Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Me callé porque me di cuenta de que estaba hablando demasiado. Me sentí triste y presa de delirios, preocupado y... lascivo; y por la expresión de Essie, también ella parecía estar experimentando algo raro.
—Obras son amores, Robín —empezó.
Y fue lo más que consiguió decir. La señal luminosa era ahora de color rojo rubí, y latía como el cuarzo; y entonces brilló por última vez y el rostro preocupado de Albert apareció en pantalla. Jamás había supuesto que podía aparecer sin que se le hubiese llamado.
—¡Robín! —gritó— ¡Hay una nueva emanación de la fiebre!
Me incorporé temblando.
—¡Pero si no es tiempo! —objeté estúpidamente.
—Pues ha sucedido y es bastante extraño, Robin. Alcanzó su punto álgido... déjame ver... sí, hace menos de cien segundos. Y creo que, sí —asintió como si estuviera escuchando una voz inaudible—, que está desapareciendo.
Y, de hecho, ya me sentía menos raro. Nunca un ataque había sido tan corto, y ninguno se le había parecido. Aparentemente, alguien más estaba probando el diván.
—Albert, envía un mensaje con prioridad a la Factoría Alimentaria. Repíteles constantemente que cesen de inmediato de efectuar nuevas pruebas en el diván, cualquiera que sea el propósito. Que lo desmantelen, si es posible, sin causarle daños irreversibles. Les rescindiremos el contrato y les dejaremos sin sueldo ni bonificaciones si hay una nueva intentona de usar el diván, ¿de acuerdo?
—Ya está de camino, Robin —dijo antes de desaparecer.
Essie y yo nos miramos un instante.
—Pero no le has dicho nada de que abandonen la misión y den media vuelta —dijo Essie finalmente.
Me encogí de hombros.
—Eso no cambiaría las cosas.
—No, y me has dado buenas razones —admitió—. ¿Pero eran tuyas esas razones, Robín?
No le contesté.
Sabía qué pensaba Essie de mis razones para exhortar a que se continuara la exploración de la estación Heechee, sin parar mientes en la fiebre, los costes o los riesgos. Ella creía que mis razones tenían un nombre, que era el de Gelle-Klara Moynlin. Y a veces yo mismo dudaba que se equivocara al respecto.
No importa en qué dirección se moviera Lurvy en el interior de la nave: siempre tenía delante la pantalla de navegación moteada de gris. La pantalla no le mostraba nada que pudiera reconocer, pero aquel vacío le resultaba familiar.
Mientras viajaron a velocidad más rápida que la luz, de camino al Paraíso Heechee, estuvieron solos. El universo en torno suyo estaba vacío, a excepción de aquel gris granuloso y cambiante. Ellos eran el universo. Ni siquiera durante el largo viaje a la Factoría Alimentaria había estado tan solo. Al menos había habido estrellas. También planetas. Pero en el espacio tau —en el irracional espacio por el que las naves Heechees volaban, o atravesaban o circunnavegaban, fuera éste del tipo que fuera— no había nada. Las últimas ocasiones en que Lurvy había estado en un vacío semejante había sido durante sus misiones para Pórtico, y aquéllos no eran precisamente recuerdos placenteros.
La nave de Wan era con diferencia la mayor que había visto. La más grande de las de Pórtico podía llevar cinco personas. Ésta podía albergar veinte o más. Comprendía ocho compartimientos separados. Tres de ellos eran de almacenaje, y se llenaban automáticamente (les había dicho Wan) con los productos de la Factoría Alimentaria mientras estaba allí amarrada. Dos parecían camarotes, pero desde luego no para seres humanos. Si es que las literas que asomaban en las paredes eran realmente literas, pues resultaban demasiado pequeñas para un humano adulto. Wan dio a conocer una de las habitaciones como la suya propia, a la que invitó a Janine para compartirla con ella. Cuando Lurvy vetó la propuesta, él se sometió de mal humor, y decidieron instalarse los chicos a un lado y las chicas en otro. La habitación de mayor tamaño, sita en el centro exacto de la nave, tenía la forma de un cilindro cerrado por ambos extremos. No tenía suelo ni techo, si se exceptuaba la diferenciación que entre ambos proporcionaban tres asientos, sujetos a la superficie de la pared y enfrentados a los paneles de control. Como la superficie era curva, los tres asientos estaban inclinados los unos hacia los otros. Eran de diseño bastante sencillo, del tipo con el que Lurvy había pasado cuatro meses: dos planchas de metal liso unidas en forma de V.
—En las naves de Pórtico acostumbrábamos a atar una lona de plancha a plancha —sugirió Lurvy.
—¿Qué es «lona»? —preguntó Wan; y cuando se lo hubieron explicado, dijo—: ¡Qué buena idea! Eso haré en el próximo viaje. Puedo tomar el material prestado de los Difuntos.
Como en todas las naves Heechees, los controles eran casi totalmente automáticos. Había una docena de ruedas radiadas que formaban una hilera vertical, con luces de colores en cada rueda. Cuando se las hacía girar (no en pleno vuelo, por supuesto; eso era un suicidio seguro), las luces cambiaban en color e intensidad, dibujando bandas de luz y sombra como si se tratara de las líneas de un espectro. Representaban los objetivos de viaje. Ni siquiera Wan podía leerlos, y Lurvy y los demás, aún menos. Pero desde la época de Lurvy en Pórtico, con gran pérdida de vidas humanas, los grandes cerebros electrónicos habían acumulado una buena cantidad de datos al respecto. Determinados colores significaban una magnífica oportunidad de conseguir un destino que valiera la pena. Algunos hacían referencia a la duración del viaje seleccionado. Otros —la mayoría— habían sido clasificados como números negativos, porque toda nave que había entrado en el hiperespacio con esos números en el selector, se había quedado en él, o por lo menos en algún otro sitio. O al menos no había vuelto a Pórtico. Sin haber recibido órdenes en ese sentido, y sin que fuera lo acostumbrado, Lurvy se dedicó a fotografiar cada fluctuación que apareciera en los colores o en la pantalla de navegación, incluso cuando la pantalla no mostraba nada que a ella le pareciera digno de ser fotografiado. Una hora después de haber partido de la factoría, las estrellas comenzaron a concentrarse en un punto de brillo parpadeante. Habían alcanzado la velocidad de la luz. Y después, desapareció también el punto. La pantalla tomó la apariencia de un barro gris agujereado por las gotas de lluvia, y así se quedó.
Para Wan, naturalmente, la nave era algo así como el autobús escolar de toda la vida, usado para desplazarse yendo y viniendo desde que había tenido la edad y la fuerza suficiente para desplazar la teta del selector. Paul no había estado nunca con anterioridad en una nave Heechee, y pasó algunos días atónito por completo. Tampoco Janine había estado antes en una nave Heechee, pero una nueva maravilla no era ninguna novedad en su corta vida. Para Lurvy la cosa era distinta: aquélla era una versión corregida y aumentada de las naves en que había ganado sus brazaletes de prospectora, lo cual hacía también que aumentara su miedo.
No podía evitarlo. No lograba autoconvencerse de que aquella nave, era, a fin de cuentas, un transbordador de línea regular. Había adquirido demasiados temores al lanzarse al vacío como piloto de Pórtico. Se obligó a sí misma a recorrer el vasto espacio de que disponía —relativamente vasto, ¡casi ciento cincuenta metros cúbicos!—; y se preocupó. La terrosa pantalla no era lo único que le obsesionaba: por un lado estaba el contenedor de color oro que se suponía contenía el propulsor MRL, y que explotaba si se intentaba abrirlo. Estaba también la espiral de cristal dorado que se calentaba (nadie sabía porqué) de vez en cuando, y que se iluminaba con un débil resplandor caliente al inicio y al final de cada viaje, y también en otro momento crucial.
Era ése el momento que Lurvy esperaba. Y cuando, exactamente a los veinticuatro días, cinco horas y cincuenta y seis minutos de haber abandonado la Factoría Alimentaria, la espiral se encendió y comenzó a iluminarse, no pudo evitar dejar escapar un suspiro de alivio.
—¿Qué pasa? —preguntó Wan con suspicacia.
—Eso quiere decir que estamos a mitad de camino —respondió Lurvy anotando la hora en el cuaderno—. Este es el punto que señala la mitad del recorrido. Es la señal que esperas en las naves de Pórtico. Si alcanzas ese punto habiendo consumido sólo una cuarta parte de tus víveres, entonces estás seguro de no quedarte sin y morirte de hambre.
—¿Es que no me crees, Lurvy? —se quejó Wan—. No nos moriremos de hambre.
—Es agradable poder estar seguro —le sonrió; y de pronto dejó de sonreír al pensar en como sería el lugar de destino.
De esta manera siguieron procurando evitar todo tipo de fricciones lo mejor que pudieron, sacándose de quicio unos a otros constantemente. Paul enseñó a Wan a jugar al ajedrez, a mantenerse ocupado sin pensar en Janine. Wan volvía una vez y otra sobre todo aquello que podía contarles acerca del Paraíso Heechee, a veces con paciencia, las más de las veces perdiendo los estribos.
Dormían tanto como podían. En la estrecha litera junto a Paul, los jóvenes humores de Wan bullían y fluían. Se revolvía nervioso y se daba la vuelta a cada una de las débiles y casuales aceleraciones de la nave, deseando estar solo para poder hacer aquellas cosas que parecían estar prohibidas en público, o mejor, con el deseo de estar a solas con Janine, para poder hacer todas aquellas cosas aún más agradables que Tiny Jim y Henrietta le habían descrito. Le había preguntado a Henrietta en numerosas ocasiones cuál era el papel que desempeñaba la hembra en la cópula. Era una pregunta a la que ella siempre respondía, incluso cuando se mostraba reacia a hablar en general; pero nunca lo hacía de tal manera que lo que decía le resultara útil a Wan. Independientemente de cómo iniciara las frases, éstas acababan volviendo indefectiblemente, y lacrimosamente, al tema de las terribles traiciones de que su marido la hacía objeto con aquella putilla, Doris.
No sabía realmente cuáles eran las diferencias físicas entre el macho y la hembra. Fotos y palabras no lo aclaraban. Hacia el final del viaje, la curiosidad venció a la falta de información y les pidió a Lurvy y a Janine que cualquiera de ellas le permitiera comprobarlo por sí mismo. Aunque fuera sin tocar.
—¡Pero serás cerdo! —sentenció Janine. Pero no estaba enojada; al contrario, sonreía—. Espera que te llegue el momento, chico, y podrás tocar cuanto quieras.
Pero a Lurvy no le hizo ninguna gracia, y después de que
Wan se alejara desconsolado tuvo una larga conversación a solas con su hermana. Al menos, tan larga como lo toleró Janine.
—Lurvy, cariño —dijo ésta por fin—, eso ya lo sé. Ya sé que sólo tengo quince años, bueno, casi, y que Wan no es mucho mayor. Tengo muy claro que no me quiero quedar preñada a cuatro años de distancia de cualquier médico, y teniéndonos que enfrentar con montones de cosas que desconocemos. Todo eso ya lo sé. Ya sé que piensas que no soy más que tu hermanita pequeña. Vale, es lo que soy. Pero resulta que tienes una hermanita pequeña bastante espabilada. Cuando dices algo que vale la pena, te escucho.. Así que puedes irte a la porra, querida Lurvy.
Sonriendo tranquilamente se fue tras Wan, y entonces se detuvo, volvió y besó a Lurvy.
—Papá y tú, me sacáis de quicio los dos. Pero os quiero mucho. Y a Paul, también.
Lurvy sabía que no era sólo culpa de Wan. Todos olían a rayos. Entre sus sudores y secreciones había feromonas suficientes como para poner cachondo a un monje, y con más razón a un impresionable muchacho aún virgen. Y de eso no tenía la culpa Wan. Más bien todo lo contrario. De no haber insistido él, hubieran cargado menos agua en la nave, con lo cual, estarían todavía más sucios y sudorosos de lo que estaban después de sus aseos racionados. Ahora que pensaba en ello, se daba cuenta de que habían partido de la Factoría Alimentaria demasiado impulsivamente. Payter llevaba razón.
Con bastante sorpresa por su parte, Lurvy se percató de que echaba en falta al viejo. En su nave, habían estado absolutamente distantes el uno del otro. ¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría bien? Habían tenido que llevarse consigo la unidad de bioanálisis: sólo tenían una, y cuatro la necesitaban más que uno. Lo cual no había sido realmente un acierto, ya que en tanto no pudieran volver a establecer contacto con Vera desde el Paraíso Heechee, la unidad no sería más que un amasijo de cables inmóvil. Y mientras tanto, ¿qué le sucedería a su padre?
Lo curioso del caso es que Lurvy quería al viejo, y creía que él también a ella. Lo había mostrado con todo tipo de manifestaciones salvo las verbales. Había sido su ambición y su dinero lo primero que les había puesto de camino hacia la Factoría Alimentaria, al pagarles la cuota de aspirantes, rascando, para conseguirlo, no solo el fondo de sus bolsillos, sino también de su ambición. Había sido su dinero lo que le había permitido a ella ir a Pórtico la primera vez, y cuando las cosas se le pusieron feas, no se lo reprochó. O, como mínimo, no demasiado e indirectamente.
Al cabo de seis semanas en el interior de la nave de Wan, Lurvy empezó a adaptarse. Se sentía incluso bastante cómoda, dejando de lado los olores y los malos humores; al menos, se sentía tan cómoda como le permitían los malos recuerdos que le habían dejado los viajes con los que había adquirido sus cinco brazaletes en Pórtico. Había muy pocas cosas buenas que recordar al respecto.
Su primer viaje había sido un desastre. Catorce meses, entre la ida y la vuelta, para llegar finalmente a la órbita de un planeta que había sido devorado por las llamas de una nova. Tal vez en algún tiempo hubiera habido algo allí, pero no había nada cuando Lurvy llegó, desoladamente sola y hablando consigo misma en su nave monoplaza. Aquello la escarmentó de volver a aceptar misiones individuales, y su siguiente vuelo fue en una tres. No había sido un cambio para mejor. Ninguno de los vuelos que siguieron al primero fue mejor. En Pórtico ganó cierta fama, convirtiéndose en un objeto de curiosidad; ostentaba el récord de más viajes realizados con el índice más bajo de beneficios. No era un honor que le agradara, pero la cosa fue aún peor en su último viaje.
Aquello sí que fue un desastre. Cuando todavía no habían llegado a su objetivo, despertó al horror después de un sueño agitado y en absoluto reparador. La mujer que se había convertido en su mejor amiga flotaba junto a ella bañada en sangre, y la otra yacía muerta un poco más allá, y los dos hombres, que constituían el resto de la tripulación de la Cinco, estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo a muerte, entre gritos y navajazos.