Authors: Laura Gallego García
—Gaedalu quería que me pusiera una túnica. ¡Una túnica! —resopló Victoria, indignada—. ¿Cómo iba a pelear con eso puesto?
Jack sonrió. Victoria había elegido por fin unos pantalones ajustados, pero cómodos y flexibles, unas suaves botas de piel y una amplia blusa blanca que se cruzaba bajo el pecho y le ceñía la cintura. El chico no pudo evitarlo. Se acercó a ella y la besó de nuevo, con intensidad, con pasión. Victoria jadeó, sorprendida, pero le dejó hacer y, cuando se encontró, temblando, en brazos de Jack, suspiró:
—El trato era... charlar y dormir, ¿te acuerdas?
—Has empezado tú —le recordó Jack, sonriendo—. De todas formas, querías hablar de lo nuestro, ¿no? De ti y de mí. Pues bien —añadió, atrayéndola más hacia sí, con intención de besarla otra vez—, a mí no se me ocurre una manera mejor de decirte que te quiero.
Victoria sonrió. Pero entonces, los dos se detuvieron a la vez, alerta.
—¿Has oído eso? —susurró ella.
Jack asintió, sin una palabra. Escucharon atentamente y oyeron con claridad pasos furtivos muy cerca de ellos. —Viene de la cabaña de al lado —musitó Victoria. —Es la de Christian —dijo Jack.
Habían instalado a Christian en una cabaña entre la de Jack y la de Alexander, seguramente porque suponían que así ellos lo mantendrían vigilado. Pero eso implicaba muchas cosas. Jack y Victoria cruzaron una mirada, y los dos entendieron que habían tenido la misma idea.
Christian era tan sigiloso como un fantasma. Nadie le oía nunca acercarse. Jack sabía que estaba en su cabaña, porque estaba despierto cuando él regresó del bosque, un poco antes que Victoria, y lo había visto llegar, apenas una sombra sutil deslizándose entre los árboles. Pero no lo había oído.
—Vamos a ver qué pasa —dijo Jack.
Victoria lo retuvo, indecisa; por un momento le había pasado por la cabeza la imagen de Christian besando a Gerde, y, si por casualidad el hada había regresado para hacer más tratos con él, Victoria no tenía ganas de volver a sorprenderlos en mitad de una «transacción».
Pero se oyó entonces, con claridad, un gemido ahogado y un golpe, y los dos supieron inmediatamente que algo no marchaba bien.
Christian había oído llegar al asesino.
Pretendía moverse en silencio, pero, para el fino oído del shek, resultaba muy escandaloso. Sin embargo, el joven no se había movido, Había permanecido echado en su jergón, con los ojos cerrados, respirando con normalidad. Ni siquiera había permitido que se aceleraran los latidos de su corazón. Nada delataba que estaba despierto y alerta.
Oyó al intruso detenerse en la puerta de la cabaña. Oyó su respiración. Sabía perfectamente que no se trataba de Victoria. Y a nadie más le habría permitido entrar en su cabaña, de noche y en silencio. Fuera quien fuese, el intruso estaba muerto desde el mismo momento en que se atrevió a poner los pies allí. Pero aún no lo sabía.
Christian esperó a que el asesino se acercase más a él. Oyó cómo desenfundaba la daga, incluso dejó que la alzara sobre él, antes de levantarse de un salto, más rápido que el pensamiento, extraer su propio puñal y hundirlo en el cuerpo del intruso, que murió antes de saber siquiera qué era lo que lo había atacado.
Jack y Victoria llegaron a la cabaña de Christian justo cuando éste salía de ella. Victoria, inquieta, percibió un brillo acerado en la mirada del shek.
—Christian, ¿Qué...?
El trató de apartarla para marcharse, pero Jack lo retuvo. —¡Eh! —En aquel momento descubrió el bulto inmóvil que yacía al fondo de la cabaña—. ¡Por todos los...!
Entonces oyeron la voz de Alexander, que llegaba con una luz.
—¿Qué es lo que pasa?
La luz bañó el interior de la cabaña, y todos vieron la figura de un hombre, tendido de bruces sobre el suelo, con un puñal clavado en la espalda. Victoria reconoció al punto la daga de Christian, y lo miró, inquieta.
El rostro del muchacho permanecía impenetrable, y su voz sonó neutra cuando dijo:
—Ha intentado matarme.
Alexander lo observó un momento, serio. A la luz del farol, sus rasgos poseían un punto siniestro. Pero Christian sostuvo su mirada sin parpadear siquiera.
Jack había entrado en la cabaña para darle la vuelta al cuerpo. Descubrió entonces el puñal que había en el suelo, cerca de él, y comprendió que Christian decía la verdad. Al mirar la cara del asesino reconoció en él a uno de los mercenarios humanos que habían pedido, aquella misma mañana, la muerte para el shek. Jack se imaginó enseguida la escena, el humano entrando en la cabaña de Christian, creyendo caminar con sigilo, creyendo dormida a su víctima... creyendo que tenía alguna oportunidad de sorprenderlo, o siquiera de salir de allí con vida. Jack no sabía si Christian llegaba a dormir alguna vez, pero lo que sí tenía claro era que lo había sentido acercarse mucho antes de que el mercenario viera su silueta en el fondo de la cabaña. Christian era rápido y letal cuando era necesario. Y tenía una sangre fría que habría hecho palidecer de envidia al más mortífero de los asesinos.
Jack alzó la cabeza y se topó con la mirada de Alexander. También él había visto la daga, había reconocido al muerto. Se volvieron hacia Christian, los dos a una. Su semblante seguía siendo indiferente, pero parecía más sombrío de lo habitual.
A su lado, Victoria se esforzaba por parecer resuelta, pero la palidez de su rostro delataba sus sentimientos. Por supuesto que sabía que Christian era un asesino, pero tal vez había logrado olvidarlo, o simplemente no pensar en ello cuando estaba con él. Ahora la evidencia la golpeaba con la fuerza de una maza, le recordaba que él era capaz de quitar una vida sin titubear, sin lamentarlo. Sobreponiéndose, tomó la mano de Christian... y Jack sorprendió al shek oprimiéndosela con suavidad, en un gesto tierno que no era propio de él.
Desvió la mirada hacia el cadáver, inquieto. No cabía duda de que Christian era cada vez más humano... pero en algunas cosas se notaba que no había dejado de ser un shek.
—Podrías haberlo inmovilizado sin esfuerzo —gruñó Alexander—. ¿Era necesario matarlo?
—Era una amenaza —dijo Christian.
—¡Sabes perfectamente que no era rival para ti!
—Alexander, ese hombre ha intentado asesinar a Christian —protestó Victoria.
—Y él trato de matarme a mí, y todavía no le he clavado a Sumlaris en las tripas, ¿verdad?
—Me gustaría verte intentándolo —respondió Christian sin alzar la voz.
Jack suspiró. Tampoco era normal que el shek, habitualmente tan frío, reaccionara de esa forma a las provocaciones de Alexander.
—Callaos los dos un momento, esto es serio —ordenó—. ¿Qué creéis que va a pasar cuando descubran lo que ha ocurrido?
—¿A qué te refieres? —inquirió Victoria, perpleja—. Christian ha actuado en defensa propia.
—Disculpad, ¿tenéis algún problema que podamos...? —Se oyó la voz cantarina de una de las hadas menores—. ¡Sagrada Wina! —chilló el hada al descubrir el cuerpo en el interior de la cabaña.
En apenas unos minutos, la mitad del poblado de los refugiados de Awa se había reunido allí. Victoria no se había apartado de Christian ni un centímetro, y sostenía, inquieta pero desafiante, las miradas, cargadas de odio y desconfianza, que les dirigían algunos de los presentes.
—Es un shek, sabíamos que era un asesino —estaba diciendo el Archimago, de mal humor—. ¡He aquí la prueba!
—¡Él era el asesino! —dijo Victoria por enésima vez—. ¡Ha intentado matar a Christian a traición!
«Divina Neliam —se oyó la voz sin voz de Gaedalu, profunda y pausada, como el tañido de una campana, en el fondo de sus mentes—. Entonces, es verdad.»
La vieron allí, todavía empapada, con las ropas chorreando, pegándosele al cuerpo cubierto de escamas. Las hadas habían ido a despertarla al río, donde dormía, como todos los varu refugiados, para que su piel no se resecase. Victoria se volvió hacia ella, inquieta. Sin darse cuenta, se había pegado mucho a Christian, que seguía allí, firme, sereno y, sobre todo, imperturbable, como si aquello no fuera con él. Victoria se dio cuenta de que Gaedalu los miraba a ambos con una mueca de disgusto, pero no entendió por qué. Christian, sin embargo, sí lo intuyó, porque entrecerró los ojos y observó a la Madre, alerta.
—Madre Venerable, ese hombre ha entrado en la cabaña de Christian, ha intentado matarlo —le explicó Victoria.
Pero Gaedalu no la escuchaba.
«Los rumores eran ciertos —dijo—. Sientes algo por ese shek.»
La palabra «shek» sonó en sus mentes cargada de desprecio. Hubo algunas exclamaciones ahogadas, murmullos escandalizados. Christian se separó un poco de Victoria, tal vez para protegerla, pero ella estaba ya cansada de aquella farsa.
—Sí —dijo, con orgullo—. ¿Algún problema?
Los ojos oceánicos de Gaedalu se estrecharon, su boca se torció en un gesto de desagrado.
«No seas impertinente, muchacha. No tienes ni idea de a qué estás jugando, porque se dice por ahí que Kirtash, el hijo del Nigromante, alberga el espíritu de una serpiente en su interior, y yo no conozco ningún otro shek que haya adoptado forma humana permanentemente.»
Hubo más comentarios indignados, incluso alguna exclamación de horror. Victoria no dijo nada. Tanto Jack como Alexander desviaron la mirada.
Qaydar dio un paso atrás.
—¿Lo sabíais? ¿Sabíais que este shek es el hijo del Nigromante?
—Sí, lo sabíamos —suspiró Jack.
—No puedo creerlo —escupió el Archimago—. Un unicornio... y un shek. —Los miró a ambos con profunda repugnancia—. Lunnaris y el hijo de Ashran.
Victoria sacudió la cabeza, incapaz de soportarlo por más tiempo. Por un lado, se sentía incómoda con tanta gente comentando su relación con Christian, que era algo tan íntimo y especial para ella. Por otro, quería gritar a los cuatro vientos su amor por el shek, dar la cara por él, defender hasta la muerte sus sentimientos. Sintió que enrojecía levemente cuando alzó la cabeza para mirar a Qaydar y Gaedalu. Sin embargo, sus ojos seguían limpios y claros como estrellas, y su voz no tembló ni un ápice cuando anunció, con firmeza:
—Estamos juntos, sí. Y seguiré con él, pase lo que pase.
Hubo un silencio incrédulo y sorprendido. Victoria se pegó todavía más a Christian, situándose ante él para protegerlo de la multitud, y desde allí les lanzó una mirada de advertencia. Fue un movimiento instintivo, pero a todos les quedó claro que su preciosa Lunnaris estaba dispuesta a luchar, y tal vez a matar y a morir, por el hijo de Ashran.
Gaedalu se había quedado sin habla. Qaydar entornó los ojos y siseó:
—La Resistencia aliada con el enemigo...
—... un «enemigo» que desafió a su propio padre para unirse a nosotros —sonó entonces, clara y serena, la voz de Allegra—. Sabes muy bien que Kirtash es el shek de la profecía.
« ¿Qué sabéis los magos de las profecías? —replicó Gaedalu—. Los Oráculos hablan el lenguaje de los dioses, un lenguaje que vosotros no entendéis. No eres quién para tratar de interpretar una profecía.»
—¿Niegas acaso que ocultaste a los idhunitas una parte de la profecía? —la acusó Allegra—. ¿Esa parte de la profecía... que hablaba de la intervención de un shek en la caída de Ashran?
Hubo murmullos sorprendidos y escandalizados; sorprendidos por la revelación, y escandalizados por el tono con que Allegra había osado dirigirse a la Madre.
Gaedalu entornó los ojos.
«No sé cómo llegó hasta los magos esa información», dijo. Victoria pensó en Zaisei, y se preguntó si Shail había conocido la profecía a través de ella.
—Desde luego, no fue gracias a ti —intervino el Archimago con frialdad.
«No voy a discutir eso de nuevo, Qaydar. Ya habíamos hablado de ello. En cualquier caso, eso no cambia las cosas. La profecía dijo que un shek abriría la Puerta. Él ya lo hizo, ya cumplió su papel, y no lo necesitamos más. Lo que ha ocurrido esta noche nos ha demostrado hasta qué punto es peligroso conservarlo con nosotros. No hemos de olvidar... jamás hemos de olvidar... que no sólo es un shek sino que, además, se trata del hijo del Nigromante.»
—Él es de los nuestros —replicó Victoria, malhumorada—. Traicionó a su padre para unirse a nosotros, ¿cuántas veces he de decirlo? Shail fue testigo de cómo ambos se enfrentaron en un combate a muerte.
« ¿Y fue Shail testigo de cómo logró escapar el shek? —preguntó Gaedalu—. Porque, que sepamos, ninguno de los dos murió en ese supuesto combate a muerte.»
Todos callaron, incómodos. Christian había abierto la Puerta interdimensional en los alrededores de la Torre de Drackwen y se había quedado a cubrir la huida de Shail y Victoria, plantando cara a Ashran. Horas después había aparecido en Nimbad, gravemente herido. Nadie sabía cómo había conseguido escapar de la ira del Nigromante.
—Sin duda él nos lo contará —afirmó Allegra.
Victoria se volvió hacia Christian, esperando que hablara, pero descubrió, al igual que todos los presentes, que el shek se había esfumado.
—¡Cobarde! —masculló Alexander, y sus ojos relucieron con un brillo salvaje.
—Lo ha hecho para proteger a Victoria —le susurró Jack—. Para no meterla en más problemas.
—Hay que encontrarlo —declaró Qaydar—. Ahora que ha sido descubierto, acudirá a informar a Ashran de todo lo que ha visto aquí. Tenemos que capturarlo antes de que abandone el bosque.
Victoria dudaba de que tuvieran una mínima posibilidad de atrapar a Christian, ni aunque lo atacaran todos a la vez, pero no dijo nada. Todavía estaba conmocionada por la súbita desaparición del joven.
Sintió la fresca presencia de Gaedalu junto a ella, y su voz la sobresaltó.
«No temas, Lunnaris —le dijo la varu—. Estás confundida, y es natural. Nuestro enemigo ha nublado tu mente, te ha hecho creer que existía algo entre vosotros. Su poder mental es grande, es difícil resistirse a él. Lo comprendo. En el Oráculo podremos purificarte de esos pensamientos envenenados, y la tríada de diosas... »
—No —cortó Victoria, turbada—. No es cierto. Lo que sentimos el uno por el otro es real, no es un engaño.
Mientras hablaba, hizo girar en su dedo a Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, hasta que la piedra mágica quedó hacia abajo, oculta por la palma de su mano. Ahora, a simple vista no parecía más que un aro de plata adornando su dedo. Tenía que ocultarlo de Gaedalu, porque probablemente intentaría arrebatárselo si llegaba a descubrir lo que era.