Read Tras el incierto Horizonte Online
Authors: Frederik Pohl
Las normas de la Corporación de Pórtico establecían que todo pago resultante de un viaje tenía que dividirse a partes iguales entre los supervivientes. Al parecer, su compañero de tripulación Stratos Kristianides había decidido ser el único superviviente.
En la actualidad ya no vivía. Perdió la batalla frente al otro tripulante, Héctor Possanbee, el amante de Lurvy. El vencedor, junto con Lurvy, siguió adelante para encontrar... nada, nuevamente. Un gigante gaseoso en llamas, lastimero acompañante de una estrella tipo M con la que formaba un sistema binario. Y no hubo manera de acercarse sin perecer al único planeta del sistema, una especie de Júpiter cubierto de metano.
Lurvy había vuelto a la Tierra con el rabo entre las piernas, después de aquel último viaje, sin más oportunidades a la vista. Había sido Payter quien le había proporcionado aquella nueva oportunidad, y no creía que hubiese podido encontrar ninguna otra. Los ciento y pico mil dólares que le había costado pagarle a ella el pasaje a Pórtico habían mellado considerablemente el capital que él había ido ahorrando durante los sesenta o setenta años —ignoraba cuántos años tuviera el viejo— de su vida. Y le había fallado. No solo a él. Y ella acabó por aceptar que, al margen de su amabilidad y de la imposibilidad de que la odiara, el viejo la quería, quería a su hija de verdad, y también, con cariño y sin duda, a Paul y a la tonta de Janine. Payter les quería a todos a su manera.
Y no era mucho lo que recibía a cambio, juzgó Lurvy.
Acarició con afecto sus cinco brazaletes: habían costado mucho de conseguir.
No se engañaba a sí misma con respecto a su padre, ni con respecto a lo que les aguardaba todavía.
Hacer el amor con Paul le ayudó a pasar el tiempo; eso cuando conseguían convencerse mutuamente de que podían pasar un cuarto de hora sin vigilar a los jóvenes. Pero no le resultaba igual que hacerlo con Héctor, el hombre que había sobrevivido con ella al último viaje de Pórtico, el hombre que la había pedido en matrimonio. El hombre que le pidió embarcarse una vez más con él para construir una nueva vida juntos. Bajo, robusto, siempre activo, siempre alerta, una dinamo en la cama, atento y paciente cuando ella estaba enferma, irritada o asustada; había mil razones por las que hubiera aceptado casarse con él. Y sólo una, en realidad, para no hacerlo. Al despertar de aquel terrible sueño encontró a Héctor y Stratos peleando. Mientras los observaba, Stratos murió.
Héctor le explicó que Stratos había enloquecido y había intentado matarlos a todos. Pero ella estaba dormida cuando la reyerta empezó. Uno de los hombres había tratado, obviamente, de acabar con sus compañeros.
Pero jamás supo con certeza cuál de los dos.
Él se le declaró en el peor momento, un día antes de llegar a Pórtico, durante el lastimoso viaje de vuelta.
—Estamos mucho mejor juntos, Dorema —le dijo mientras la rodeaba consoladoramente con sus brazos—. Nosotros solos sin nadie más. Creo que no hubiera podido soportar esto con los demás alrededor. ¡Habrá más suerte la próxima vez! Así que, ¿por qué no nos casamos?
Ella clavó la barbilla en el hombro de él, duro, cálido, color chocolate.
—Tengo que meditarlo, cariño —le contestó ella mientras sentía en su nuca la mano que había matado a Stratos.
De modo que Lurvy se alegró de que el viaje terminara y de que Janine la llamara a gritos, nerviosísima, desde el otro lado de la habitación; la gran espiral de cristal estaba iluminada con rayos de hiriente luz dorada, la nave avanzaba a trompicones en una dirección u otra, la película gris moteada había desaparecido de la pantalla, y había estrellas. Más que eso, lo que había era un objeto de brillo azulado entre el fondo monótono de color gris. Tenía forma de limón y rotaba lentamente, y Lurvy no pudo hacerse una idea exacta de su tamaño hasta que observó que la superficie del objeto no era uniforme. Había finas protuberancias apuntando aquí y allí, y reconoció las más pequeñas como naves de las del tipo de Pórtico: Unos, Tres, e incluso una Cinco, allí, sí. ¡El limón aquel debía de medir más de un kilómetro de largo! Wan, sonriendo con orgullo, se instaló en el asiento central de pilotaje —lo habían cubierto con lona sobrante, ardid que nunca se le había ocurrido a Wan— y sujetó las palancas del control de aterrizaje. Todo lo que Lurvy podía hacer era estarse quieta. Wan se había pasado media vida realizando aquella maniobra. Con una tosca pericia, condujo la nave a bandazos hacia una espiral que sobresalía del limón azulado, en uno de los lentos giros que éste efectuaba, e interceptó uno de los fosos de anclaje, apagó los motores y se volvió en espera de un aplauso. Habían llegado al Paraíso Heechee.
La Factoría Alimentaria resultó ser una nadería en comparación al limón, que era un todo un mundo. Tal vez, al igual que Pórtico, hubiera sido un asteroide; pero de ser así, había sido tan manipulado y remodelado que no quedaba rastro de la estructura original. Tenía kilómetros cúbicos de masa. Era una especie de montaña en rotación. ¡Había tanto que explorar! ¡Tanto que aprender!
¡Y tanto de que asustarse! Anduvieron remoloneando, o paseando, a través de las viejas estancias, y Lurvy notó como apretaba la mano de su marido. Y como él apretaba la suya. Lurvy se obligó a observarse y a hacer comentarios. Las paredes, a ambos lados, estaban surcadas por venas de color escarlata brillante; el cielo raso era del habitual metal Heechee azul brillante. En el suelo (y era un suelo de verdad; había gravedad allí si bien una décima parte de la gravedad normal de la Tierra), montículos en forma de diamante contenían tierra donde crecían plantas.
—Bayas —dijo Wan con orgullo, por encima del hombro, señalando hacia un arbusto que le llegaba a la cintura y del que colgaban hojas color esmeralda—. Si os apetece, podemos parar y comer unos cuantos.
—Ahora no —dijo Lurvy. A una docena de pasos de distancia, más allá corredor adelante, había otro recipiente para plantas, que contenía unos zarcillos de color verde pizarra y unos matojos de apariencia blanda parecidos a coliflores.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Wan se detuvo y la miró. Pensaba, a las claras, que aquélla era una pregunta tonta.
—No son comestibles —dijo con desprecio su voz aguda—. Probad las bayas. Tienen un sabor bastante bueno.
De manera que se detuvieron en un lugar en que dos corredores de estrías rojas se cruzaban y uno de ellos cambiaba a azul. Pelaron las peludas cáscaras de color caqui y mordisquearon, expectativamente al principio, con placer después, los sabrosos jugos de su interior, mientras Wan explicaba la geografía interna de aquel Paraíso Heechee. Aquella era la sección roja, y en la que mejor se estaba. Allí había comida, y buenos lugares donde dormir; la nave estaba cerca y los Primitivos no se acercaban nunca por allí. ¿Es que nunca se alejaban de sus lugares habituales en busca de bayas? ¡Desde luego que sí! Pero nunca venían aquí (y su voz se elevó una octava). Nunca había sucedido. En los azules, sí. Su voz se diluyó, en volumen y tono. Allí los Primitivos iban con cierta frecuencia, o al menos, a ciertos lugares de los pasillos azules. Pero todo aquello estaba muerto. De no ser porque los Difuntos estaban en la zona azul, él no se hubiera ni acercado. Y Lurvy, al mirar hacia el pasillo al que él señalaba, sintió el escalofrío de hallarse en un antiguo recinto. Parecía Stonehenge, Gizeh o Angkor. Hasta los techos eran más oscuros en la zona azul, y las plantas escaseaban y eran más raquíticas. En los verdes, continuó, no se estaba mal del todo, pero no funcionaban correctamente. Los motores del agua no funcionaban. Las plantas morían. Y los pasillos dorados...
Todo el placer que experimentaba al hablar desapareció al hacerlo sobre los dorados. Era allí donde vivían los Primitivos. Porque necesitaba los libros y algo de ropa, pues de lo contrario no iría allí jamás, si bien los Difuntos no hacían más que decirle que fuera. No le gustaba encontrarse con los Primitivos.
Paul aclaró su garganta antes de decir:
—Pues me temo que hemos de hacerlo, Wan.
—¿Por qué? —exclamó— ¡Si no son interesantes!
Lurvy le puso la mano sobre el brazo.
—¿Qué pasa, Wan? —le preguntó con amabilidad, observando su expresión. Lo que el chico sentía se veía en su cara; nunca había tenido necesidad de disimular.
—Parece que el chico tiene miedo —comentó Paul.
—El chico no tiene miedo —le contestó Wan—. ¡Es que no entendéis este sitio! ¡No vale la pena ir a los pasillos dorados!
—Wan, cariño, el caso es que hemos de hacer todo lo posible por saber más acerca de los Heechees. No sé si sabría explicarte lo que eso significa para nosotros, pero cuanto menos, significa dinero. Mucho dinero.
—No sabe qué quiere decir dinero —interrumpió Paul con impaciencia—. Wan, presta atención. Vamos a hacer lo siguiente. Dinos cómo podemos hacer para ir los cuatro a explorar los pasadizos dorados.
—¡Los cuatro es imposible! Una persona sí puede. Yo puedo —rugió.
Estaba molesto y lo demostraba. ¡Paul! Sus sentimientos hacia Paul eran encontrados, y más de la mitad eran negativos. Al hablar con él, Paul elegía las palabras tan cuidadosamente, tan despreciativamente. Como si no le creyera lo suficientemente inteligente como para entenderle. Cuando él y Janine estaban juntos, Paul estaba siempre cerca. Si Paul era una muestra de lo que eran los machos humanos, Wan lamentaba ser uno de ellos.
—¡He ido a los dorados millones de veces —gruñó—, a por libros, o bayas, o simplemente para observar las tonterías que hacen! ¡Son tan divertidos! Pero tampoco son tontos de remate. Yo puedo ir allí sin correr riesgos. Una persona sola puede hacerlo, pero si vamos todos, seguro que nos ven.
—¿Y? —preguntó Lurvy.
Wan se encogió de hombros a manera de respuesta. Desconocía la respuesta, pero sabía que su padre había pasado mucho miedo.
—No son interesantes —repitió contradiciéndose.
Janine chasqueó los dedos y echó las bayas vacías a los pies del arbusto.
—¿Sabéis —suspiró— que sois muy poco prácticos? Wan, ¿hasta dónde llegan los Primitivos?
—Hasta el límite de los dorados, siempre, y a veces se meten en los azules o en los verdes.
—Bien, si les gustan las bayas, y si conoces un lugar al que vayan a buscarlas, ¿por qué no dejamos una cámara allí? Podemos verlos a ellos y ellos no nos verán a nosotros.
Wan gritó triunfante.
—¡Claro! ¡Lo ves, Lurvy, como no hace falta ir allí! Janine tiene razón, sólo que —dudó—, Janine, ¿qué es una cámara?
A medida que avanzaban, Lurvy tenía que hacer acopio de valor cada vez que cruzaban una intersección, sin poder evitar el echar miradas a los pasillos que seguían en ambas direcciones. Pero no oyeron nada, ni nada vieron que se moviera. El lugar era tan silencioso como la Factoría Alimentaria antes de llegar ellos, y era igual de extraño. O más extraño aún. Los hilillos de luz sobre los muros, los contenedores de cultivos, y sobre todo, el atemorizante pensamiento de que podía haber Heechees vivos en cualquier lugar cerca de ellos. En cuanto hubieron ocultado la cámara en un arbusto de bayas situado en la intersección donde se encontraban pasillos verdes, azules y dorados, Wan los sacó de allí a toda prisa, llevándolos directamente a la habitación en que vivían los Difuntos. Eso era lo que debía hacerse en primer lugar: llegar hasta la radio que les permitiría ponerse en contacto con el resto del mundo. Aun cuando el resto del mundo no fuera más que el viejo Payter, dando vueltas por la Factoría lleno de resentimiento. Si ni tan siquiera conseguían hacer eso, razonó Lurvy, no les quedaría ya nada que hacer allí, excepto volver a la nave y después a casa; no tenía sentido explorar si no conseguían radiar sus informes.
Wan, recobrando el valor en la misma proporción en que se alejaba de los Primitivos, encabezaba la marcha a través, primero, de un trecho verde; después, hacia arriba, ya en la zona azul, hasta llegar finalmente a una puerta también azul.
—Veamos si aún funciona correctamente —dijo con afectación al pisar una placa metálica que había ante ella.
La puerta vaciló, dejó escapar un suspiro y se abrió con un quejido, y Wan, satisfecho, les guió al interior.
Como mínimo, aquel lugar parecía humano. Aunque no dejara de ser extraño. Hasta olía a humano, seguramente porque Wan había pasado aquí la mayor parte de su corta vida. Lurvy tomó una de las minicámaras de Paul y se la echó al hombro. El pequeño aparato susurró mientras la película pasaba ante la lente, al filmar una sala octogonal en que había tres asientos Heechees, dos de ellos rotos, y una sucia pared en que se veían los instrumentos Heechees, hileras de luces de colores. Había un ligero zumbido, un chasquido apenas perceptible tras aquella pared, a la cual se dirigió Wan.
—Aquí es donde viven los Difuntos —dijo—, si es que «vivir» es la palabra adecuada para describirlo —añadió intentando ser chistoso.
Lurvy apuntó la cámara hacia los asientos y las esferas radiadas que había delante de éstos, y después, hacia un objeto convexo que había debajo de la sucia pared. Estaba a la altura del pecho, y se hallaba montado sobre unos cilindros algo aplanados sobre los que se podía desplazar el objeto con una sola mano.
—¿Qué es eso, Wan?
—Es lo que los Difuntos utilizan para capturarme de vez en cuando —balbució—. No lo usan muy a menudo. Es muy viejo. Cuando se estropea, tarda una eternidad en autorrepararse.
Paul miró la máquina con desconfianza y se alejó de ella.
—Pon en marcha a tus amigos, Wan —le ordenó.
—Por supuesto, es tan sencillo... —dijo con orgullo—. Si prestáis atención, también vosotros conseguiréis hacerlo.
Se sentó, con un desparpajo que demostraba familiaridad, en el único asiento no roto, y se concentró en los controles.
—Os enseñaré a Tiny Jim —decidió, y tecleó los controles ante sí. Las luces sobre la pared manchada se encendieron después de refulgir un instante, y Wan dijo—: Despierta, Tiny Jim. Hay alguien que quiere verte.
Silencio.
Wan frunció el ceño, miró a los demás por encima del hombro y ordenó acto seguido:
—¡Tiny Jim! ¡Contéstame inmediatamente!
Apretó los labios y escupió a la pared. Lurvy comprendió qué producía las manchas de la pared, pero no dijo nada.
Una voz cansada sonó por encima de sus cabezas:
—Hola, Wan.
—Eso está mejor —gritó sonriendo a los otros—. Escucha, Tiny Jim, diles a mis amigos algo interesante, o volveré a escupirte.