Burnside dijo, con tono agrio:
—Bueno, le hemos descubierto ahora.
Ella recordó:
—Después de llamarles yo.
Innes, el agente del FBI, quebró el silencio que se había producido.
—Nada de esto nos hace adelantar mucho en lo que se refiere al dinero que faltó el viernes.
—Fuera del hecho de que convierte a Eastin en el primer sospechoso —dijo Burnside. Pareció aliviado de volver a dirigir la conversación—. Y quizá también lo confiese.
—No lo hará —gruñó Nolan Wainwright—. Ese gato es demasiado hábil.
Además, ¿por qué va a hacerlo? Todavía ignoramos cómo lo hizo.
Hasta ese momento el jefe de Seguridad del banco había dicho muy poco, aunque había mostrado sorpresa; después su cara se había endurecido a medida que los auditores sacaban la serie de documentos como prueba de culpabilidad. Edwina se preguntó si Wainwright recordaba cómo ambos habían presionado a la cajera, Juanita Núñez, sin creer en la inocencia que proclamaba la muchacha. Incluso ahora, pensó Edwina, existía la posibilidad de que la Núñez estuviera confabulada con Eastin, pero parecía poco probable.
Hal Burnside se puso de pie y cerró su portafolio.
—Ha llegado el momento de que se retiren los auditores y la ley se encargue del asunto.
—Necesitamos esos papeles y una declaración firmada —dijo Innes.
—Míster Gayne quedará aquí, a la disposición de ustedes.
—Otra pregunta. ¿Cree usted que Eastin tiene idea de que ha sido descubierto?
—Lo dudo —Burnside miró hacia su ayudante, que movió la cabeza.
—Estoy seguro de que no lo sabe. Tuvimos cuidado de no mostrar lo que estábamos buscando y, para protegernos, preguntamos por muchas cosas que no necesitábamos.
—Yo tampoco lo creo —dijo Edwina. Recordó con tristeza cuán atareado y alegre había parecido Miles Eastin poco antes de que ella dejara la sucursal con Burnside.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué, por qué?
Innes asintió, aprobando.
—Entonces dejemos las cosas así. Interrogaremos a Eastin en cuanto hayamos terminado aquí, pero no hay que prevenirle. ¿Está todavía en el banco?
—Sí —dijo Edwina—. Se quedará por lo menos hasta que regresemos; normalmente es uno de los últimos en irse.
Nolan Wainwright interrumpió, con voz desusadamente dura:
—
Corrija
esas instrucciones. Que se demore aquí hasta lo más tarde que sea posible. Después dejen que vuelva a su casa, en la creencia de que no ha sido descubierto.
Los otros miraron al jefe de Seguridad del banco, intrigados y sorprendidos. Especialmente los ojos de los dos hombres del FBI buscaron la cara de Wainwright. Un mensaje pareció cruzarse entre ellos.
Innes vaciló, después concedió:
—Bien. Hagámoslo de ese modo.
Unos minutos después Edwina y Burnside tomaban el ascensor.
Innes, después de que los demás se hubieran ido, dijo cortésmente al auditor que se había quedado:
—Antes de recibir su declaración le agradecería que nos dejara solos unos momentos.
—¡Cómo no! —y Gayne salió de la sala de conferencias.
El segundo agente del FBI cerró su libreta y guardó el lápiz.
Innes miró a Wainwright.
—¿Tiene usted alguna idea?
—La tengo… —Wainwright vaciló, luchando mentalmente entre lo que debía elegir y su conciencia. La experiencia le decía que en la acusación contra Eastin había fallos que debían ser llenados. Sin embargo, para llenarlos, la ley tendría que doblarse de una manera que iba contra sus propias convicciones. Preguntó al hombre del FBI:
—¿Está seguro de qué quiere saber?
Los dos se miraron. Hacía años que se conocían y se tenían mutuo respeto.
—Conseguir pruebas hoy en día es una cosa delicada —dijo Innes—. No podemos tomarnos algunas de las libertades que nos tomábamos y, si lo hacemos, la cosa puede volverse contra nosotros.
Hubo un silencio, después el segundo agente dijo:
—Diga sólo lo que usted cree que debe decirnos.
Wainwright cruzó los dedos y miró atentamente a los dos. Su cuerpo transmitía tensión, al igual que su voz un poco antes.
—Bueno, tenemos bastante como para clavar a Eastin con una acusación de robo. Digamos que la suma robada es más o menos de ocho mil dólares. ¿Cuánto creen ustedes que le impondrá un juez?
—Como primer delito tendrá una sentencia en suspenso —dijo Innes—. El tribunal no se preocupará por el dinero perdido. Suponen que el banco tiene cantidades y que, de todos modos, está asegurado.
—¡Basta! —los dedos de Wainwright se apretaron visiblemente—. Pero si podemos demostrar que se apoderó del otro dinero… de los seis mil dólares que faltaron el miércoles; si demostramos que procuró echar la culpa a la muchacha, y que casi lo logró…
Innes gruñó, comprendiendo.
—Si usted puede probar eso, cualquier juez razonable lo mandará directamente a la cárcel. Pero, ¿puede probarlo?
—Lo intentaré. Personalmente quiero que ese hijo de puta esté entre rejas.
—Comprendo lo que usted quiere decir —dijo pensativo el hombre del FBI—, a mí también me gustaría.
—En ese caso hagan lo que yo digo. No busquen a Eastin esta noche. Denme tiempo hasta mañana.
—No estoy seguro —murmuró Innes—, no estoy seguro de poder hacerlo.
Los tres esperaron, conscientes del conocimiento, del deber, de un tironeo y retortijón dentro de sí mismos. Los otros dos adivinaban en términos generales lo que Wainwright tenía en la mente. Pero: ¿cuándo y en qué medida el fin justificaba los medios? Y también estaba la cuestión: ¿cuánta libertad puede permitirse hoy en día un funcionario de la ley y seguir adelante?
Sin embargo, los hombres del FBI trabajaban en el caso y compartían el punto de vista de Wainwright en cuanto a los objetivos.
—Si esperamos hasta mañana —dijo con cautela el segundo agente— no quiero que Eastin se escape. Eso podría acarrear molestias para todos.
—Y yo tampoco quiero una patata machacada —dijo Innes.
—No escapará. No lo machacaremos. Lo garantizo.
Innes miró hacia su colega, que se encogió de hombros.
—Bien entonces —dijo Innes—. Hasta mañana. Pero comprenda una cosa, Nolan… esta conversación… no existe —se dirigió a la puerta de la sala de conferencias y la abrió—. Puede usted venir, míster Gayne. Míster Wainwright ya se retira y nosotros recibiremos su declaración.
Una lista de los funcionarios del banco, conservada en el departamento de Seguridad para usos de emergencia, reveló la dirección de la casa de Miles Eastin y su número de teléfono. Nolan Wainwright copió ambas cosas.
Conocía la dirección. Una zona residencial pequeño-burguesa, a unas dos millas del centro. La información incluía el número del apartamento: «2G».
El jefe de Seguridad dejó la Casa Central del FMA y se dirigió a la Plaza Rosselli, a un teléfono público, donde marcó el número y oyó llamar incesantemente, sin que nadie contestara. Sabía que Miles Eastin era soltero. Wainwright esperaba también que viviera solo.
En caso de contestar a la llamada, Wainwright hubiera dicho que se trataba de un número equivocado y hubiera cambiado sus planes. Pero, tal como estaban las cosas, se dirigió a su coche, guardado en las cocheras del sótano.
Antes de dejar el garaje abrió la maleta de su coche y sacó una delgada cartera de cuero, que colocó en el bolsillo interior. Después cogió el coche y atravesó la ciudad.
Caminó casualmente hacia la casa de apartamentos, aunque miraba todos los detalles. Una construcción de tres pisos, probablemente edificada hacía cuarenta años y con señales de abandono. Adivinó que había unas dos docenas de apartamentos. No había portero a la vista. En el vestíbulo Nolan Wainwright pudo ver una fila de buzones para cartas y timbres de llamada. Dobles puertas de cristal comunicaban la calle con el vestíbulo; más allá había una puerta más sólida, sin duda con el cerrojo pasado.
Eran las 10,30. Había escaso tráfico en la calle. No había otros transeúntes cerca de la casa de apartamentos. Avanzó.
Junto a los buzones había tres filas de timbres y un micro-teléfono interno. Wainwright vio el nombre «Eastin» y apretó el botón correspondiente. Tal como esperaba, no hubo respuesta.
Adivinando que «2G» significaba el segundo piso, eligió al azar un timbre con la marca «3» y lo apretó. Una voz en el portero eléctrico rezongó:
—Sí… ¿Quién es?
El nombre junto a la puerta era Appleby.
—Western Union —dijo Wainwright—. Telegrama para Appleby.
—Bien, suba.
Detrás de la pesada puerta interior zumbó un timbre y una cerradura se abrió. Wainwright empujó la puerta y penetró rápidamente.
Al frente había un ascensor, que ignoró. Vio una escalera a la derecha y subió los peldaños de dos en dos, hasta el segundo piso.
En el camino Wainwright meditó sobre la sorprendente inocencia de la gente en general. Esperaba que Appleby, fuera quien fuera, no aguardase demasiado tiempo su telegrama. Esta noche míster Appleby no iba a tener más inconvenientes que una intriga menor, quizás una frustración, aunque hubiera podido irle mucho peor. Los habitantes de los apartamentos, en todas partes, pese a repetidos avisos, continuaban haciendo exactamente lo mismo. Naturalmente, Appleby podía desconfiar algo y alertar a la policía, aunque Wainwright lo dudaba. De todos modos, dentro de unos minutos, la cosa ya no tendría importancia.
El apartamento «2G» estaba al final del corredor del segundo piso, y la cerradura demostró no ser complicada. Wainwright probó una serie de finas hojas que sacó de la delgada cartera de cuero que había traído en el bolsillo y, a la cuarta tentativa, el cilindro de la cerradura giró. La puerta se abrió de golpe y él entró, cerrando la puerta tras de sí.
Esperó, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, después se acercó a una ventana y corrió las cortinas. Encontró un interruptor de la luz y lo apretó.
El apartamento era pequeño, destinado a ser usado por una sola persona; era un solo ambiente dividido en zonas. El espacio que hacía de sala comedor tenía un sofá, un sillón, una TV portátil y una mesa. Una cama estaba colocada detrás de una partición: la
kitchenette
tenía puertas de persiana que se doblaban. Las otras dos puertas que Wainwright inspeccionó revelaron un cuarto de baño y un armario. El lugar era ordenado y limpio. Algunos estantes de libros y algunos grabados enmarcados le daban personalidad.
Sin perder tiempo Wainwright inició una búsqueda total, sistemática.
Procuró reprimir, mientras trabajaba, la mordiente crítica contra sí mismo por la acción ilegal que realizaba esta noche. No lo lograba del todo. Nolan Wainwright comprendía que todo lo que estaba haciendo era el reverso de su código moral, una negación a su creencia en la ley y el orden. Sin embargo, la ira lo impulsaba. La ira y, dentro de sí mismo el reconocimiento del fracaso, hacía cuatro días.
Recordaba con pasmosa claridad, incluso ahora, la muda súplica en los ojos de la muchacha portorriqueña, Juanita Núñez, cuando la había visto por primera vez el miércoles pasado y había iniciado el interrogatorio. Era una súplica que decía sin lugar a dudas:
Usted y yo… usted es negro, yo soy parda. Por eso usted, entre todos, tendría que comprender que estoy sola, en inferioridad de condiciones, y que desesperadamente necesito ayuda y justicia
. Pero, aunque había reconocido la súplica, él la había echado a un lado brutalmente, de manera que después sólo lo sustituyó el desprecio, y recordaba haber visto también ese desprecio en los ojos de la muchacha.
El recuerdo, unido a la pena de haber sido engañado por Miles Eastin, había decidido a Wainwright a derrotar a Eastin en su juego, aunque hubiera que torcer la ley para lograrlo.
Por lo tanto, metódicamente, como le había enseñado su entrenamiento policial, Wainwright siguió buscando, decidido a encontrar una prueba, si es que la había.
Media hora después comprendió que quedaban pocos sitios donde esconder algo. Había examinado los armarios, los cajones y su contenido, había revisado los muebles, abierto maletas, inspeccionado los cuadros en las paredes y retirado la parte de atrás del televisor. También había examinado los libros, notando que todo un estante estaba dedicado a lo que alguien consideraba el
hobby
de Eastin: el estudio del dinero a través de las épocas. Junto con los libros un portafolio contenía diseños y fotografías de antiguas monedas y billetes. Pero no había huella de nada criminal. Finalmente amontonó los muebles en un rincón y enrolló la alfombra. Después, con una linterna, recorrió cada pulgada del piso de madera.
Sin la linterna se le hubiera escapado la tabla cuidadosamente aserrada, pero dos líneas, de color más claro que la madera del resto, traicionaban el lugar donde habían sido hechos los tajos. Suavemente tironeó los treinta centímetros aproximados de tabla entre las líneas y descubrió, en el espacio de abajo, una pequeña agenda negra y dinero en billetes de veinte dólares.
Rápidamente volvió a colocar la tabla, la alfombra, los muebles.
Contó el dinero: era un total de seis mil dólares. Después contempló brevemente la pequeña carpeta negra, se dio cuenta que era una carpeta de apuestas y silbó suavemente ante la cantidad y el número de las sumas involucradas.
Dejó después el libro —podía ser examinado más adelante con detalle— en una ocasional mesa ante el sofá, con el dinero al lado.
Le había sorprendido encontrar el dinero. No le cabía duda de que eran los seis mil dólares que habían faltado el miércoles del banco, pero suponía que Eastin ya debía haberlos cambiado, o depositado en otra parte. El trabajo en la policía le había enseñado que los criminales hacen cosas tontas e inesperadas, y ésta era una de ellas.
Pero todavía había que averiguar cómo Eastin había cogido el dinero y lo había traído a su casa.
Wainwright miró alrededor del apartamento, y después apagó las luces. Volvió a abrir las cortinas y, sentado cómodamente en el sofá, esperó.
En la semioscuridad, en el pequeño apartamento iluminado sólo por las luces de la calle, sus pensamientos volaban. Pensó de nuevo en Juanita Núñez y deseó, de alguna manera, arreglar la cosa. Recordó el informe del FBI sobre su desaparecido marido, descubierto en Phoenix, Arizona, y se le ocurrió que la información podía ser útil para ayudar a la muchacha.