Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Por eso era un riesgo seguro. O al menos lo parecía.
Hasta que se encontró atrapada en el amarradero de la zona más alejada, mientras algo —¿un Heechee, un monstruo del espacio? ¿un viejo y enloquecido náufrago con un cuchillo en la mano?— salió de los ocultos pasadizos arrastrando los pies y se le acercó.
Y resultó no ser nada de lo que había temido, sino Wan.
Claro que ella no sabía todavía su nombre.
«¡No te me acerques!», Había gimoteado con el corazón en la boca, la radio en la mano y los antebrazos cruzados sobre sus recién torneados pechos. No se le acercó. Se detuvo. Se la quedó mirando con los ojos desorbitados, la boca abierta y la lengua casi colgándole por fuera. Era alto, delgado. Su rostro era triangular, la nariz grande y huesuda. Vestía algo que parecía una falda sucia y otra cosa que parecía una túnica, sucia también. Olía a hombre. Temblaba al olisquear el aire, y era joven. A buen seguro que no era mucho mayor que la propia Janine, y desde luego, la primera persona en mucho tiempo que no le doblaba la edad; y cuando él se arrodilló, tranquilamente, y empezó a hacer lo que Janine no le había visto hacer todavía a nadie, había reído tontamente y había sollozado por el alivio al mismo tiempo que por el shock y la histeria que sentía. Pero no por lo que él estaba haciendo, sino por el hecho de haber encontrado a un chico. Jamás, ni una sola vez en todos sus sueños, había hallado nada parecido.
Durante los días que siguieron no podía soportar perder a Wan de vista. Se sentía como si fuera su madre, su compañera de juegos, su maestra y su esposa.
—¡No, Wan, bébelo despacio que quema! ¿Que has estado solo desde que tenías tres años? ¡Qué ojos tan bonitos tienes, Wan!
No le importaba que él no fuera lo suficientemente sofisticado como para contestarle diciéndole que también ella tenía los ojos bonitos, porque estaba segura de ejercer sobre él una fascinación en todos los sentidos.
Aunque, desde luego, también los demás podían estar seguros de lo mismo. A Janine no le importaba. Wan tenía el suficiente brillo en los ojos, la suficiente agudeza de sentidos y cierta obsesionada adoración como para poder compartirlo con los demás. Dormía incluso menos que ella, cosa que Janine le agradeció en su principio, porque eso significaba que disponía de más cosas de Wan que podía compartir, pero pronto se dio cuenta de que él estaba empezando a agotarse, a enfermar.
Cuando se puso a sudar y a temblar, fue ella la que primero se dio cuenta:
—¡Lurvy, creo que se está poniendo enfermo!
Cuando Wan se dirigió al diván dando bandazos, ella voló a su lado, con las manos extendidas para tocarle la frente, ardiente y seca. Al cerrarse la cubierta superior del diván, casi le pilló los brazos, dejándole una profunda marca desde las muñecas hasta los nudillos.
—¡Paul, tenemos que...! —empezó a gritar, echándose atrás.
Y entonces la fiebre los enloqueció a todos. Peor que nunca antes. Distinta a todas las demás veces. Janine se sintió enfermar en el intervalo que hay entre dos latidos de corazón. Nunca en toda su vida había estado enferma. Alguna magulladura ocasional, o un calambre, o un resfriado. Durante la mayor parte de su vida había disfrutado de Certificado Médico Completo, y las enfermedades no habían existido para ella. Era incapaz de comprender lo que le estaba sucediendo en aquel momento. Su cuerpo se convulsionó a causa del dolor y de la fiebre. Sufrió la alucinación de extrañas figuras monstruosas, en algunas de las cuales pudo reconocer caricaturas de su familia; otras eran solamente figuras extrañas, además de terroríficas. Llegó incluso a verse a sí misma —con los pechos y las caderas desmesuradamente abultados, pero ella misma sin duda— y en su vientre creció el ansia de introducir una y otra vez en todas y cada una de las cavidades vistas o imaginadas de su cuerpo, algo que, ni tan siquiera en sus fantasías, poseía. Nada de todo aquello estaba claro. Nada lo estaba, en general. La locura y la agonía le llegaban a oleadas. Y entre éstas, durante un segundo o dos, podía entrever fragmentos de realidad. El resplandor azul metálico de las paredes. Lurvy, quejándose a su lado, de rodillas. Su padre, vomitando en el pasillo. El capazón de azul cromo del diván, con Wan dentro en medio de toda aquella confusión retorciéndose y balbuceando. No fue la razón ni el deseo lo que le hizo intentar abrir la cubierta una y mil veces con las uñas; finalmente lo logró, y sacó a Wan quejándose y temblando.
Las alucinaciones cesaron al instante.
Pero el dolor, la náusea y el terror no cesaron tan pronto. Seguían todos temblando y tambaleándose, todos menos el chico, que seguía inconsciente y respirando de tal modo —dando enormes boqueadas, ruidosas y roncas—, que hizo que Janine se alarmara.
—¡Lurvy, ayúdame! —gritó— ¡Se está muriendo!
Su hermana estaba ya junto a ella, con el pulgar en la muñeca del muchacho, sacudiendo la cabeza para aclararse mientras observaba sus ojos con gesto mareado.
—Está deshidratado. Tiene mucha fiebre. ¡Rápido! —gritó forcejeando con los brazos de Wan—. Ayudadme a llevarlo a la nave. Necesita antibióticos, algo que le haga bajar la fiebre, globulina tal vez.
Les llevó casi veinte minutos remolcar a Wan hasta la nave, y a cada paso, lentos e inestables como se encontraban, Janine temía que muriera. Lurvy se adelantó a la carrera en los últimos cien metros, y cuando Janine y Paul consiguieron embutirlo por la escotilla de decomprensión, había ya dispuesto el equipo médico y estaba gritando órdenes.
—¡Tumbadlo! Que se trague esto. Tomad una muestra de sangre y analizad una muestra de sus anticuerpos. Enviad un mensaje prioritario a la base y decidles que necesitamos instrucciones médicas... si es que vive lo bastante como para que le sirvan.
Paul les ayudó a desvestir al chico, y le envolvieron en una de las sábanas de Payter. A continuación envió el mensaje. Pero sabía, al igual que los demás, que el que Wan viviera o no, no era un problema que se resolviera desde la Tierra. Desde luego, no a través de un mensaje cuya respuesta tardaría siete semanas en llegar. Payter sudaba al trabajar con la unidad portátil de bioanálisis. Lurvy y Janine se dedicaban al muchacho. Paul, sin decirle una palabra a nadie, se embutió en su traje espacial y salió al exterior, donde pasó más de una agotadora hora y media reajustando el enfoque de las parábolas de emisión: la mayor, a la doble estrella que constituían Neptuno y su luna; la otra, al punto en el espacio que ocupaba la misión Garfeld. Entonces, sujetándose al casco de la nave, ordenó por radio a Vera que repitiera el S.O.S.
a
ambos puntos y con la máxima potencia. Quizá sus monitores estuvieran funcionando en aquel momento. Quizá no. Cuando Vera le informó de que ambos mensajes habían sido emitidos, volvió a orientar la parábola mayor en dirección a la Tierra. Les llevaría tres horas, de la primera a la última, y no era seguro que nadie recibiera ninguno de los dos mensajes. Y no era menos improbable que en ninguno de los destinos de los mensajes tuvieran ayuda que ofrecerles. La nave de los Garfeld era más pequeña y estaba peor equipada que la suya, y la gente de la base Tritón iba con retraso. Pero si alguien les contestaba, podían abrigar la esperanza de que el mensaje de ayuda —o, como mínimo, de condolencia— les llegaría mucho antes que desde la Tierra.
En cuestión de una hora la fiebre de Wan comenzó a retroceder. En cuestión de doce, las contracciones y los balbuceos habían disminuido y dormía con normalidad. Pero seguía muy enfermo.
Madre y compañera de juegos, maestra y, al menos en sueños, esposa, Janine se convirtió también entonces en enfermera. Después de la primera tanda de medicinas, ya no le permitió a Lurvy que le diera las dosis. Sin dormir, se mantuvo a su lado secándole el sudor de la frente. Cuando él se ensuciaba durante el coma, ella le limpiaba con resignación. Era incapaz de concentrarse en ninguna otra cosa. Las divertidas o preocupadas miradas de los demás le traían sin cuidado, hasta que después de despejarle la frente de cabellos despeinados, Paul hizo un comentario paternalista. Janine detectó los celos en su tono de voz y le respondió enfurecida:
—¡Paul, eres odioso! ¡Wan necesita que yo le cuide!
—¡Y a ti te encanta! ¿No? —espetó él.
Estaba realmente enojado. Naturalmente, eso hizo que Janine se enfureciera aún más; pero su padre intervino, con bastante acierto.
—Deja que la chica se comporte como una chica, Paul. ¿Es que no has sido joven tú también? Venga, vamos a examinar esa
Traumeplatz
otra vez.
Janine se sorprendió por haber dejado que el conciliador de turno se saliera con la suya; aquélla hubiera sido una magnífica ocasión para enzarzarse en una riña de lo más furioso, pero no era ahí hacia donde dirigía sus intereses. Le dedicó a los celos de Paul una sonrisa tensa, ya que era un nuevo tanto que añadir a su marcador, y de nuevo se concentró en Wan.
A medida que se recuperaba se volvía incluso más interesante. De vez en cuando se despertaba y hablaba con ella.
Cuando dormía, ella lo estudiaba. Su rostro era muy oscuro, y su cuerpo, aceitunado, pero de la cintura a los muslos tenía la piel muy blanca, color de pan, tersa por sobre los huesos. Tenía poco vello en el cuerpo, y prácticamente nada en el rostro, excepto unos cuantos pelillos suaves y casi invisibles, más una pestaña de labios que un bigote.
Janine sabía que Lurvy y su padre se burlaban de ella, y que Paul estaba celoso de las atenciones que ella le daba a Wan y que él había estado evitando durante tanto tiempo. Era un buen cambio. Había adquirido un estatus. Por primera vez en su vida, lo que ella hacía era lo más importante para el grupo. Los demás iban a pedirle permiso para interrogar a Wan, y cuando ella creía que Wan empezaba a cansarse, aceptaba el que les hiciera dejarlo estar.
Además, Wan la fascinaba. Lo contrastó con todas sus experiencias anteriores con los hombres, y salió ganando con la comparación. Confrontado con los destinatarios de sus cartas, Wan resultaba más guapo que el patinador, más inteligente que el actor y casi tan alto como el jugador de baloncesto. Y con respecto a todos ellos, especialmente en relación a los dos hombres con los que había estado durante tres años y medio y miles de kilómetros, Wan era maravillosamente joven. Y ni Paul ni su padre lo eran ya. Los dorsos de las manos del viejo Peter tenían unas manchas irregulares color caramelo que resultaban bastante ordinarias. Pero al menos era limpio, pulido incluso, a la manera continental: se cortaba incluso los pelos que le crecían dentro de las orejas, ella le pilló una vez haciéndolo con unas tijeritas plateadas. En cambio, Paul... en una de sus disputas con Lurvy, Janine había gritado:
—¿Es con eso con lo que te vas a la cama? ¿Con un mono de orejas peludas? ¡Yo vomitaría!
Por todo ello, dio de comer a Wan, leyó para Wan y dio cabezadas junto a Wan cuando éste dormía. Le lavó la cabeza y le cortó el cabello con ayuda de un bol de sopa, dejando que Lurvy la ayudara a igualarlo, y se lo secó y alisó. Lavó sus ropas y, pidiendo a Lurvy que la ayudara, se las remendó e incluso cortó algunas de Paul para que le fueran mejor, y él lo aceptó todo, cada una de sus atenciones, y disfrutó tanto como ella.
A medida que se recuperaba, dejó de necesitarla de la misma manera, y ella ya no podía protegerle de las preguntas de los demás. Aunque también ellos intentaban protegerle. Incluso el viejo Peter. Vera, la computadora, revisó sus programas médicos y preparó una larga lista de pruebas, que debían hacérsele al muchacho.
—¡Asesina! —rugió Peter—. ¿Es que es tan necia que no comprende que el chico ha estado tan cerca de morirse, que ahora quiere acabar con él?
Aunque no era exactamente consideración hacia el chico. Peter tenía unas cuantas preguntas que quería hacerle; había estado interrogando a Wan mientras Janine le había autorizado a hacerlo, y cuando no le daba permiso, ponía mala cara y se agitaba nervioso.
—Ese diván tuyo, Wan. ¿por qué no vuelves a contarme lo que sientes cuando estás dentro? Como sí formaras parte de un millón de personas y ellos formaran parte de ti, ¿no es eso?
Sólo cuando Janine le acusaba de retrasar el restablecimiento de Wan, desistía. Aunque nunca por mucho tiempo.
Hasta que Wan estuvo lo suficientemente bien como para que ella pudiera permitirse el ir a descansar a su reservado. Al despertar encontró a su hermana de cara a la consola. Wan estaba a su lado, apoyado en el respaldo de la silla de Lurvy, sonriéndole incómodo a la poco familiar máquina, mientras Lurvy le leía su informe médico.
—Tus signos vitales son normales, estás recuperando peso y los niveles de anticuerpos vuelven a ser normales. Me parece que ya estás bien, Wan.
—Entonces, ¿podemos hablar de una vez? —gritó su padre—. De esa radio más rápida que la luz, de las máquinas, del
sitio de donde viene y de la cámara de los sueños, ¿no?
Janine se precipitó sobre el grupo.
—¡Dejadle en paz! —gritó, pero Wan negó con la cabeza.
—Déjales que pregunten lo que quieran, Janine —le dijo con su voz aguda y velada.
—¿Ahora?
—¡Sí, ahora! —rugió su padre—. ¡En este preciso instante, sí señora! Paul, ven y dile al chico qué es lo que queremos saber.
Lo habían planeado los tres, se dijo Janine; pero Wan no puso objeciones, y ella ya no podía pretender que él no se encontraba en condiciones de contestar. Se dirigió hacia él y se sentó a su lado. Si no podía evitar que le interrogaran, al menos estaría a su lado para protegerle. De un modo frío, dio su consentimiento.
—Muy bien, Paul, di lo que tengas que decir pero no le fatigues.
Paul la miró con ironía, pero se dirigió a Wan.
—Durante más de una docena de años —dijo—, cada cuatro meses, cada ciento treinta días más o menos, la Tierra se ha vuelto loca. Mucho me temo que haya sido culpa tuya, Wan.
El muchacho frunció el ceño, pero no dijo nada. Su defensor habló por él:
—¿Por qué le presionas?
—Nadie le está presionando, Janine. Pero lo que nosotros experimentamos fue la fiebre. No puede ser una coincidencia. Cuando Wan se mete en ese cacharro, transmite a la Tierra. —Paul movió la cabeza—. Mi querido muchacho, ¿te haces una idea de la de problemas que has estado causando? Desde que empezaste a venir aquí, tus sueños los han compartido millones de personas. A veces estabas tranquilo, y tus sueños también, y la cosa no era tan terrible. Pero a veces no. No quiero que te culpes por ello —añadió con delicadeza anticipándose a Janine— pero han muerto cientos y cientos de personas. Y la de propiedades perjudicadas, bueno, no puedes ni imaginártelo.