Read Tratado de ateología Online
Authors: Michel Onfray
¿Dios ha muerto? Está por verse... Tan buena noticia habría producido efectos solares de los que esperamos siempre, aunque, en vano, la menor prueba. En lugar de que dicha desaparición haya dejado al descubierto un campo fecundo, más bien percibimos el nihilismo, el culto a la fútil pasión por la nada, el gusto mórbido por lo sombrío propio del fin de las civilizaciones, la fascinación por los abismos y los agujeros sin fondo donde perdemos el alma, el cuerpo, la identidad, el ser y el interés por todo. Cuadro siniestro, apocalipsis deprimente...
La muerte de Dios fue un dispositivo ontológico, la falsa grandilocuencia propia del siglo XX, que veía la muerte por todas partes: muerte del arte, muerte de la filosofía, muerte de la metafísica, muerte de la novela, muerte de la tonalidad, muerte de la política... ¡Decretemos hoy la muerte de esas muertes ficticias! Esas falsas noticias servían en otras épocas para montar la escenografía de las paradojas antes del cambio de chaqueta metafísica. La muerte de la filosofía autorizaba libros de filosofía; la muerte de la novela generaba novelas; la muerte del arte, obras de arte, etc. La muerte de Dios produjo lo sagrado, lo divino, lo religioso, a cual mejor. Hoy en día, nadamos en esa agua lustral.
Sin duda, la proclama de la muerte de Dios fue tan estrepitosa como falsa... Con trompetas, anuncios teatrales y redoble de tambores, nos alegramos demasiado pronto. La época se hunde bajo un cúmulo de información tomado como la palabra válida de los nuevos oráculos, y triunfa la abundancia en perjuicio de la calidad y la veracidad; nunca tantas informaciones falsas fueron celebradas como otras tantas verdades reveladas. Para poder comprobar la muerte de Dios, serían necesarios indicios, certidumbres, y pruebas. Pues bien, todo ello falta...
¿Quién vio el cadáver? Además de Nietzsche, y aun así... A la manera del cuerpo del delito en Ionesco, habríamos padecido su presencia, y su ley nos habría invadido, contagiado e infestado, se habría descompuesto poco a poco, días tras día, y no habríamos dejado de asistir a una verdadera descomposición real, también en el sentido filosófico de la palabra. En lugar de eso, el Dios invisible mientras vivía, seguía siendo invisible después de muerto. Consecuencias del anuncio... Todavía esperamos las pruebas. ¿Pero quién nos las podrá dar? ¿Quién será el nuevo insensato para tarea tan imposible?
Porque Dios no está muerto ni agonizante, al contrario de lo que pensaban Nietzsche y Heine. Ni muerto ni agonizante, porque no es mortal. Las ficciones no mueren, las ilusiones tampoco; un cuento para niños no se puede refutar. Ni el hipogrifo ni el centauro están sometidos a la ley de los mamíferos. Un pavo real, un caballo, sí; un animal del bestiario mitológico, no. Ahora bien, Dios proviene del bestiario mitológico como miles de otras criaturas que aparecen en los diccionarios en innumerables entradas, entre Deméter y Discordia. El suspiro de la criatura oprimida durará tanto como la criatura oprimida, tanto como decir siempre...
Por otra parte, ¿dónde moriría? ¿En
La gaya ciencia?
¿Asesinado en Sils-Maria por un filósofo inspirado, trágico y sublime, atormentado, despavorido, en la segunda mitad del siglo XIX? ¿Con qué arma? ¿Un libro, varios libros, una obra?
¿Imprecaciones, análisis, demostraciones y refutaciones? ¿Por medio de ataques ideológicos bruscos y violentos? El arma blanca de los escritores... El asesino, ¿solo? ¿Emboscado? ¿En banda, con el abate Meslier y Sade como abuelos tutelares? Si Dios existiera, ¿no sería su asesino un Dios superior? y ese falso crimen, ¿no ocultaría deseos edípicos, ganas imposibles, irreprimibles aspiraciones vanas por llevar a cabo una tarea necesaria para generar libertad, identidad y sentido?
No se mata un soplo, un viento, un olor, no se matan los sueños ni las aspiraciones. Dios, forjado por los mortales a su imagen hipostasiada, sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada. Puesto que los hombres han de morir, parte de ellos no podrá soportar esa idea e inventará todo tipo de subterfugios. No se puede asesinar un subterfugio, no es posible matarlo. Más bien, será él quien nos mate; pues Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón, la Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en cadena...
El último de los dioses desaparecerá con el último de los hombres. Y con él, el miedo, el temor, la angustia, esas máquinas de crear divinidades. El terror ante la nada, la incapacidad para integrar la muerte como un proceso natural e inevitable con el que hay que transigir, ante el cual sólo la inteligencia puede producir efectos y, del mismo modo, la negación, la ausencia de sentido fuera del que otorgamos, el absurdo a priori, éstos son los conjuntos genealógicos de lo divino. Dios muerto supondría la nada domesticada. Estamos a años luz de un progreso ontológico como ése.
Así pues, Dios durará tanto como las razones que lo hacen existir; sus negadores también. Todas las genealogías parecen ficticias; no hay fecha de nacimiento de Dios. Tampoco del ateísmo práctico —el discurso es otra cosa—. Hagamos conjeturas: el primer hombre —otra ficción...— que afirma a Dios debe, al mismo tiempo o en forma sucesiva y alternativa, no creer en él. Dudar coexiste con creer. El sentimiento religioso habita probablemente en el mismo individuo atormentado por la incertidumbre u obsesionado por el rechazo. Afirmar y negar, saber e ignorar: un tiempo para la reverencia, otro para rebelarse, en función de las ocasiones en que se crea una divinidad o se la quema...
Dios parece, pues, inmortal. Aquí ganan sus adulones. Pero no por las razones que ellos imaginan, porque la neurosis que forja dioses surge del movimiento habitual de los psiquismos e inconscientes. La generación de lo divino coexiste con el sentimiento de angustia ante el vacío de una vida que termina. Dios nace de la inflexibilidad, la rigidez y la inmovilidad cadavérica de los miembros de la tribu. Ante el espectáculo del cadáver, los sueños y los humos con los que se alimentan los dioses adquieren cada vez más consistencia. Cuando se derrumba un alma ante el cuerpo inerte de un ser amado, la negación toma el relevo y transforma ese fin en principio y aquel desenlace en el comienzo de una aventura. Dios, el cielo y los espíritus llevan la voz cantante para evitar el dolor y la violencia de lo peor.
¿Y el ateo? La negación de Dios y de los mundos subyacentes surgió probablemente del alma del primer hombre creyente. Revuelta, rebelión, rechazo de la evidencia, resistencia ante los decretos del destino y la necesidad, la genealogía del ateísmo parece tan simple como la de la creencia. Satanás, Lucifer, el portador de la luz —el filósofo emblemático de las Luces...—, el que se niega y no quiere someterse a la ley de Dios, evoluciona como contemporáneo de ese período de partos. El Diablo y Dios funcionan como el anverso y reverso de la medalla, como teísmo y ateísmo.
Sin embargo, la palabra no es antigua históricamente y su acepción precisa —postura del que niega la existencia de Dios, excepto como ficción fabricada por los hombres para intentar sobrevivir a pesar de lo ineluctable de la muerte— es tardía en Occidente. Por cierto, el ateo aparece en la Biblia —Salmos (X:4 y XIV: 1) y Jeremías (V:12)—, pero en la Antigüedad se refería a veces, incluso a menudo, no al que no creía en Dios, sino al que se negaba a aceptar los dioses dominantes del momento, a sus formas decretadas por la sociedad. Durante mucho tiempo, el ateo caracterizaba a la persona que creía en un dios vecino, extranjero y heterodoxo. No era el individuo que desocupaba el cielo, sino el que lo poblaba con sus propias criaturas...
Desde lo político, el ateísmo servía para apartar, señalar u hostigar al individuo que creía en un dios que no era aquel del que se valía la autoridad del momento y del lugar con el fin de afianzar su poder. Pues el Dios invisible, inaccesible, por lo tanto silencioso acerca de lo que se le puede hacer decir o adjudicarle, no se rebela cuando algunos se pretenden elegidos por él a fin de hablar, decretar y actuar en su nombre para bien o para mal. El silencio de Dios permite el palabrerío de sus ministros, que usan y abusan del epíteto: aquel que no crea en su Dios, por lo tanto en ellos, se convierte en ateo de inmediato. De ahí surge el peor de los hombres: el inmoral, el detestable, el inmundo, la encarnación del mal. Hay que encarcelarlo en el acto, torturarlo o matarlo.
Difícil, por lo tanto, reconocerse como ateo... Nos llaman así, y siempre ante la perspectiva insultante de una autoridad dispuesta a condenar. La construcción de la palabra lo precisa, por lo demás: a-teo. Como prefijo privativo, la palabra supone una negación, una falta, un agujero y una forma de oposición. No existe ningún término para calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras fuera de esta construcción lingüística que exacerba la amputación: a-teo, pues, pero también, in-fiel, a-gnóstico, des-creído, i-religioso, in-crédulo, a-religioso, im-pío (¡el a-dios está ausente!) y todas las palabras que derivan de éstas: i-religión, in-credulidad, impiedad, etc. No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo, positivo, libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento mágico y de las fábulas.
El ateísmo proviene de una creación verbal de deícolas. La palabra no se desprende de una decisión voluntaria y soberana de una persona que se define con ese término en la historia. La palabra «ateo» califica al otro que rechaza al dios local cuando todo el mundo o la mayoría creen en él. Y tiene interés en creer... Porque el ejercicio teológico en el poder se apoya siempre en las fuerzas armadas, las policías existenciales y los soldados ontológicos que eximen de reflexionar e invitan a creer y a menudo a convertirse lo más pronto posible.
Baal y Yahvé, Zeus y Alá, Ra y Wotan, pero también Manitú deben sus patronímicos a la geografía y a la historia: con respecto a la metafísica que los hace posibles representan con diferentes nombres la misma realidad fantasmagórica. Ahora bien, ninguno es más verdadero que el otro, puesto que todos evolucionan en un panteón de alegres compañeros inventados donde banquetean Ulises y Zaratustra, Dionisos y Don Quijote, Tristán y Lanzarote del Lago, entre otras figuras mágicas como el Zorro de los
dogon
o los
loas
vudú.
A falta de palabra para calificar lo incalificable, para nombrar lo innombrable —el loco que tiene la audacia de no creer...—, recurramos, pues, a
ateo...
Existen perífrasis o palabras, pero los cristícolas las pergeñaron y lanzaron al mercado intelectual con la misma intención despectiva. Así, los
incrédulos
que Pascal censuraba con frecuencia a lo largo de papelotes cosidos en el forro de su abrigo, o los
libertinos,
incluso los
librepensadores
o, entre nuestros amigos belgas de hoy, los partidarios del
libre examen.
La antifilosofía —corriente del siglo XVIII, cara sombría de las Luces que sin razón olvidamos y que deberíamos, no obstante, volver a analizar bajo la luz del presente a fin de mostrar cómo la comunidad cristiana recurre a cualquier medio, incluso a los más indefendibles desde el punto de vista moral, para desacreditar el pensamiento de los temperamentos independientes que no se entregan a sus fábulas—, la antifilosofía, pues, combate con violencia inaudita la libertad de pensamiento y la reflexión ajena a los dogmas cristianos.
De donde nace, por ejemplo, la obra del padre Garasse, un jesuíta que no teme ni a Dios ni al Diablo e inventa la propaganda moderna en pleno Gran Siglo en
La curiosa doctrina de los incrédulos de nuestros tiempos, o que se dicen tales
(1623), un grueso volumen de más de mil páginas en el que calumnia a los filósofos libres al presentarlos como disolutos, sodomitas, ebrios, lujuriosos, glotones, paidófilos —pobre Pierre Charron, el amigo de Montaigne...— y otras cualidades diabólicas, con el fin de impedir la lectura de las obras progresistas. Al año siguiente, el mismo ministro de Propaganda jesuíta emprende la
Apología de su libro contra los ateos y libertinos de nuestro siglo.
Garasse se supera a sí mismo, sin evitar, en modo alguno, la mentira, la calumnia, la bajeza y el ataque
ad hominem.
El amor al prójimo no tiene límites...
Desde Epicuro, calumniado en vida por los fanáticos y poderosos de su tiempo, hasta los filósofos libres —a veces, incluso, sin renegar del cristianismo— que no creen que la Biblia constituya el límite infranqueable de la inteligencia, el método sigue produciendo efectos hasta el día de hoy. A pesar de que algunos filósofos atacados y fulminados por Garasse no siempre pudieron recuperarse y permanecieron en el más deplorable de los olvidos, a pesar de que algunos adquirieron la reputación de inmorales y de personas intratables, y que las calumnias afectaron del mismo modo a sus obras, el devenir negativo de los ateos fue encubierto durante siglos. En filosofía,
libertino
es, ahora y siempre, una calificación despectiva y polémica que impide el pensamiento sereno y digno de aquel nombre.
A causa del poder dominante de la antifilosofía en la historia oficial del pensamiento, aspectos enteros de una reflexión vigorosa, viva, fuerte, pero anticristiana e irreverente, o incluso ajena a la religión dominante, permanecen ignorados, incluidos a menudo profesionales de la filosofía, con la excepción de un puñado de especialistas. ¿Quién, para nombrar sólo al Gran Siglo, ha leído a Gassendi, por ejemplo? ¿O a La Mothe Le Vayer? ¿O a Cyrano de Bergerac, el filósofo, no la ficción...? Muy pocos... Y, sin embargo, Pascal, Descartes, Malebranche y otros representantes de la filosofía oficial son impensables sin el conocimiento de que estas figuras se esforzaron por lograr la autonomía de la filosofía dentro de la teología, en este caso, la religión judeocristiana...
La escasez de palabras positivas para calificar el ateísmo y la falta de consideración de epítetos posibles de sustitución contrasta con la abundancia de vocabulario para caracterizar a los creyentes. No hay una sola variación sobre el tema que no disponga de palabra para calificarla: teísta, deísta, panteísta, monoteísta, politeísta, a los que puede agregárseles animista, totémico, fetichista o incluso, frente a las cristalizaciones históricas: católicos y protestantes, evangelistas y luteranos, calvinistas y budistas, sintoístas y musulmanes, chiítas y sunitas, desde luego, judíos y testigos de Jehová, ortodoxos y anglicanos, metodistas y presbiterianos; el catálogo es infinito...