—Landress fue atrapado —señaló Miles.
—Porque trabajaba con idiotas. No tenían organización.
—Pareces saber mucho de esto.
—Un poco —Danny se detuvo, tomó uno de los billetes buenos, uno de los falsificados, y los comparó. Lo que vio le agradó; hizo una mueca mostrando los dientes—. ¿Sabías, hijo, que el dinero norteamericano es el más fácil del mundo de copiar e imprimir? El hecho es que fue diseñado para que los grabadores del siglo pasado no pudieran reproducirlo con los instrumentos que tenían. Pero, desde entonces, han surgido máquinas y fotos en offset de alta resolución, de manera que ahora, con un buen equipo, paciencia y un poco de gasto, un hombre hábil puede hacer un trabajo que sólo los expertos pueden descubrir.
—He oído algo de eso —dijo Miles—. ¿Hay muchos intereses en juego?
—Deja que te diga —Danny parecía divertirse, evidentemente lanzado a su tema favorito—. Nadie sabe en verdad cuánto dinero falso se imprime cada año y pasa sin ser descubierto, pero es un
montón
. El gobierno dice que se trata de unos treinta millones de dólares, de los cuales una décima parte está en circulación. Pero ésas son cifras del gobierno, y lo único de que se puede tener seguridad con
cualquier
gobierno es que las cifras que dan son altas o bajas, dependiendo de lo que el gobierno quiera probar. En este caso dan cifras bajas. Mi pálpito es que debe haber unos setenta millones anuales, tal vez cerca de cien millones.
—Creo que es posible —dijo Miles. Recordaba cuánto dinero falso había descubierto en el banco, y cuánto más pasó sin llamar la atención.
—¿Sabes cuál es el dinero
más difícil
de reproducir?
—No, no lo sé.
—Los cheques de viajero del American Express. ¿Sabes por qué?
Miles movió la cabeza.
—Porque están impresos en azul-cianido, que es casi imposible de reproducir en una placa impresora en offset. Nadie que sepa algo perderá tiempo intentándolo, de manera que un cheque Amex es más seguro que el dinero norteamericano.
—Corren rumores —dijo Miles— de que pronto habrá nuevo dinero norteamericano, con colores para las diferentes denominaciones… como en Canadá.
—No es un rumor —dijo Danny—. Es un hecho. Hay ya un montón de dinero en colores impreso y almacenado en el Tesoro. Será más difícil de copiar que todo lo que se ha hecho… —sonrió con picardía—. Pero los viejos circularán un tiempo. Quizá tanto como el que me queda de vida.
Miles guardaba silencio, digiriendo todo lo que había oído. Al fin dijo:
—Me ha hecho preguntas, Danny, y las he contestado. Ahora tengo una para usted.
—No quiere decir que vaya a contestarla, hijo. Pero puedes intentarlo.
—¿Quién y qué es usted?
El viejo meditó, acariciándose el mentón con el pulgar, mientras examinaba a Miles. Algunos de sus pensamientos se retrataron en su cara: la tentación de ser sincero luchaba contra la cautela; el orgullo se mezclaba a la discreción. Bruscamente Danny se decidió:
—Tengo 73 años —dijo— y soy un artesano maestro. He sido impresor toda mi vida. Sigo siendo todavía el mejor. Además de ser un oficio, imprimir es un arte —señaló los billetes de veinte dólares todavía desparramados sobre la cama—. Son mi obra. Yo hice la placa fotográfica. Yo los imprimí.
Miles preguntó:
—¿Y los permisos de conducir y las tarjetas de crédito?
—Comparado con imprimir dinero —dijo Danny— hacer esas cosas es tan fácil como orinar en un barril. Pero sí… yo lo he hecho también.
En una fiebre de impaciencia, Miles esperaba ahora la ocasión de comunicar lo que sabía a Nolan Wainwright, vía Juanita. Pero desgraciadamente, resultaba imposible salir del
Double Seven
, y el riesgo de transmitir unos datos tan vitales por medio del teléfono del club, era demasiado grande.
El jueves por la mañana —el día siguiente a las sinceras revelaciones de Danny— el viejo dio señales de estar del todo curado de su orgía alcohólica. Era evidente que se divertía en compañía de Miles y las partidas de ajedrez continuaban. Lo mismo pasaba con sus conversaciones, aunque Danny estaba más en guardia de lo que había estado el día anterior.
No era claro que Danny pudiera apresurar su marcha, en caso de desearlo. Aunque hubiera podido hacerlo, no parecía dispuesto y parecía en cambio contento —al menos por el momento— con su encierro en el cubículo del tercer piso.
En las últimas charlas, el miércoles y el jueves, Miles había procurado conseguir más datos sobre la actividad de falsificador de Danny, e incluso sugirió la pregunta crucial de algún local en donde trabajara. Pero Danny escamoteó hábilmente nuevas discusiones sobre el tema, y el instinto dijo a Miles que el viejo lamentaba un poco su primera sinceridad. Recordando el consejo de Wainwright:
No se apresure, tenga paciencia
, Miles decidió no forzar la suerte.
Pese a su exaltación, otro pensamiento le deprimía. Todo lo que había descubierto representaba la detención y el arresto de Danny. Miles seguía simpatizando con el viejo y lamentaba lo que seguramente iba a seguir. Sin embargo, se recordó a sí mismo, era también el camino de su única posibilidad de rehabilitación.
Ominsky, el prestamista tiburón y Tony «Oso» Marino, estaban ambos mezclados con Danny, aunque todavía no estaba claro de qué manera. A Miles no le importaba del ruso Ominsky o de Tony el «Oso», aunque el miedo le helaba al suponer que podían enterarse, como finalmente iba a suceder, del papel de traidor que él desempeñaba.
El jueves, tarde ya, Jules La Rocca volvió a aparecer.
—Traigo un mensaje de Tony. Mañana mandará un cochecito para buscarte.
Danny asintió, y fue Miles quien preguntó:
—¿Un cochecito para ir a dónde?
Tanto La Rocca como Danny le miraron agudamente, sin contestar, Miles lamentó haber preguntado.
Aquella noche, decidido a correr un riesgo aceptable, Miles telefoneó a Juanita. Esperó a encerrar a Danny en su cubículo, antes de la medianoche; después bajó para usar un teléfono público de la planta baja del club. Puso una moneda y marcó el número de Juanita. A la primera llamada la voz de ella contestó con suavidad:
—Hola…
El teléfono era de los de pared, estaba cerca del bar, sin casilla, y Miles murmuró para no ser oído.
—Ya sabes quién habla. No uses nombres.
—Sí —dijo Juanita.
—Di a nuestro mutuo amigo que he descubierto algo importante. Muy importante. Se refiere a lo que él quería saber. No puedo decir más, pero iré a verte mañana por la noche.
—Bien.
Miles cortó. Simultáneamente una grabadora en el sótano del club, que se había puesto automáticamente en marcha al levantarse el receptor del teléfono, se apagó, también automáticamente.
Algunos versículos del
Génesis
, como la propaganda subliminal, relampagueaban a intervalos en la mente de Roscoe Heyward:
De todo árbol del jardín comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no probarás; porque en el momento que comas ciertamente morirás
.
En los últimos días Heyward había estado obsesionado con el interrogante: ¿acaso su relación sexual ilícita con Avril, iniciada en aquella noche memorable a la luz de la luna en las Bahamas se había convertido en su propio árbol del mal, del cual iba a cosechar el más amargo de los frutos? ¿Y todo lo adverso que sucedía ahora, la súbita y alarmante debilidad de la Supranational, que podía desbaratar sus ambiciones con respecto al banco, era algo que Dios hacía para castigarle personalmente?
Por el contrario: si cortaba todos los lazos con Avril decisiva e inmediatamente, si la arrojaba de sus pensamientos: ¿Iba Dios a perdonarle? ¿Acaso Él, con todo su saber, devolvería fuerza a la Supranational y reavivaría la fortuna de Su siervo, Roscoe? Recordaba a Nehemías:
…Eres un Dios dispuesto a perdonar, gracioso y misericordioso, lento para la ira, y de gran bondad
… Heyward creía que esto era posible.
Lo malo es que no había manera de estar seguro.
También, como fuerte argumento en contra de separarse de Avril, estaba el hecho de que ella llegaría a la ciudad el martes, como habían convenido la semana anterior. En medio del tumulto habitual de problemas, Heyward ansiaba que Avril viniera.
Todo el lunes y la mañana del martes en su despacho, vaciló, sabiendo que podía telefonear a Nueva York y detenerla. Pero el martes, a mitad de la mañana, al enterarse del horario de vuelos desde Nueva York, comprendió que era demasiado tarde y se sintió aliviado al no tener que tomar ninguna decisión.
Avril llamó al caer la tarde, por el teléfono no registrado en guía que comunicaba directamente con el escritorio de Roscoe.
—Eh, Roscoe… estoy en el hotel.
Suite 432
. El champagne está en el hielo… pero yo estoy caliente esperándote.
Él deseó haber sugerido un cuarto en lugar de una
suite
, ya que ahora le correspondía pagar a él. Por el mismo motivo el champagne le pareció un gasto innecesario, y se preguntó si sería poco amable sugerir que lo devolviera. Pensó que así debía ser.
—Iré a verte en seguida, querida —dijo.
Logró hacer una pequeña economía utilizando un coche y un chófer del banco, que le llevaron al Columbia Hilton. Heyward dijo al chófer:
—No me espere.
Cuando entró en la
Suite 432
los brazos de Avril le rodearon inmediatamente, y sus ávidos labios llenos comieron ávidamente los suyos. La estrechó con fuerza, su cuerpo reaccionó en seguida, con la excitación que había llegado a conocer y ansiar. A través de la tela de los pantalones pudo sentir los largos muslos esbeltos y las piernas de Avril, moviéndose contra él, provocando, apartándose, prometiendo, hasta que toda su persona pareció concentrada en unas pocas pulgadas de su físico. Luego, tras unos momentos, Avril se soltó, le acarició la mejilla y se apartó.
—Roscoe, ¿por qué no hacemos el acuerdo comercial en seguida? Después podremos descansar tranquilos y no preocuparnos más.
El súbito sentido práctico de ella le sacudió. Se preguntó: ¿era ésta la manera en que sucedían las cosas… primero el dinero, después la realización? De todos modos tenía sentido. Si las cosas quedaban para más tarde, el cliente, con el apetito saciado y la premura desaparecida, podía sentir tentaciones de no pagar.
—Está bien —dijo. Había metido doscientos dólares en un sobre y lo tendió a Avril. Ella sacó el dinero y empezó a contarlo; él preguntó:
—¿No me tienes confianza?
—Deja que yo
te haga
otra pregunta —dijo Avril—. Si yo llevo dinero a tu banco y lo entrego… ¿acaso no hay alguien que lo contará?
—Lógicamente.
—Bueno, Roscoe, la gente tiene tanto derecho como los bancos a defenderse —terminó de contar y dijo, con decisión—: Estos doscientos son para mí. Además está mi pasaje aéreo y los taxis, que suman ciento veinte dólares; el costo de la
suite
es de ochenta y cinco dólares; y el champagne y la propina son veinticinco. Digamos unos doscientos cincuenta más, aproximadamente. Eso lo cubrirá todo.
Sacudido por el total de la suma, él protestó:
—Es mucho dinero.
—Y yo soy una mujer que vale mucho. Es menos de lo que gasta la Supranational cuando es ella quien paga, y entonces no pareció importarte tanto. Además, cuando se quiere lo mejor, cuesta caro.
Su voz tenía un tono directo, sin ningún mimo, y él comprendió que estaba frente a otra Avril, más audaz y dura que la criatura entregada y ávida de agradar de un momento antes. De mala gana, Heyward sacó doscientos cincuenta dólares de su billetera y se los tendió.
Avril colocó toda la suma en un bolsillo interior de su bolso.
—Bueno, ¡terminados los negocios! Ahora ocupémonos del amor.
Se volvió hacia él y lo besó con ardor, y al mismo tiempo sus largos dedos hábiles acariciaron levemente su pelo. El apetito que él sentía por ella, brevemente apagado, empezó a renacer.
—Roscoe, querido —murmuró Avril—, cuando llegaste parecías cansado y preocupado.
—Últimamente he tenido algunos problemas en el banco.
—Entonces habrá que tranquilizarte. Primero un poquito de champagne, después me tomarás a mí… —hábilmente abrió la botella, que estaba en un balde de hielo, y llenó dos vasos. Juntos bebieron, y esta vez Heyward no se preocupó de recordar que era abstemio. Pronto Avril empezó a desnudarlo, y a desnudarse ella.
Cuanto estaban en la cama, ella murmuraba constantemente mimos, frases de aliento:
—Oh, Roscoe… eres tan grande y tan fuerte… ¡Qué hombre!… Despacio, querido… despacio… Nos has llevado al paraíso… Ay, si esto pudiera durar para siempre…
Su habilidad no sólo le despertaba físicamente, sino que lo hacía sentirse hombre como nunca se había sentido. Nunca, en todos sus descosidos acoplamientos con Beatrice, había él imaginado aquella plenitud de sensaciones, una progresión gloriosa hacia una realización tan completa en todos los sentidos.
—Casi lista, Roscoe… cuando digas… Sí, querido…
por favor, sí
…
Quizá parte de la respuesta de Avril fuera una comedia. Sospechaba que así era, pero ya no le importaba. Lo que contaba era la profunda, rica, dichosa sensualidad que había descubierto en él, por intermedio de ella.
El
crescendo
pasó. Iba a quedar, pensó Roscoe Heyward, como otro recuerdo exquisito. Ahora estaban echados, dulcemente lánguidos, mientras que, fuera del hotel, el crepúsculo se convertía en oscuridad y parpadeaban las luces de la ciudad. Avril se movió primero. Pasó del dormitorio de la
suite
a la sala y volvió con dos vasos llenos de champagne, que bebieron, sentados en la cama y charlando.
Después de un rato, Avril dijo:
—Roscoe, quiero pedirte un consejo.
—¿Con respecto a qué? —¿Qué clase de confidencia femenina estaba él a punto de compartir?
—¿Crees que debo vender mis acciones de la Supranational?
Sorprendido, él preguntó:
—¿Tienes muchas?
—Quinientas acciones. Ya sé, para ti, eso no es mucho. Pero lo son para mí… es una tercera parte de mis ahorros.
Él calculó con rapidez que los «ahorros» de Avril eran aproximadamente siete veces más que los suyos propios.
—¿Qué has oído de la SuNatCo? ¿Por qué lo preguntas?