Tras el incierto Horizonte (12 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Él se revolvía incómodo.

—¿Qué te pasa?

—Cuando los Difuntos me hacían chequeos me clavaban cosas. Es algo que no soporto.

—Pero es por tu propio bien, Wan —le dijo severamente—, Oye, ¿por qué no vamos a hablar con los Difuntos?

Era la reacción típica de Janine. En realidad no quería ir a hablar con los Difuntos, lo que quería era abandonar aquel lugar que tan nerviosa la ponía. Pero cuando llegaron al lugar en que estaban los Difuntos, que era también el lugar en que se encontraba el diván de los sueños de Wan, Janine había decidido ya que quería otra cosa.

—Wan —dijo—, quiero probar el diván.

Él echó la cabeza atrás y entrecerró los ojos, observándola desde lo alto de su larga nariz.

—Lurvy me prohibió volver a usarlo —sentenció.

—Ya lo sé. ¿Cómo hago para entrar dentro?

—Primero me decís que he de hacer lo que decís —se quejó—, luego me hacéis hacer lo que me habíais prohibido. ¡No hay quien lo entienda!

Ella ya se había introducido en el interior de la estructura y asomaba la cabeza.

—¿Tengo que bajar la cubierta por encima de mí?

—Oh, si ya te has decidido —se encogió de hombros—. Sí, se cierra de golpe ahí, donde tienes la mano, pero para salir basta con que aprietes.

Ella alargó la mano para alcanzar la cubierta de malla, y la estiró hacia sí, mirándole a Wan a la cara, petulante y preocupada.

—¿Es que duele?

—¿Que si duele? ¡No, vaya idea!

—Bueno, pues ¿qué se siente?

—Janine —le dijo, severo— eres tan infantil, ¿por qué haces preguntas cuando tú misma puedes comprobarlo?

Estiró la cubierta resplandeciente hacia abajo, y el cierre que ajustaba al lado chasqueó y se cerró.

—Es mejor que duermas —le aconsejó a través de la malla azulada.

—Pues no tengo sueño —le contestó—. No siento nada de nada.

Y entonces lo sintió.

No era nada que su experiencia previa de la fiebre le hubiera permitido esperar, no había ningún tipo de interferencia obsesiva con su personalidad, ni tampoco un punto del que brotaran las sensaciones. Sólo un resplandor cálido y envolvente, que la rodeó. Era sólo un átomo en un mar de sensaciones. Los demás átomos no tenían forma ni individualidad. No eran tangibles ni tenían contornos precisos. Podía ver todavía a Wan, mirándola con expresión preocupada a través de la red, cuando abría los ojos, y aquellas otras ¿almas?, no eran tan reales ni inmediatas. Pero podía percibirlos, de un modo como no había podido nunca antes percibir una presencia. A su alrededor. A su lado. En su interior. Cálidos, reconfortantes.

Cuando Wan abrió por fin la malla metálica y presionó su brazo, se quedó tumbada mirándole. No tenía fuerzas para levantarse, ni tampoco ganas de hacerlo. Tuvo que sacarla él, y ella hubo de apoyarse en su hombro mientras emprendían el regreso.

Estaban a menos de medio camino de la nave de los Herter-Hall cuando el resto de los miembros de la familia les alcanzó, y estaban furiosos.

—¡Mocosa estúpida! —bramó Paul—. ¡Vuelve a hacer algo parecido y te daré una patada en el culo!

—¡No volverá a hacerlo! —dijo su padre ceñudamente—. Ya me ocuparé yo de ello ahora mismo; y en lo que a ti se refiere, señorita, hablaremos más tarde.

¡Cómo se pusieron todos! Nadie le dio a Janine una patada en el culo por haber utilizado el diván. Nadie la riñó siquiera. Lo que hicieron fue reñir unos con otros, sin parar. La tregua que habían mantenido durante tres años y medio y que cada cual se había impuesto a sí mismo —ya que durante todo aquel tiempo la única alternativa era el asesinato mutuo—, se disolvió. Paul y el viejo no se hablaron durante dos días, porque Peter había desmontado el diván sin consultar. Lurvy y su padre riñeron y se gritaron, la primera vez porque Lurvy había programado la comida demasiado salada, y la segunda porque estaba sosa. Y en cuanto a Lurvy y a Paul, bien, ya no dormían juntos; apenas se hablaban, y con toda seguridad, habrían dejado de estar casados de haber habido un tribunal que tramitara divorcios en las proximidades.

Pero en caso de haber habido algún tipo de autoridad en las proximidades, al menos las disputas hubiesen podido resolverse. Alguien hubiese podido tomar decisiones. ¿Sería conveniente regresar? ¿Deberían ir con Wan al otro lugar? Y en ese caso, ¿quién habría de ir y quién debería quedarse? Eran incapaces de ponerse de acuerdo en los grandes problemas. Ni siquiera en los asuntos más corrientes, como desmontar una máquina y correr el riesgo de dañarla a dejarla estar y olvidarse de las esperanzas de efectuar un descubrimiento maravilloso que cambiara el curso de los acontecimientos. No se ponían de acuerdo acerca de quién tendría que hablar con los Difuntos por radio, o qué tendrían que preguntarles. Wan les enseñó, gustosamente, cómo tentar a los Difuntos para iniciar una conversación, y ellos pusieron el sistema de comunicación de Vera en contacto con ellos. Pero Vera no podía soportar el toma y daca por mucho tiempo, y cuando los Difuntos no entendían sus preguntas, o no querían hablar, o eran sencillamente demasiado incoherentes, Vera quedaba fuera de combate.

Todo esto resultaba terrible para Janine, pero era aún mucho peor para el propio Wan. Todo aquel embrollo le confundió e indignó. Dejó de seguirla. Y un día, después de descabezar un sueño, cuando se incorporó y le buscó con la mirada, se había marchado.

Afortunadamente para el orgullo de Janine todos se habían ido, Paul y Lurvy al exterior, para reorientar las antenas y su padre a dormir, de modo que pudo solazarse con sus propios celos. ¡El muy cerdo!, pensó. Era estúpido por su parte no darse cuenta de que ella tenía muchos amigos, mientras que él sólo la tenía a ella, ¡pero ya se lo encontraría! Estaba ocupadísima contestando las cartas que había dejado de lado durante tanto tiempo cuando oyó llegar a Paul y a su hermana; y al decirles que hacía por lo menos una hora que Wan se había ido, le sorprendió su reacción.

—¡Papá! —sollozó Lurvy, echando a un lado las cortinas del reservado de su padre—. ¡Despierta! ¡Wan se ha ido!

Mientras el viejo salía afuera parpadeando, Janine dijo con desagrado:

—¿Pero se puede saber qué es lo que os pasa a todos?

—No lo entiendes, ¿eh? —le preguntó Paul fríamente—. ¿Y si se ha ido en la nave?

Era una posibilidad en la que no se le había ocurrido pensar, y fue como una bofetada en el rostro.

—¡Imposible!

—¿Ah, sí? —espetó su padre—. ¿Y tú cómo lo sabes, pequeña zorra? ¿Y si resulta que se ha ido? —Acabó de cerrarse el mono y se puso de pie, mirándolos con llamas en los ojos—. Os he dicho —dijo, pero mirando sólo a Lurvy y a Paul, de manera que Janine entendió que no formaba parte del «os»—, os he dicho que tenemos que encontrar una solución definitiva. Al menos, si es que tenemos que ir con él en su nave. De lo contrario, no podemos asumir el riesgo de que le dé por irse sin avisar. Esto está claro.

—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó Lurvy—. Papá, no seas absurdo, no podemos vigilar la nave día y noche.

—Claro, porque tu hermana es incapaz de vigilar al chico —asintió el viejo—, así que, o inmovilizamos la nave o inmovilizamos al chico.

Janine arremetió contra ellos.

—¡Monstruos! —explotó—. ¡Lo habéis estado planeando todo mientras no estábamos!

Su hermana tosió y la sujetó.

—Cálmate, Janine —ordenó—. Sí, es verdad que hemos estado hablando del tema. ¡Teníamos que hacerlo! Pero no hay nada decidido, y desde luego, nada que vaya a hacerle daño a Wan.

—¡Entonces, decididlo! —dijo Janine, ardiendo de indignación—. ¡Yo voto por ir con Wan!

—Si es que no se ha ido ya por cuenta propia —dijo Paul.

—¡No se ha ido!

Lurvy, pragmática, dijo:

—Si se ha ido ya, es tarde para hacer nada al respecto. Aparte de eso, estoy con Janine, ¡vayamos! ¿Qué dices a eso, Paul?

Dudó.

—Sí, creo que sí —concedió—. ¿Peter?

El viejo dijo con empaque:

—Si todos estáis de acuerdo, ¿qué más da lo que yo vote? Sólo queda una cuestión por discutir, la de quién se va y quién se queda. Propongo...

Lurvy le detuvo.

—Papá, sé lo que vas a decir, pero no funcionará. Tenemos que dejar como mínimo, a una persona aquí, para que se mantenga en contacto con la Tierra. Janine es demasiado joven. Yo no puedo, porque soy el piloto, y ésta es una magnífica ocasión para aprender algo sobre el pilotaje de una nave Heechee. Y no quiero irme sin Paul, así que te quedas tú.

Desmontaron a Vera, componente a componente, y la redistribuyeron por toda la Factoría. La memoria rápida, las entradas de datos y procesadores, en la cámara de los sueños; la memoria muerta, a lo largo del pasillo de acceso al exterior; el equipo de transmisión quedó en su nave. Peter les ayudó, callado y taciturno; lo que estaban haciendo significaba que las próximas comunicaciones de interés procederían del equipo de exploración, a través del sistema de radio de los Difuntos. Peter estaba ayudando a quedarse incomunicado, y lo sabía. Había mucha comida en la nave, les había dicho Wan, pero Paul no se fiaba del sistema de autoabastecimiento de Dios sabía qué productos de la Factoría Alimentaria, y les hizo cargar a bordo tantas raciones propias como pudieran llevar consigo. Después de lo cual Wan insistió en que almacenaran agua, de manera que redujeron las reservas de alimentos reciclados de su nave para llenar las bolsas de agua de Wan, y las cargaron. La nave de Wan no tenía camas. Ni se necesitaban, señaló Wan, porque los cubículos individuales de aceleración servían de protección durante las maniobras y evitaban que se pusieran a flotar por el interior de la nave mientras dormían. La sugerencia fue vetada por Paul y Lurvy, quienes desmontaron los cubículos de sus propios reservados y los reinstalaron en la nave. Pertenencias personales: Janine quería su maletín de cosméticos y sus libros; Lurvy, su maletín personal de cierres herméticos; Paul, sus naipes, para jugar a los solitarios. Fue un trabajo largo y pesado, aunque descubrieron que podían aliviarlo lanzándose las bolsas de agua y los demás paquetes, en un juego de lanzamientos a cámara lenta: pero por fin terminaron. Peter se sentó amargamente contra la pared de un corredor, viendo como los demás se afanaban, e intentó pensar en qué podían haber olvidado. A Janine le pareció que le estaban tratando como si no estuviese presente, o ya muerto, y le dijo:

—Papá, no te lo tomes tan a pecho. Volveremos tan pronto como podamos.

Él asintió.

—Ya, lo que supone —dijo— déjame ver, cuarenta y nueve días por viaje, más lo que decidáis quedaros en el Paraíso Heechee de Wan.

Se incorporó, y dejó que Lurvy y Janine le besaran. Casi como si estuviera más animado, dijo:

—Bueno, buen viaje. ¿Seguro que no os dejáis nada?

Lurvy miró alrededor, pensativamente.

—Creo que no. A menos que creas que tenemos que avisar a tus amigos, Wan.

—¿A los Difuntos? —dijo sonriendo—. Ni se enterarán. No están vivos, ¿entiendes?, y no tienen ningún sentido del tiempo.

—Entonces, ¿por qué te gustan tanto? —preguntó Janine.

Wan advirtió los celos en el tono de la pregunta y la miró ceñudo.

—Son mis amigos. No siempre se les puede tomar en serio, y a menudo, mienten. Pero jamás me han hecho tenerles miedo.

Lurvy contuvo el aliento.

—Sé que no siempre hemos sido lo bastante buenos. Pero hemos estado todos bajo una gran tensión. La verdad es que somos mejor gente de lo que podamos haberte parecido.

Aquello ya fue demasiado para el viejo Peter.

—Venga, marchaos —gruñó—. Todo eso se lo tenéis que demostrar, en lugar de quedarse hablando. ¡Y luego, volved y demostrádmelo a mí!

6
TRAS LA FIEBRE

Menos de dos horas. La fiebre no había sido nunca tan corta. Ni tampoco tan intensa. El uno por ciento más sensible de la población había estado fuera de sí durante varias horas más, y prácticamente todo el mundo se había visto afectado de cierta consideración.

Yo fui de los más afortunados, porque después de la fiebre me encontré encerrado en mi habitación del hotel con apenas un chichón en la cabeza, como resultado de mi caída. Ni me encontraba atrapado en un autobús accidentado, ni el avión en que viajaba se había estrellado, ni me había atropellado un coche, ni me había desangrado en la mesa de operaciones mientras los cirujanos y las enfermeras se retorcían sobre e! suelo del quirófano sin poder ayudarme. Sólo padecí una hora, cincuenta minutos y cuarenta segundos de mísero delirio, y aun eso diluido entre los once mil millones de habitantes del planeta que lo compartieron conmigo.

Por supuesto, la mitad de esos once mil millones había intentado ponerse en contacto con la otra mitad, todos a la vez, y las comunicaciones habían quedado fuera de servicio. Harriet se proyectó a sí misma para comunicarme que, como mínimo, se habían recibido once llamadas preguntando por mí, una de mi programa científico, una de mi programa de asesoría jurídica, tres o cuatro de los programas de contabilidad de mis
holdings
y unas cuantas de personas vivas, reales. Ninguna de ellas era de Essie, me explicó Harriet con embarazo cuando se lo pregunté; por el momento, los circuitos de Tucson seguían colapsados, y yo tampoco podía ponerme en contacto con ella desde donde me encontraba. Por lo demás, ninguna máquina se había visto afectada por la locura. Nunca les pasaba. Las únicas ocasiones en que había algún problema con ellas era cuando alguien se conectaba a la red de circuitos por cuestiones de mantenimiento o reajuste. Y como, estadísticamente, eso sucedía un millón de veces por minuto en algún lugar del mundo, con una máquina u otra, no era sorprendente que a algunas les llevara algún tiempo ponerse a funcionar de nuevo.

El primer mandamiento del credo de los negocios es El Negocio; tenía que reunir los fragmentos que quedaran de éste. Le pasé a Harriet una lista con una jerarquía de prioridades, y ella procedió a pasarme los informes. Un rápido boletín de las minas de comida: no había daños importantes. Estado real: algunos incendios y derrumbamientos, nada de importancia, en suma. Alguien se había dejado una barrera abierta en una de las piscifactorías, y seiscientos millones de salmonetes se había escapado para perderse en el mar abierto; pero de todas formas, yo no era más que un detallista en la cría de salmonetes. Aun sumando todos los daños, podía decirse que yo había salido incólume de la crisis, pensé, o al menos, muchísimo mejor que otros muchos. La fiebre había azotado al subcontinente indio después de la medianoche de un día en que el país había padecido el peor huracán de los últimos cincuenta años. La mortandad era inmensa. Los equipos de socorro habían permanecido inactivos las dos horas que duró la fiebre. Decenas, centenares tal vez de millones de personas no habían podido salvarse ascendiendo a tierras más elevadas y firmes, y el sur de Bangladesh era un pantano de cadáveres. A eso había que añadirle la explosión de una refinería en California, un accidente ferroviario en Gales y una serie de desastres aún por calibrar; las computadoras no poseían todavía un número aproximativo de muertos, pero los informes que se iban recibiendo la calificaban como la peor de las crisis jamás padecidas.

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