Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
—¡Mierda, Albert! ¡Haz lo que te digo! Y no quiero que me hables en términos matemáticos, lo quiero tan claro como seas capaz de explicármelo.
Un día de estos haré que Essie reescriba el programa de Albert con un poco de idiosincracia.
—Seguro que sí, Robín —dijo alegremente, ignorando mi mal humor. Frunció sus espesas cejas—. Bien, veamos.
—¿Tan difícil te resulta? —pregunté, con más asombro que sarcasmo.
—Claro que no, Robín. Me preguntaba únicamente hasta dónde tenía que retroceder para empezar. Bien, empecemos con la luz. Ya sabes que la luz se compone de pequeñas partículas llamadas fotones. Posee masa y ejerce presión...
—No tan atrás, por favor Albert.
—De acuerdo, pero un agujero negro empieza con el descenso de la presión de la luz. Tomemos una estrella gigante, una de la clase O, pongamos por caso. Diez veces más densa que el sol. Consume tan deprisa su combustible nuclear que vive apenas mil millones de años. Lo que evita su colapso es la presión de la radiación —llamémosla «presión lumínica»— que se produce a partir de la reacción nuclear del hidrógeno al fundirse el helio de su interior. Pero entonces la estrella se queda sin hidrógeno. La presión cesa. Se produce el colapso. Y se produce a una velocidad vertiginosa, Robín, apenas en cuestión de horas. Y una estrella que medía centenares de miles de kilómetros de diámetro pasa a medir de pronto apenas una treintena. ¿Me sigues, Robín?
—Creo que sí. Sigue.
—Bien —dijo, mientras encendía la pipa y daba un par de chupadas. A veces no puedo evitar preguntarme si no disfrutará haciéndolo—. Esa es una de las maneras como empiezan los agujeros negros. La clásica, si prefieres llamarla así. Consérvala en tu mente, y ahora vayamos a la parte siguiente: la velocidad de escape.
—Ya sé lo que es la velocidad de escape.
—Seguro que sí, Robín —asintió—, tratándose de un veterano piloto prospector de Pórtico como tú. Bien. Imagina que cuando estabas en Pórtico hubieras arrojado una roca en línea recta desde la superficie, hacia arriba. Probablemente hubiera vuelto a caer, porque incluso un asteroide tiene algo de gravedad. Pero si pudieras arrojarla con la suficiente velocidad —a unos cuarenta kilómetros por hora—, no volvería. Alcanzaría la velocidad de escape y seguiría volando para siempre. En la Luna tendrías que hacerlo a mucha más velocidad, a unos dos o tres kilómetros por segundo. En la Tierra, aún más rápido, a más de once kilómetros por segundo.
Pausa.
—Ahora bien —continuó, echándose adelante para sacar la carbonilla del interior de la pipa y volverla a llenar—, si tú —golpeó la pipa antes de encenderla—, si tú estuvieras en la superficie de un cuerpo cuya gravedad, en la superficie, fuera muy elevada, las condiciones serían aún peores. Imagínate que la gravedad fuera tal que se necesitase una velocidad de escape de alrededor de los trescientos diez mil kilómetros por segundo. Es imposible arrojar una roca a esa velocidad. ¡Ni siquiera la luz es tan rápida! Así que —puf, puf—, ni siquiera la luz podría escapar, porque su velocidad es diez mil kilómetros por segundo demasiado lenta. Y, como sabemos, si la luz no puede escapar, nada puede hacerlo: esa es la teoría de Einstein, si se me permite decirlo —me guiñó el ojo—. De modo que eso es lo que es un agujero negro. Es negro porque no emite radiación alguna.
—¿Y qué hay de las naves Heechees? Van más rápidas que la luz.
Albert sonrió molesto.
—Por favor, Robín, entiende lo que quiero decir. Ignoramos cómo lo hacen. Quizás un Heechee sea capaz de salir de un agujero negro, ¿quién sabe? Pero no tenemos pruebas de que lo hayan conseguido.
Reflexioné un instante.
—Todavía —le dije.
—Vale, Robín —admitió—. El problema de viajar a más velocidad que la luz y el de escapar de un agujero negro son en esencia el mismo problema. —Hizo una pausa; una larga pausa. Entonces, a modo de disculpa, añadió—: Me temo que eso es todo lo más que pueda decirse al respecto, por ahora.
Me levanté para ir a enfriar mi bebida, dejándolo allí sentado, chupeteando pacientemente su pipa. A veces me resulta difícil recordar que allí, en realidad, no había nada; nada excepto fracciones de luz colimatada interfiriendo unas con otras, mezcladas gracias a unas cuantas toneladas de metal y plástico.
—Albert —le dije—, dime una cosa. Se supone que vosotras • las computadoras sois casi tan rápidas como la luz. ¿Por qué tardáis tanto a veces en contestar? ¿Para proporcionar un cierto efecto dramático?
—Bueno, Bob, a veces sí que nos cuesta tanto —dijo al cabo de un instante—. Pero no sé si te das cuenta de lo difícil que resulta «hablar». Si quieres información acerca de los agujeros negros, pongamos por caso, no tengo problemas para proporcionártela. Si quisieras, hasta seis millones de bits por segundo. Pero para traducir esa información a términos que puedas entender, sobre todo en forma de conversación, tengo que echar mano de más información de la que dispongo en la memoria. Tengo que buscar las palabras a través de obras literarias y de conversaciones grabadas. Tengo que contrastar las analogías y las metáforas con las que tienes en mente. Tengo que vérmelas con esas restricciones porque son las que me imponen tus expectativas respecto de mis comportamientos, y las que imponen la importancia del tono de la voz. ¡Casi nada, chico!
—Eres más listo de lo que parece, Albert —le dije.
Sacudió la pipa y me miró desde debajo de sus greñas blancas.
—¿Te molesta que te diga que tú también lo eres?
—¿Sabes, viejo? —le contesté—, eres un buen cacharro.
Me estiré sobre el ventrudo sofá medio dormido con el vaso en la mano. Por lo menos había conseguido alejar a Essie de mis pensamientos durante un rato, pero seguía con una punzante pregunta en mi mente. En algún lugar, no recordaba cuándo, le había hecho esa misma pregunta a otro programa.
Harriet me despertó y me dijo que había una llamada de nuestra doctora en persona, no de su programa médico, sino de la mismísima doctora Wilma Liederman, quien, de vez en cuando, venía a vernos para comprobar si los programas médicos y los aparatos cumplían con su trabajo.
—Robin —me dijo—, creo que Essie está fuera de peligro.
—¡Eso es... fantástico! —exclamé.
Y en el mismo instante en que lo dije deseé haberme ahorrado palabras como «fantástico», aun cuando era eso lo que sentía, porque no hacían justicia a mis sentimientos. Nuestro programa médico había ya contactado con el Hospital General de Mesa, por supuesto. Gracias a ello, Wilma sabía ya tanto del estado de Essie como el hombrecillo negro con el que había hablado, y claro está, había enviado al hospital por medio del programa todo el historial médico de Essie. Se me ofreció a tomar el primer vuelo a Tucson si así lo deseaba. Le contesté que el doctor era ella, no yo, y entonces me dijo que le pediría a un excompañero de la Universidad de Columbia que estaba en Tucson que se ocupara de Essie.
—Pero no vayas a verla esta tarde, Robin —me aconsejó—. Habla con ella por teléfono si quieres, es más, lo prescribiría, pero no la fatigues. Tal vez mañana esté más repuesta.
De manera que llamé a Essie y hablé con ella tres minutos. Estaba atontada, pero era consciente de lo ocurrido. Luego me volví a dormir, y justo cuando me estaba adormeciendo, recordé que Albert me había llamado «Bob».
Había otro programa con el que había tenido una buena relación, hacía ya mucho, que a veces me llamaba Robin, a veces Bob, e incluso Bobby. No había hablado con aquel programa en particular desde hacía mucho tiempo, porque no había sentido necesidad de hacerlo; pero quizás estaba empezando a sentirla ahora.
El Certificado Médico Completo es, bueno, eso: el Certificado Médico Completo. Lo es todo. Si existe un modo de mantenerte sano, y más concretamente, de mantenerte vivo, puedes contar con él. Y hay muchos modos. El Certificado Completo cuesta varios cientos de miles de dólares al año. No hay mucha gente que pueda permitírselo, algo menos del cero coma uno por ciento de la población, incluidos los países más desarrollados. Pero se pueden comprar con él muchas cosas. Al día siguiente, después de comer, me compró a Essie.
Wilma dijo que era lo más oportuno, y lo mismo me dijeron los demás. La ciudad de Tucson se había normalizado lo suficiente como para poder hacerlo. La ciudad se había sobrepuesto a las contingencias provocadas por la fiebre. Todas las estructuras volvían a funcionar como de costumbre, lo que significaba que ya estaba en condiciones de ofrecer los servicios por los que uno había pagado. Así que al mediodía una ambulancia particular trajo la cama, el corazón artificial y el pulmón de acero, el equipo de diálisis y los demás aparatos. A las doce y media un equipo de enfermeras se trasladó a la suite, y a las dos y cuarto yo subía en el montacargas junto con seis metros cúbicos de equipo, en cuyo centro estaba mi corazón, es decir, mi mujer.
Entre las muchas cosas que el Certificado Médico Completo había comprado había calmantes, corticosteroides para activar la cicatrización, y medicamentos que amortiguaban la acción de los corticosteroides; cuatrocientos kilos de tubos que se hallaban bajo el armazón de la cama, que registraban todo lo que Essie hacía y que actuarían por ella cuando Essie no pudiera hacerlo por sus propios medios. Sólo el trasladarla desde la ambulancia hasta la cama de la habitación les llevó hora y media, con el excompañero de Wilma dirigiendo la operación y dando órdenes. Me echaron de allí mientras duró el traslado, y me tomé dos tazas de café en el vestíbulo, en tanto observaba como los ascensores en forma de lágrima subían y bajaban. Cuando calculé que ya podía subir, me encontré con el doctor del hospital. Había logrado dormir un poco y llevaba unas gafas de montura anticuada en lugar de las lentes de contacto.
—No la fatigue —me advirtió.
—Estoy empezando a cansarme de que todo el mundo me diga lo mismo.
Me sonrió y se autoinvitó a tomar café conmigo. Resultó ser un tipo simpático; me contó que había sido el mejor base del equipo de baloncesto de Tempe, en la época en que estudiaba en Arizona. Me pareció encantador que un tipo de metro sesenta hubiera sido elegido para jugar en un equipo de baloncesto, y nos despedimos como amigos. Fue un detalle que me animó. No se hubiera permitido confraternizar de aquella manera conmigo de no haber estado seguro de que Essie iba a mejorar.
Aunque no me di cuenta entonces de lo mucho que iba a tener que mejorar.
Seguía todavía bajo la burbuja presurizada, lo que me ahorró constatar lo derrotada que estaba. La enfermera del turno matutino se retiró al salón después de aconsejarme que no cansara a Essie, y hablamos un momento. En realidad fue poco lo que dijimos. S. Ya. es poco comunicativa. Me preguntó qué noticias había de la Factoría Alimentaria, y después de facilitarle varias sinopsis de treinta segundos me preguntó qué noticias había de la fiebre. Después de contestar con rodeos a su pregunta de una sola frase, me di cuenta de lo mucho que la fatigaba hablar, y de que no debía cansarla.
Pero ella seguía hablando, y lo hacía con coherencia, sin dar muestras de estar preocupada, por lo que volví a mi consola y a mi trabajo.
Había, como de costumbre, un buen montón de informes con los que vérselas y varias decisiones que tomar. Al acabar escuché el último informe de Albert acerca de la Factoría, y después decidí que era hora de irse a la cama.
Estuve tumbado un buen rato. No estaba inquieto. Ni tampoco cansado. Pero estaba dejando que la tensión me consumiera. Oía como la enfermera del turno de noche se movía por el cuarto de estar. Por otra parte, de la habitación de Essie me llegaba el constante y débil zumbido y el gorgoteo de los aparatos que la mantenían con vida. Me estaban ocultando algo; podían engañarme a su antojo. Yo por mi parte no había conseguido asimilar aún el hecho de que cuarenta y ocho horas antes Essie había estado muerta. Kaput. Sin vida. De no haber sido por el Certificado Médico Completo y mucha suerte, en aquellos momentos hubiera estado eligiendo la ropa para el funeral.
Y en mi mente, un reducido grupo de células que habían comprendido lo que todo aquello significaba, no hacía más que sugerir... bueno, quién sabe, quizás hubiese sido lo mejor; tal vez hubiera valido más que no la rescatasen.
Esto no tenía nada que ver con el hecho de que amara a Essie; y mucho, además. No le deseaba más que lo mejor, y me había quedado hundido al enterarme de que estaba tan malherida. Aquella escasa minoría de mi cerebro pensaba por sí sola. Cada vez que se planteaba la cuestión, la inmensa mayoría votaba que amaba a Essie, sin importarle cómo o qué se le preguntase.
Nunca he estado seguro del significado de la palabra «amor». Sobre todo en relación a mí mismo. Justo antes de quedarme dormido pensé un momento en llamar a Albert para que me lo explicara. Pero no lo hice. Albert no era el programa adecuado para hacerlo, y no quería volver a empezar con el que sí lo era.
Las sinopsis continuaban llegando, y yo seguía el desarrollo de la singladura de la Factoría Alimentaria sin poder evitar el sentirme completamente desfasado. Unos cuantos siglos antes, los dominadores del mundo ingleses y españoles dirigían las operaciones a más de un mes de distancia de los frentes. Sin cables, sin satélites. Sus órdenes salían con los barcos y las respuestas llegaban cuando podían. Hubiera deseado compartir sus métodos. Los cincuenta y cinco días que nos separaban de los Herter-Hall se me hacían eternos. Aquí estaba yo en Gante, y allí estaban ellos, como Andy Jackson zurrando a los ingleses a base de bien, semanas después de que decretara el fin de la guerra en Nueva Orleans. Por supuesto que les había enviado órdenes instantáneas acerca de cómo tenían que actuar y qué tenían que preguntarle al chico, Wan. Qué hacer para conseguir desviar a la Factoría de su ruta. Y a más de cinco mil unidades astronómicas de distancia ellos hacían lo que se les ocurría, y cuando les llegaban mis órdenes habían decidido ya todos los problemas.
A medida que Essie mejoraba, mejoraba mi estado de ánimo. Su corazón latía por sí solo. Sus pulmones volvían a respirar. Le retiraron el pulmón
de
acero y pude tocarla y besarla en la mejilla, y ella iba tomando nuevamente interés por lo que acontecía. De hecho, no lo había perdido; cuando le dije que era una lástima que se hubiera perdido su conferencia, me sonrió y me dijo:
—Está todo grabado, cariño; la he estado grabando mientras estabas tan ocupado.