Alex afirmó:
—He tomado eso en cuenta.
LeBerre quedó descontento.
—¿Ha tomado usted en cuenta que, si competimos intensamente con nuestros propios clientes, perderemos hasta lo último de ese negocio?
—Perderemos parte. No creo que todo. En todo caso, los nuevos negocios que generaremos de lejos excederán lo perdido.
—Es lo que usted dice.
Alex insistió:
—Me parece un riesgo aceptable.
Leonard Kingswood dijo, con tranquilidad:
—Estaba usted en contra de cualquier riesgo con la Supranational, Alex.
—No estoy en contra de los riesgos. Pero éste es un riesgo mucho menor. No hay relación entre los dos.
Las caras alrededor de la mesa reflejaron escepticismo.
LeBerre dijo:
—Me gustaría oír las opiniones de Roscoe.
Otros hicieron eco:
—Sí, oigamos a Roscoe.
Las cabezas se volvieron hacia Heyward, que estudiaba sus manos cruzadas. Dijo con blandura:
—No es agradable torpedear a un colega.
—¿Por qué no? —preguntó alguien—. ¡Es lo que él ha querido hacerle!
Heyward sonrió débilmente:
—Prefiero estar por encima de eso —su cara se puso seria—. De todos modos estoy de acuerdo con Floyd. Una intensa actividad de ahorros de nuestra parte nos hará perder importantes negocios y no creo que ninguna ganancia potencial teórica lo merezca —señaló uno de los planos de Straughan que marcaban la geografía de las nuevas sucursales propuestas—. Los miembros de la Dirección observarán que cinco de las sucursales sugeridas estarán situadas cerca de las de asociaciones de ahorro y préstamo que son grandes depositarias del FMA. Podemos tener la certeza de que eso no dejará de llamarles la atención.
—Esta situación —dijo Alex— ha sido cuidadosamente elegida como resultado de estudios de la población. Están donde está la
gente
. Seguramente las asociaciones de ahorro y préstamo han llegado allí primero; en muchos sentidos han tenido más intuición que nuestros bancos. Pero eso no significa que siempre debamos mantenernos apartados.
Heyward se encogió de hombros.
—Ya he dado mi opinión. Sin embargo añadiré algo… me desagrada la idea de esas sucursales en la línea del frente.
Alex contestó:
—Serán tiendas de dinero… los bancos sucursales del futuro —pero comprendió que todo sucedía de manera opuesta a como había esperado. Había planeado tratar más adelante el problema de las sucursales. Bueno, de todos modos ahora no importaba.
—Por la descripción —dijo Floyd LeBerre, que estaba leyendo una página de información de Tom Straughan que había circulado— esas sucursales parecen lavanderías.
Heyward, que también estaba leyendo, movió la cabeza.
—No está de acuerdo con nuestro estilo. No hay dignidad.
—Haríamos mejor en dejar a un lado la dignidad y hacer más negocios —declaró Alex—. Sí, los bancos de barrio semejan lavaderos; de todos modos es la clase de bancos que se impone. Haré una predicción a la Dirección: ni nosotros ni nuestros competidores podremos permitirnos seguir teniendo la clase de sepulcros dorados que tenemos ahora como sucursales de bancos. El costo de la tierra
y
de la construcción los vuelve sin sentido. En diez años, la mitad… por lo menos… de nuestras actuales sucursales habrán dejado de existir tal como los conocemos. Guardaremos algunas que son clave. Las demás quedarán en lugares menos costosos, serán totalmente automáticas, con máquinas que actuarán como cajeros, monitores de televisión para contestar preguntas y estarán todas unidas a una computadora central. Al planear las nuevas sucursales, incluidas las nueve que defiendo aquí, es esa transición la que debemos anticipar.
—Alex tiene razón en eso de la automatización —dijo Leonard Kingswood—. Casi todos la vemos en nuestros propios negocios, avanza más rápido de lo que nunca hubiéramos sospechado.
—Lo que es igualmente importante —afirmó Alex— es que tenemos una ocasión de dar un salto hacia adelante ventajosamente, es decir, si lo hacemos dramáticamente, con olfato y fanfarria. La campaña de propaganda debe ser masiva, debe saturar. Señores, vean ustedes las cifras. Primero, nuestros actuales depósitos de ahorros… sustancialmente más bajos de lo que deben ser…
Avanzó ayudado por los informes y alguna ampliación ocasional de Tom Straughan. Alex sabía que las cifras y propuestas en las que él y Straughan habían trabajado juntos eran sólidas y lógicas. Sin embargo presentía una total oposición de parte de algunos miembros de la Dirección y falta de interés de parte de los otros. En un extremo de la mesa un director se llevó la mano a la boca, sofocando un bostezo.
Era evidente que había perdido. El plan de ahorros y expansión de las sucursales iba a ser rechazado, y representaría, igualmente, un voto de «no confianza» en él. Como anteriormente, Alex se preguntó cuánto tiempo se prolongaría su permanencia en el FMA. Parecía que había aquí poco futuro para él, y tampoco se veía participando en un régimen dominado por Heyward.
Decidió no perder más tiempo.
—Bien, no hablaré más, señores. A menos que alguno quiera hacer más preguntas.
No había esperado ninguna. Y, menos que nada, había esperado apoyo de la fuente de donde surgió, sorprendentemente.
—Alex —dijo Harold Austin con una sonrisa y tono amistoso—, quisiera darle las gracias. Francamente estoy impresionado. No esperaba que fuera así pero su argumentación ha sido convincente. Lo que es más, me gusta la idea de esas nuevas sucursales.
Algunos asientos más allá Heyward quedó atónito, y lanzó a Austin una mirada furiosa. El Honorable Harold lo ignoró y se dirigió a los otros que rodeaban la mesa.
—Creo que debemos ver esto con la mente abierta, dejando a un lado nuestros desacuerdos de la mañana.
Leonard Kingswood asintió, y también lo hicieron algunos otros. La mayoría de los directores combatió la somnolencia de después del almuerzo, y volvió a prestar atención. Por algo Austin era el miembro más antiguo de la Dirección. Su influencia era penetrante. También le gustaba llevar a los otros a compartir sus puntos de vista.
—Al principio de su comentario, Alex —dijo—, habló usted de un retorno al ahorro personal y a la dirección que deberían dar algunos bancos como el nuestro.
—Así es.
—¿Podría usted ampliar esa idea?
Alex vaciló.
—Supongo que sí.
¿Debería hacerlo? Alex pensó las consecuencias. Ya no estaba sorprendido de la intervención. Sabía exactamente por qué Austin había cambiado de lado.
La publicidad
. Antes, cuando Alex había sugerido «una campaña publicitaria masiva», hasta la «saturación», había visto cómo se levantaba la cabeza de Austin, con el interés claramente acusado. Desde ese momento no había sido difícil ver en el interior de esa cabeza. La Agencia de Publicidad Austin, debido a que el Honorable Harold estaba en la Dirección y tenía influencia en el FMA, tenía el monopolio de los asuntos publicitarios del banco. Una campaña tal como la que planeaba Alex, daría sustanciales beneficios a la Agencia Austin.
La acción de Austin representaba un conflicto de intereses de la manera más grosera —el mismo conflicto de intereses que Alex había atacado por la mañana ante el nombramiento de Roscoe Heyward como componente de la Dirección de la Supranational, Alex había preguntado entonces:
¿Qué intereses pondría primero Roscoe? ¿Los de la Supranational o los de los accionistas del First Mercantile American?
Ahora podía hacerse una pregunta similar en el caso de Austin.
La respuesta era clara. Austin cuidaba sus propios intereses; los del FMA venían después. Nada importaba que Alex creyera en el plan. El apoyo —por motivos egoístas— era antimoral, un abuso de confianza.
¿Iba Alex a revelar eso? Si lo hacía, iba a provocar un tumulto todavía mayor que el de esta mañana, y volvería a perder.
Los directores se mantenían juntos como los compañeros de una logia. Además, tal enfrentamiento terminaría, seguramente, con la presencia de Alex en el FMA. ¿Valía eso la pena? ¿Era necesario? ¿Acaso sus deberes requerían que fuera custodio de la conciencia de la Dirección? Alex no estaba seguro. Entretanto los directores miraban y esperaban.
—Sí —dijo— me he referido, como Harold ha recordado, a la economía y a la necesidad de dirección —Alex miró unas notas que, unos minutos antes, había decidido descartar.
—Se ha dicho con frecuencia —dijo a los atentos directores— que el gobierno, la industria y el comercio de todo tipo se basan en el crédito. Sin crédito, sin préstamos, sin solicitudes de dinero… pequeñas, medianas y masivas, los negocios se desintegrarían y la civilización se marchitaría. Los banqueros saben bien esto.
»Sin embargo, son más cada vez los que creen que el pedir prestado y el déficit financiero es una locura, y han eclipsado toda razón. Especialmente esto es verdad en lo que a los gobiernos se refiere. El gobierno de los Estados Unidos ha acumulado una montaña enorme de deudas, que está mucho más allá de nuestra capacidad de pago. Otros gobiernos están en iguales o peores condiciones. Éste es el verdadero motivo de la inflación y el descenso de las monedas, aquí y en el extranjero.
»En una extensión notable —prosiguió— la abrumadora deuda gubernamental es igualada por una deuda corporativa pantagruélica. Y, en un plano financiero más bajo, millones de personas —individuos que siguen ejemplos establecidos nacionalmente— han asumido pesadas deudas que no pueden pagar. El total de la deuda de Estados Unidos llega a un billón y medio de dólares. La deuda nacional de consumidor se acerca ahora a los doscientos mil millones de dólares. En los últimos seis años más de un millón de norteamericanos se han declarado en bancarrota.
»En algún punto del camino —nacional, corporativa, individualmente— hemos perdido la antigua verdad del ahorro y el buen gobierno, de equilibrar lo que gastamos con lo que ganamos, y de guardar lo que debemos dentro de límites honrados.
Bruscamente el tono de la Dirección pareció más sobrio. Respondiendo a esto Alex dijo, tranquilo:
—Me gustaría poder decir que hay algún camino para salir de lo que he descrito. No estoy convencido de que lo haya. Pero los caminos se inician por la acción decidida en alguna parte. ¿Por qué no aquí?
»En la naturaleza de los tiempos, los depósitos de ahorros… más que cualquier otro tipo de actividad monetaria… representan la prudencia financiera. Nacional e individualmente necesitamos más prudencia. Una manera de lograrla es por medio de enormes aumentos de los ahorros.
»Puede
haber tremendos aumentos… si nos comprometemos y si trabajamos. Y aunque los ahorros personales solos no devuelvan a todo la salud fiscal es, por lo menos, un importante movimiento hacia ese fin. Por esto hay una ocasión para ejercer la dirección y también… aquí y ahora… porque creo que este banco debe ejercerla.
Alex se sentó. Unos segundos después se dio cuenta de que no había mencionado sus dudas respecto a la intervención de Austin.
Leonard Kingswood rompió el breve silencio que había seguido.
—El buen sentido y la verdad no siempre son agradables de oír. Pero me parece que en este caso hemos escuchado algo.
Philip Johannsen gruñó, después dijo, malhumorado:
—Acepto parte de eso.
—Yo lo acepto todo —dijo el Honorable Harold—. En mi opinión la Dirección debe aprobar el plan de ahorro y expansión tal como ha sido presentado. Yo pienso votarlo. Pido a los demás que hagan lo mismo.
Esta vez Roscoe Heyward no mostró su rabia, aunque su cara se había puesto dura. Alex supuso que Heyward también sospechaba los motivos del apoyo de Harold Austin.
Siguieron otros quince minutos de discusión, hasta que Jerome Patterton usó el martillo y llamó a votar. Por abrumadora mayoría las propuestas de Alex Vandervoort fueron aprobadas. Los únicos que se opusieron fueron Floyd LeBerre y Roscoe Heyward.
Al salir de la sala de conferencias Alex percibió que la hostilidad no se había desvanecido. Era evidente que algunos directores estaban todavía resentidos por su exposición de la mañana acerca de la Supranational. Pero el último e inesperado desarrollo le había dado ánimo, y se sentía menos pesimista en cuanto a la continuidad de su papel en el FMA.
Harold Austin lo atajó:
—Alex, ¿cuándo pondrán en marcha el plan de ahorros?
—Inmediatamente —no queriendo ser descortés, añadió—: Gracias por su apoyo.
Austin asintió.
—Me gustaría venir con dos o tres personas de la agencia para discutir el plan de campaña.
—Bien. La semana que viene.
De manera que Austin había confirmado así, sin demora y sin vergüenza, lo que Alex había deducido. Aunque, para ser justo, pensó Alex, la Agencia de Publicidad Austin trabajaba bien y podía ser elegida para dirigir como se debía la campaña de ahorros.
Estaba racionalizando y lo sabía. Al guardar silencio hacía unos minutos había sacrificado los principios a un logro. Se preguntó lo que Margot podría pensar de su sometimiento.
El Honorable Harold dijo afablemente:
—Entonces será hasta pronto.
Roscoe Heyward, que había dejado la sala de conferencias antes que Alex, fue detenido por un mensajero del banco uniformado, que le entregó un sobre cerrado. Heyward lo abrió y sacó una hojita de papel doblada. Al leerla se alegró visiblemente, miró el reloj y sonrió. Alex se preguntó el por qué de aquello.
La nota era muy simple. Escrita a máquina por la secretaria de confianza de Roscoe, Dora Callaghan, le informaba que Miss Deveraux había telefoneado, para comunicarle que estaba en la ciudad y que deseaba verle cuanto antes. La nota proporcionaba un número de teléfono y un interno.
Heyward reconoció el número: el Columbia Hilton Hotel. Miss Deveraux era Avril.
Se habían visto dos veces desde el viaje a las Bahamas, hacía mes y medio. Ambas veces se habían encontrado en el Columbia Hilton. Y cada vez, como durante aquella noche en Nassau, cuando él había apretado el botón número siete para que Avril viniera a su cuarto, ella le había llevado a una especie de paraíso, un lugar de éxtasis sensual como él nunca había soñado que existiera. Avril conocía cosas increíbles que podían hacerse a un hombre y que —durante la primera noche— primeramente le había sorprendido y luego deleitado. Después la habilidad de ella había despertado ola tras ola de placer sensual, hasta que él había gritado de puro deleite, usando palabras que ignoraba haber conocido. Y luego Avril había sido amable, acariciante, cariñosa y paciente, hasta que, ante su sorpresa y exaltación, él se había excitado nuevamente.