Tras el incierto Horizonte (6 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
7.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al cabo de un par de días acabé sacando el champán de todos modos. Con una gravedad de sólo el diez por ciento, la carbonatación era más fuerte que la gravedad, por lo que tuve que mantener mi pulgar apretado sobre la boca de la botella y las palmas sobre cada copa para poder verter el líquido y evitar a continuación que se derramara. Pero sea como sea, conseguimos brindar.

—No está mal —dijo Payter después de paladear su caldo—. Al menos tenemos un par de millones cada uno.

—Si es que vivimos para reunirlos —soltó Janine.

—No seas tan catastrofista, Janine. Cuando emprendimos la misión sabíamos que podía salir mal.

Y eso era lo que nos había pasado; la nave había sido diseñada para que pudiera despegar de vuelta con nuestros combustibles base, para después aparejar los propulsores de iones de camino a casa, en cosa de otros cuatro años.

—¡Pues qué bien, Lurvy! ¡Para entonces seré una virgen de dieciocho años! Y una fracasada.

—Oh, Dios, Janine. Vete a explorar un rato, ¿quieres? ¡Me tienes harta!

Así era como nos sentíamos los cuatro, uno respecto del otro. Estábamos más hartos de cada uno de los demás, y éramos menos tolerantes, de lo que habíamos sido durante todo el viaje, apiñados en los reservados de la nave. Ahora que disponíamos de más espacio para perder de vista a los demás, algo así como un cuarto de kilómetro en el mejor de los casos, éramos más corrosivos unos con otros que antes. Cada veinte horas más o menos, el pequeño y bobo cerebro de Vera rebuscaba entre sus programas de emergencia y aparecía con un nuevo experimento: pruebas de propulsión al uno por ciento de fuerza, al treinta por ciento, incluso a plena potencia. Y nosotros conseguimos soportar nuestra mutua proximidad para equiparnos y llevar a cabo sus planes. Pero siempre pasaba lo mismo. Daba igual la fuerza con la que empujáramos contra la Factoría: el artefacto lo percibía y empujaba en sentido contrario con exactamente la misma intensidad y exactamente con la misma aceleración, para mantener así su constante aceleración hacia el objetivo que tenía fijado, fuera el que fuera. La única cosa útil que Vera fue capaz de proporcionarnos fue una teoría: la Factoría había consumido ya las fuentes cometarias sobre las que operaba y se dirigía a unas nuevas. El problema era que, si bien aquello tenía un interés teórico, no tenía ningún objeto práctico que nos pudiera ayudar en algo. Así pues, seguimos paseando, principalmente solos, llevando con nosotros las cámaras a cada habitación y corredor nuevo al que llegábamos. Todo lo que veíamos, lo recogían las cámaras, y lo que éstas recogían se transmitía por vía directa a la Tierra, pero nada resultaba ser de gran ayuda.

Encontramos con bastante facilidad el lugar por el que Trish Bover había penetrado a la Factoría; Payter lo encontró, y nos llamó a todos para que lo viéramos, y nos reunimos en silencio para inspeccionar unos restos de comida en avanzado estado de descomposición, unos pantis abandonados y las pintadas que había garabateado en la pared:

TRISH BOVER ESTUVO AQUÍ

y

¡QUE DIOS ME AYUDE!

—Dios, a lo mejor —dijo Lurvy al poco—, pero no veo cómo va a poder ayudarla nadie más.

—Debió de quedarse por aquí más de lo que supuse en un principio —dijo Payter—. Hay basura esparcida por todas partes en algunas habitaciones.

—¿Qué clase de desperdicios?

—Más que nada, comida estropeada. Llega hasta la zona de atraque del lado contrario. Donde están las luces, ¿sabéis, no?

Lo sabía, y Janine y yo fuimos a ver. Había sido idea suya la de acompañarme, y no me había sentido muy entusiasta al principio. Pero al parecer, la temperatura de doce grados o la falta de una cama o algo parecido había logrado calmar sus ánimos, o estaba demasiado disgustada y deprimida para persistir en su ambición de perder la virginidad. Nos fue bastante fácil encontrar los restos de comida abandonada. No me pareció que se tratara de raciones de Pórtico. Parecía estar empaquetada, un par de ellos no habían sido destapados; otros tres más grandes, del tamaño de una rebanada de pan, estaban envueltos en una cosa de color rojo que parecía seda. Había otros dos más pequeños, uno verde, otro rojo, igual que los otros, pero con motas rosas. Abrimos uno a manera de experimento. Apestaba a pescado podrido y evidentemente no era comestible. Pero lo había sido.

Dejé a Janine allí para ir en busca de los otros. Abrieron el verde. Por el olor no parecía estar estropeado, pero era duro como una roca. Payter lo abrió, lo olió, lo lamió, partió un trozo contra la pared y lo masticó pensativamente.

—No sabe a nada —nos informó, y mirándonos, se echó a reír. Nos preguntó—: ¿Qué esperáis, que me caiga muerto? No lo creo. Si masticas un poco, se reblandece. Quizá sean galletas rancias.

Lurvy frunció el entrecejo.

—Si de veras es comida... —se detuvo y reflexionó—. Si de veras es comida y Trish la dejó aquí, ¿por qué no se quedó? ¿Por qué no dijo nada?

—Estaría muerta de miedo —sugerí.

—Eso seguro. Pero grabó un informe. Y no dijo ni una palabra de comida. Fueron los técnicos de Pórtico los que dijeron que esto era una Factoría Alimentaria, ¿os acordáis? Y en todo lo que podían basarse era en una que había destrozada en órbita alrededor del mundo de Phyllis.

—Quizá se olvidó.

—No lo creo —dijo Lurvy, despacio, pero no añadió nada más.

No había mucho más que añadir. Pero durante el par de días que siguieron, no exploramos mucho en solitario.

Día 1311. Vera recibió la información sobre los paquetes de comida en silencio. Al cabo de un rato, dispuso una serie de instrucciones para someter el contenido de los paquetes a análisis biológico y químico. Ya lo habíamos hecho nosotros por cuenta propia, y si ella extrajo alguna conclusión, no dijo una palabra.

Lo cierto es que ninguno lo hizo. En aquellas ocasiones en que los cuatro estábamos despiertos a la vez, de lo único que hablábamos era de qué pasaría si los de la base no conseguían idear la manera de hacer que la Factoría se moviera. Vera sugirió que instaláramos los otros cinco propulsores a toda potencia para ver si la Factoría conseguía contrarrestarlos. Las sugerencias de Vera no eran órdenes, y creo que Lurvy habló por todos cuando dijo:

—Si los conectamos todos a toda potencia y la cosa no funciona, el siguiente paso será ponerlos a trabajar por encima de su capacidad. Podrían dañarse y nosotros podríamos quedarnos aquí clavados para siempre.

—¿Qué hacemos si esa orden nos la dan los de la Tierra? —pregunté.

Payter se le adelantó al terciar:

—Negociaremos —dijo asintiendo pensativamente—. Si quieren que corramos riesgos adicionales, que nos paguen más.

—¿Te encargarás tú de negociar, papá?

—Dalo por sentado. Y ahora escucha. Suponte que no funciona. Suponte que hay que volver. ¿ Sabes qué haremos entonces? —volvió a asentir con la cabeza—. Llenamos la nave con todo lo que podamos llevar. ¿Que encontramos máquinas de pequeño tamaño que nos podemos llevar? Vemos si funcionan. Metemos en la nave todo lo que se pueda y nos deshacemos de todo lo que no sea necesario. Dejamos aquí casi todos los depósitos adicionales y en su lugar montamos máquinas grandes. ¿Lo ves? Podríamos volver a casa con qué sé yo, Dios, otros veinte o treinta millones de dólares en artefactos.

—¡Como los molinetes de oraciones! —exclamó Janine dando palmas.

Los había a montones en la habitación en que Payter encontró la comida. Había además otras cosas, como un diván con una cubierta de malla metálica, objetos en forma de tulipán en las paredes que parecían candelabros. Pero molinetes los había a cientos. Según unos cálculos aproximados, a razón de mil dólares cada uno, había medio millón de dólares en molinetes en aquel cuarto, que distribuidos en los mercadillo de baratijas de Chicago y Roma... en caso de que viviéramos para hacerlo. Y eso sin contar las demás cosas en las que estaba pensando e inventariando mentalmente. Y no era el único

—Los molinetes son lo de menor valor —dijo Lurvy re flexionando—. Pero eso no está incluido en nuestro contrato papá.

—¡Contrato! ¿Y qué crees que van a hacernos, matarnos ¿Estafamos a alguien? ¡Después de haber desperdiciado ocho años de nuestras vidas! No, nos darán las bonificaciones

Cuanto más pensábamos en ello, mejor sonaba. Me dormí pensando en cuáles de aquellos artefactos —como quiera que se llamasen en realidad— que habíamos visto, podían ser transportados, y cuáles entre éstos se pagarían mejor, y aquella noche tuve los mejores sueños desde que habíamos probado e propulsor.

Y me desperté con el urgente susurro de Janine en mi oreja

—Papá, Paul, Lurvy, ¿podéis oírme?

Me senté y miré alrededor. No era ella en persona la que me hablaba al oído; era mi radio. Lurvy estaba despierta a m: lado, y Payter llegó apresurándose para reunirse con nosotros también ellos la habían oído.

—Te oímos, Janine —dije—. ¿Qué...?

—¡Cállate! —me llegó su susurro como si sus labios se apretaran contra el micrófono—. No me preguntes, sólo escúchame. Hay alguien aquí.

Nos miramos los tres. Lurvy susurró:

—¿Dónde estás?

—¡Que os calléis! Estoy afuera, en la zona de aterrizaje, ya sabéis, donde encontramos la comida aquella. Estaba buscando cosas que nos pudiésemos llevar, como dijo papá, cuando bueno, vi algo en el suelo. Era como una manzana. Era de color rojizo por fuera y verde por dentro, y olía como... no sé a qué demonios olía. A fresas, tal vez. y, desde luego, no tenía cien años. Era fruta fresca. Y entonces oí... un momento.

No nos atrevimos a hablar, sólo la escuchamos respirar un instante. Cuando volvió a hablar, su voz parecía asustada

—Viene hacia aquí. Está entre vosotros y yo, y yo estoy aquí atrapada. Creo... sigo creyendo que es Heechee, y tiene que ser...

Su voz se detuvo. La oímos jadear; y entonces en voz alta:

—¡No te me acerques!

Yo ya había oído bastante.

—Vamos —dije, saltando hacia el pasillo.

Payter y Lurvy estaban justo detrás de mí mientras corríamos por el pasillo a grandes zancadas. Cuando llegamos cerca del muelle, miramos alrededor sin saber qué hacer.

Antes de que decidiéramos qué dirección tomar, la voz de Janine volvió a llegar. No era un grito de terror ni un susurro.

—Se ha parado cuando se lo he pedido —dijo sin creérselo del todo—. Y no creo que sea un Heechee. Me parece una persona bastante normal, bueno, un poco huesuda. Está parado ahí, delante de mí, mirándome, y parece como si estuviera olfateando el aire.

—¡Janine! —grité—. Estamos en el muelle, ¿hacia dónde vamos?

Pausa. Entonces, sorprendentemente, una especie de carcajada atónita.

—¡Venid, deprisa! —dijo convulsivamente—. ¡Venid en seguida! ¡No adivinaríais nunca lo que está haciendo ahora!

3
UN AMOR DE WAN

El viaje hacia el puesto de avanzada se le hizo a Wan más largo que de costumbre porque tenía la cabeza llena de problemas. Echaba de menos la compañía de los Difuntos. Echaba incluso en falta aquello que no había tenido jamás: una hembra. La imagen de sí mismo enamorado era una fantasía, pero que él quería llegar a convertir en realidad. Tantos libros le ayudaban a ello, Romeo y Julieta, Ana Karenina, y los antiguos clásicos románticos chinos.

Lo que por fin consiguió alejar las fantasías de la mente de Wan fue la vista de la avanzadilla a medida que se acercaba. El tablero de mandos se iluminó para anunciar que se iniciaban las maniobras de atraque, las sinuosas líneas de la pantalla se desvanecieron, y la silueta del puesto de avanzada brotó ante sus ojos. Pero era una silueta distinta. Había una nave nueva en una de las escotillas de amarre, y una extraña estructura mellada amarrada al casco.

¿Qué podrían significar todas aquellas cosas? Cuando concluyó el atraque, Wan asomó la cabeza por la escotilla y miró alrededor, observando y olisqueando.

Al rato llegó a la conclusión de que no había nadie cerca. No sacó ni los libros ni sus pertenencias de la nave. Resolvió estar listo para salir huyendo en cualquier momento, pero decidió ir a explorar. Una vez, mucho tiempo atrás, alguien más había estado en la estación, y Wan había creído que se trataba de una mujer. Tiny Jim le había ayudado entonces a identificar la ropa. ¿Debería volver a consultarle ahora? Masticando una baya, se dirigió con ligereza por los pasillos hacia la cámara de los sueños, donde aguardaba el placentero lecho de los sueños, rodeado por las máquinas de libros.

Y se detuvo.

¿No había sido eso un ruido? ¿Una risa, un grito, desde bien lejos?

Escupió la baya y permaneció un instante parado, con todos sus sentidos en tensión. El ruido no volvió a repetirse. Pero había algo, un olor, muy débil, bastante agradable, bastante raro. No era distinto al olor de las prendas que había encontrado y llevado consigo hasta que el último vestigio del aroma se hubo extinguido, momento en que las devolvió adonde las había encontrado.

¿Habría vuelto la misma persona?

Wan empezó a temblar. ¡Alguien! ¡Había pasado una docena de años desde que oliera o tocase a alguien por última vez. En aquel entonces se había tratado de sus padres. Pero podía no ser persona, podía tratarse de algo distinto. Se lanzó hacia el muelle en que había estado aquella otra persona, evitando astutamente los pasadizos principales y precipitándose por los corredores menos directos por donde creía que ningún extraño se aventuraría. Wan conocía cada pulgada del puesto de avanzada, al menos en la proporción en que era posible circular por su interior sin meterse en los pasillos ciegos que acababan bloqueados por un muro que no sabía cómo abrir. Le llevó apenas unos minutos volver al lugar en que se había esmerado tanto por volver a colocar en su lugar el detritus que el visitante de la avanzadilla había dejado tras de sí.

Todo estaba allí, pero no como lo había dejado él. Algunas cosas habían sido recogidas y luego vueltas a dejar caer.

Wan estaba seguro de no haber sido él. Aparte de la disciplina que se había impuesto siempre a sí mismo de dejar la estación tal y como la encontrara para que nadie supiera jamás que estaba allí, en aquella ocasión había sido especialmente cuidadoso al arreglar la basura del mismo modo en que había sido dejada allí. Había alguien más en la estación.

Y él se encontraba a muchos minutos de distancia de su nave.

Con precaución pero sin demora volvió a los muelles del lado opuesto, deteniéndose en cada intersección para mirar, olfatear y escuchar. Alcanzó su nave y anduvo merodeando junto al casco, indeciso. ¿Qué hacer, echar a correr o explorar?

Other books

Her Prince's Secret Son by Linda Goodnight
How to Disappear by Duncan Fallowell
Curtains by Angelica Chase
Aphrodite by Kaitlin Bevis
A Very Dirty Wedding by Sabrina Paige
Rockets' Red Glare by Greg Dinallo
Blood Guilt by Marie Treanor