepasados feéricos, como mostraba su largo cabello aceitunado; pero su piel tenía tintes azulados, como la de los celestes.

Zaisei inclinó finalmente su cabeza lampiña, y con una delicada sonrisa se despidió de ellos. Regresó hasta donde estaba 5hail y subió a su montura con un ágil movimiento.

—No han pasado por aquí —informó—. Nadie los ha visto en Gantadd. Los cazadores sugieren que, si se dirigían a Awinor, es muy probable que hayan atravesado la Cordillera Cambiante por, el Paso.

—Han elegido el camino del desierto —comprendió Shail, inquieto—. Pero Victoria no debe internarse en un sitio así. Necesita magia a su alrededor, ella...

Se dio cuenta de que había empezado otra vez con lo mismo, y se obligó a callarse. Últimamente se estaba volviendo muy cargante, preocupándose a todas horas por la seguridad de Victoria. El mismo era consciente de eso, pero no podía evitarlo.

Zaisei le sonrió. Por lo visto, a ella no le molestaba.

—Estará bien —dijo—. Jack está con ella.

En otras circunstancias, esto le habría bastado. Pero Shail sabía que lo que le sucedía, en el fondo, era que se sentía culpable... por tantas cosas...

Por no haber permanecido junto a Victoria todo aquel tiempo, por haberse perdido aquel misterioso viaje durante el cual ella había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Por no haber estado a su lado para aconsejarla, para guiarla, para mostrarle los secretos de su naturaleza de unicornio, para ayudarla a descifrar los confusos sentimientos que inundaban su alma. Y, sobre todo..., por haberla echado de su lado y haberle dicho cosas que no sentía aquella noche tan extraña en la que ella y, Jack se habían alejado de la Resistencia. Entonces no sabía que no iba a volver a verla. Pero eso no era excusa.

—Puedo llamar a los pájaros haai —dijo entonces Zaisei—. Viajaremos más deprisa.

Shail entendió a qué se refería.

Los celestes conocían un cántico misterioso que, entonado por ellos, atraía a las aves doradas que les servían para desplazarse por el aire.

Los llamaban haai, «amigos», y no sin motivo. Los pájaros haai vivían sólo en Celestia, donde, de cuando en cuando, unas estilizadas agujas de piedra rompían el suave paisaje de la llanura. En lo alto de aquellas formaciones rocosas, los haai hacían sus nidos, tan arriba que nadie podía alcanzarlos. Sólo los celestes, que nacían con el don de la levitación, eran capaces de flotar hasta ellos; con el tiempo, habían aprendido su lenguaje, su melodioso canto, y los haai acudían gustosos cuando los celestes los llamaban. A cambio, éstos cuidaban de las hermosas, aves, les llevaban manjares deliciosos y las curaban cuando enfermaban.

El mago acarició por un momento la idea de volar hasta Awinor, pero se obligó a sí mismo a ser sensato: si los sheks sabían ya adónde se dirigían Jack y Victoria, patrullarían sin des canso los cielos sobre Awinor. Sin duda llamarían menos la atención si viajaban por tierra.

Negó con la cabeza.

—No, Zaisei. Es más seguro seguir viajando a lomos de los paskes. Los alcanzaremos de todas formas. Ellos van a pie, y... Se interrumpió, angustiado.

—No pienses en ello —le dijo Zaisei, entendiéndolo; se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla, con suavidad.

El joven se quedó sorprendido. Era la primera vez que ella hacía eso. Los dos eran conscientes de lo que sentían el uno por el otro, sobre todo Zaisei, tan hábil para leer en los corazones de los demás. Pero ambos sabían también que eran demasiadas las cosas que los separaban y, por otro lado, Shail tenía una misión que cumplir, estaba involucrado en la Resistencia hasta la médula, y no quería implicarla a ella; era demasiado peligroso.

Sin embargo, en aquel momento se dio cuenta de que estaban viajando juntos y que ella ya había elegido implicarse. Y la miró a los ojos, aquellos límpidos ojos violetas, y sintió, por primera vez en mucho tiempo, que un rayo de esperanza iluminaba su corazón.

Los últimos días de trayecto transcurrieron sin contratiempos. Tardaron un poco más de lo previsto en llegar a los límites del desierto, porque Kimara tuvo que dar un rodeo para incluir en la ruta todos los oasis cercanos. Victoria precisaba renovar su magia a menudo, y aunque la semiyan no había hecho preguntas al respecto, sí había asumido aquella necesidad de su compañera de viaje y actuaba en consecuencia.

Gracias a la experiencia de su guía, el grupo sorteó todas las trampas que el desierto podía tender al viajero incauto. También los sheks vigilaban desde los cielos, pero, por suerte para ellos, Jack podía percibirlos desde la distancia; se le ponía la piel de gallina cuando uno de ellos se acercaba, y el fuego que ardía en su interior parecía avivarse de pronto. Y él y sus compañeras tenían siempre tiempo de sobra para camuflarse entre las (lunas antes de que llegaran las serpientes aladas. Pero Jack tenía la sensación de que las capas de banalidad cada vez funcionaban peor, porque a veces los sheks sobrevolaban varias veces la zona donde se hallaban escondidos, como si pudieran intuir que había algo allí, aunque no supieran exactamente qué, ni dónde. Cuando se lo comentó a Victoria, ella movió la cabeza, preocupada.

—No son las capas, Jack; eres tú. Hace un tiempo que tu energía se ha vuelto tan intensa que a la capa le cuesta cada vez más ocultarla.

Jack se quedó sorprendido, pero le habló entonces de las cosas extrañas que le habían venido sucediendo desde que se adentraran en el desierto.

—¿Será porque nos acercamos cada vez más a Awinor?

—Tal vez —respondió ella iras una breve vacilación—. Pero creo que hay algo más.

—¿El qué?

Pero Victoria sacudió la cabeza. Era solo una intuición y no podía explicarlo.

Por fin, una tarde divisaron a lo lejos las montañas que erizaban la piel arrasada de Awinor, el reino de los dragones. Rimara les señaló un punto que parecía una arista retorcida.

—¿Veis eso? —susurró—. Son las ruinas de la Torre de Awinor, una de las sedes de la Orden Mágica. Guando los dragones vivían, a ningún mortal le estaba permitido ir más allá. Los Van llamaban a esa torre Wenawinor, las Puertas de Awinor. Pero ahora... en fin, lleva en ruinas más de una década. Yo era muy niña cuando fue destruida. No la recuerdo en pie.

Jack se quedó contemplando el horizonte un momento.

—Awinor-dijo simplemente—. Yo nací allí... una parte de mí nació allí —se corrigió.

Espoleó al torka para hacerlo avanzar, pero Rimara retuvo al animal por las riendas.

—Espera.

Saltó de su montura y se acuclilló sobre el suelo. Hundió las manos en la duna y las sacó llenas de arena, aquella fina arena de color salmón que cubría la superficie de Kash-Tar. Jack y Victoria la vieron trepar a lo alto de la duna, alzar las manos y soltar la arena al viento, que la recogió y la llevó en dirección a Awinor.

Kimara bajó los brazos y esperó. Jack quiso preguntar qué estaba haciendo, pero Victoria aguardaba en un silencio respetuoso, como si no quisiera romper la concentración de la semiyan, y Jack la imitó.

Pasó un largo rato antes de que el viento soplara de nuevo, revolviendo su pelo y sus ropas. Kimara no se había movido del sitio, pero en aquel momento levantó las manos otra vez.

Y Jack y Victoria vieron cómo el viento traía consigo granos de arena, y los dejaba caer sobre ella. La semiyan cerró los ojos y dejó que aquella arena acariciara su rostro y las palmas de sus manos. Después, el viento volvió a calmarse. Kimara abrió los ojos y dijo:

—Nos esperan en la frontera con Awinor. Cerca de un centenar de szish. Varios sheks. Está claro que saben que nos acercamos, y quieren cortarnos el paso.

Victoria lanzó una exclamación ahogada. Jack preguntó, confuso:

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo ha dicho el desierto —dijo Kimara simplemente.

Jack decidió que no valía la pena preguntar más, y optó por creer sin dudar lo que ella les decía. Se llevó una mano a la sien, notando que algo palpitaba en su interior, un impulso asesino que lo llevaba a acicatear a su torka para que lo llevara directamente hasta las serpientes, para luchar contra ellas, para matar...

Se esforzó por controlarse. No podía lanzarse a ciegas de aquella manera, y menos en aquellas circunstancias. Tenía que cuidar de Victoria y de Minara, no debía ponerlas en peligro.

—Muy bien —dijo, luchando por mantener la cabeza fría—. ¿Cómo podemos pasar sin que nos vean?

—No podemos —respondió Kimara, negando con la cabeza— Tendremos que pelear.

—¿Contra un centenar de szish y varios sheks? ¿Nosotros tres? Jack movió la cabeza, perplejo.

Kimara clavó en él su mirada de fuego.

—Pero tú eres un dragón —dijo con fervor y una fe inquebrantable—. Puedes enfrentarte a todos ellos.

Jack reprimió una carcajada sarcástica.

—Podría enfrentarme a un shek cada vez —le explicó—. Pero no a seis o siete al mismo tiempo. Los sheks no son inferiores a los dragones, son sus iguales, ¿entiendes? Sólo un shek puede derrotar a un dragón.

—¿Y un dragón podría vencer a un solo shek?

Por la mente de Jack cruzó, como un relámpago, el recuerdo del sonido de Haiass al ser quebrada por su propia espada, el rostro de Kirtash, su expresión de odio y turbación al saberse derrotado...

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Conozco un desfiladero —dijo Kimara—. Es un paso muy estrecho, y seguro que también lo tienen vigilado, pero no hay espacio para mucha gente. Como mucho un shek, o dos, y una patrulla de szish. Si atacamos por sorpresa tendremos alguna posibilidad de pasar.

—Aunque lo consiguiéramos, pronto se nos echarán todos encima.

—En Awinor no. Si logramos entrar en la tierra de los dragones, ellos no nos seguirán.

—¿Por qué estás tan segura?

—Porque nadie entra en la tierra de los dragones, Jack —dijo Kimara con suavidad—. Ni siquiera los sheks.

Jack frunció el ceño, desconcertado. Le costaba trabajo imaginarse que hubiera algún lugar en el que los sheks no se atrevieran a aventurarse. Pero decidió, una vez más, confiar en Kimara. Miró a Victoria.

—¿Tú qué piensas?

Ella asintió, decidida. Jack recordó que Victoria podría estar en aquellos momentos junto a Christian, o simplemente a salvo en el bosque de Awa y, sin embargo, había optado por acompañarle, y ahora lo apoyaba sin reservas. Y la quiso todavía más que antes. Sonrió y le acarició la mejilla con cariño.

—Muy bien —dijo entonces, alzando la mirada hacia Kimara—. Lo intentaremos por el desfiladero.

Shissen no se encontraba cómoda en aquel lugar.

El sitio era perfecto para una emboscada, eso no podía negarlo. Estrecho y lleno de recovecos donde ocultarse y aguardar a la presa. Todo el tiempo que hiciera falta, eso no era problema. La paciencia era una de las grandes virtudes de los sheks.

Pero, aun así, el lugar le provocaba una honda inquietud.

Porque a sus espaldas, más allá del recodo, el desfiladero se abría y daba paso a un inmenso y macabro cementerio.

Como todos los sheks, Shissen celebraba la extinción de los dragones, y al fin y al cabo el paisaje de Awinor era un símbolo más de la rotunda victoria de las serpientes aladas. Pero había algo en aquellos blancos esqueletos que la estremecía y despertaba una extraña nostalgia en su interior. Quizá porque la naturaleza de los sheks exigía que odiasen a los dragones y luchasen contra ellos. Y ahora que ya no quedaban dragones que matar, la balanza se había desequilibrado, era como si una parte de las vidas de los sheks, un aspecto de su misma esencia, ya no tuviera ningún sentido.

Entornó los ojos y se centró en la situación. Según le habían informado, un dragón, el último dragón, iba camino de Awinor. Shissen deseó que pasase por su desfiladero. Como la mayoría de los sheks, nunca había luchado contra un dragón. Y ansiaba hacerlo.

Se deslizó por entre las rocas para comprobar que los szish de la patrulla seguían en sus puestos. Sabía de antemano que así era, pero decidió hacerlo de todos modos.

Levantó la cabeza de pronto y entornó los ojos. ¿Qué era aquello? Sentía una fuerza extraña ocultándose entre las rocas un poco más lejos, algo... cálido. Se alzó un poco más, desplegando un tanto las alas para mantener el equilibrio. Calor.

Demasiado calor para tratarse de un mamífero cualquiera. Siseó de nuevo, furiosa.

Los szish habían percibido la tensión de Shissen, pero no se movieron, esperando instrucciones. Ella les transmitió una serie de órdenes telepáticas: debían estar alerta, sin abandonar sus posiciones. Podía ser una trampa.

La fuente de calor palpitaba cada vez con más fuerza. Intensa, muy intensa, pero pertenecía a un cuerpo demasiado pequeño para tratarse de un dragón. Recordó que le habían dicho que el dragón que estaban esperando andaba por ahí camuflado en un cuerpo humano.

Se acercó todavía más, con sus hipnóticos ojos clavados en las rocas. Lo había descubierto, y el dragón debía de saberlo.

No tendría más remedio que dejarse ver y defenderse. Y luchar. El cuerpo escamoso de Shissen se estremeció sólo de pensarlo.

Entonces sintió la energía tras ella brotando como un chorro desbordado y se volvió con la rapidez del relámpago, pero era demasiado tarde.

Desde el otro lado del desfiladero surgió una especie de rayo de luz que buscó su cuerpo. Shissen se echó a un lado, furiosa, pero el chorro le acertó en un ala, perforándola. La shek chilló de dolor y de ira, buscando con la mirada aquello que se había atrevido a atacarla. Y fue entonces cuando el dragón salió de su escondite y se enfrentó a ella, con un grito salvaje y todo el fuego del mundo brillando en sus ojos verdes. Shissen contempló un instante, aturdida, la espada de fuego que se cernía sobre ella. Pero reaccionó enseguida y se irguió, con los ojos llenos de helada ira, para enfrentarse al muchacho que olía a dragón, mientras ordenaba mentalmente a los szish que se encargaran de la otra amenaza.

Oyó un grito parecido al ulular de una lechuza, el grito de guerra de los yan, pero apenas le prestó atención. Sólo el dragón era importante.

Other books

Codeword Golden Fleece by Dennis Wheatley
Wedding Heat: One in the Hand by Renarde, Giselle
Tea and Destiny by Sherryl Woods
Lyon's Gift by Tanya Anne Crosby