Read Traficantes de dinero Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (25 page)

BOOK: Traficantes de dinero
4.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Apruebo eso —dijo Alex—. Nuestros gerentes de sucursales están pidiendo dinero para hipotecas. El porcentaje en las inversiones es bueno. Sabemos, por experiencia, que el riesgo que se corre con las hipotecas es insignificante.

Orville Young objetó:

—Pero ata el dinero durante largo tiempo, y es un dinero con el cual podríamos ganar promedios más elevados en otra cosa.

Alex, impaciente, golpeó con la palma de la mano la mesa de conferencias.

—Por una vez tenemos la obligación pública de aceptar promedios bajos. Éste es el punto en que insisto. Por eso protesto de que nos escabullamos tajantemente del Forum East.

—Hay otro motivo —añadió Tom Straughan—. Alex ya lo ha mencionado: la legislación. Hay rumores en el Congreso. Muchos querrían una ley similar a la de México… el requerimiento de un porcentaje fijo de los depósitos bancarios para ser usado en la financiación de viviendas de bajo alquiler.

Heyward se burló:

—Nunca dejaremos que pase. El grupo bancario es el más fuerte en Washington.

El economista jefe movió la cabeza.

—Yo no contaría con eso.

—Tom —dijo Roscoe Heyward—, le haré una promesa. De aquí a un año echaremos una nueva mirada a las hipotecas, y tal vez hagamos lo que usted defiende; tal vez volvamos a abrir el Forum East. Pero no este año. Quiero que éste sea un año de ganancias colosales —miró hacia el presidente del banco, que todavía no había participado en la discusión—. Y Jerome también lo quiere.

Por primera vez Alex percibió la estrategia de Heyward. Un año de excepcionales beneficios para el banco convertiría a Jerome Patterton, como presidente, en un héroe para los accionistas y directores. Todo lo que Patterton tenía era un año de reinado al final de una carrera mediocre, pero se retiraría con gloria y con el sonido de las trompetas. Y Patterton era humano. Por lo tanto era comprensible que la idea le atrajera.

La historia posterior era igualmente fácil de adivinar. Jerome Patterton, agradecido a Roscoe Heyward, iba a promover la idea de que éste fuera su sucesor. Y, debido a aquel año ganancioso, Patterton estaría en posición fuerte para realizar sus deseos.

Era un plan nítidamente ingenioso el trazado por Heyward, y a Alex le iba a ser difícil romperlo.

—Hay otra cosa que no he mencionado —dijo Heyward—. Ni siquiera a usted, Jerome. Puede tener peso en nuestra decisión de hoy.

Los otros le miraron con renovada curiosidad.

—Estoy esperanzado, de hecho la posibilidad es fuerte, de que pronto disfrutemos de negocios sustanciales con la Supranational Corporation. Es otro de los motivos por el que no me siento muy dispuesto a comprometer los fondos en otra parte.

—Es una noticia fantástica —dijo Orville Young.

Incluso Tom Straughan reaccionó con sorprendida aprobación.

La Supranational —o SuNatCo, como se la identificaba familiarmente en el mundo entero— era un gigante multinacional, la General Motors de las comunicaciones globales. Igualmente la SuNatCo poseía o controlaba docenas de otras compañías, relacionadas o no con su línea principal. Su prodigiosa influencia en gobiernos de todos los colores, desde las democracias hasta las dictaduras, se suponía mayor que la de cualquier otro complejo de negocios en la historia. Los observadores decían a veces que la SuNatCo tenía más poder real que muchos de los estados soberanos en los cuales operaba.

Hasta el momento la SuNatCo había confiado sus actividades bancarias en los Estados Unidos a los tres grandes bancos, el Bank of America, el First National City y el Chase Manhattan. Añadirse a este terceto exclusivo elevaría inconmensurablemente el status del First Mercantile American.

—Es una perspectiva muy seductora, Roscoe —dijo Patterton.

—Espero contar con más detalles para nuestra próxima reunión de política monetaria —añadió Roscoe—. Es posible que la Supranational quiera que abramos una línea sustancial de crédito.

Fue Tom Straughan quien les recordó:

—Todavía necesitamos votar sobre el Forum East.

—Así es —reconoció Heyward. Sonreía confiado, crecido ante la reacción provocada por su anuncio y seguro del camino que iba a tomar la decisión sobre el Forum East.

Como era previsible se dividieron en dos grupos: Alex Vandervoort y Tom Straughan se opusieron a que se cortaran los fondos, Roscoe Heyward y Orville Young estuvieron en favor del corte.

Las cabezas se volvieron hacia Jerome Patterton, que tenía el voto decisivo.

El presidente del banco vaciló sólo levemente, después anunció:

—Alex, en esto estoy con Roscoe.

Capítulo
2

—Quedarte aquí sentado lamentándote no te servirá de nada —declaró Margot—. Lo que tenemos que hacer es levantar el ánimo colectivo e iniciar algo.

—Podemos dinamitar ese maldito banco —sugirió alguien.

—Nada de eso. Tengo amigos allí. Además, hacer volar los bancos no es una cosa legal.

—¿Y quién te ha dicho que debemos seguir en lo legal?

—Yo lo digo —cortó Margot—. Y si a algún tipo vivo se le ocurre otra cosa, es mejor que se busque otro portavoz y otra almohadilla.

El bufete de Margot Bracken, la noche de un jueves, era escenario de la reunión del comité ejecutivo de la Asociación de Inquilinos del Forum East. La asociación era uno de los muchos grupos dentro de la ciudad de los que Margot era asesora legal y que utilizaban su bufete para reunirse, facilidad que a veces le pagaban, aunque generalmente no era así.

Por suerte el bufete era modesto —dos cuartos en lo que había sido un almacén de barrio y algunos de los antiguos estantes de mercancías albergaban ahora libros legales. El resto del mobiliario, en su mayoría descabalado, comprendía chucherías y piezas que Margot había comprado baratas.

Caso típico de la situación general, otras dos antiguas tiendas, a ambos lados, habían sido abandonadas y alquiladas. Algún día, con suerte e iniciativa, la marea rehabilitadora del Forum East alcanzaría esa zona particular. Pero todavía no había llegado.

Aunque los acontecimientos en el Forum East les habían hecho reunirse.

Anteayer, en un anuncio público, el First Mercantile American había cambiado los rumores en hechos. La financiación de los futuros proyectos del Forum East iba a ser reducida a la mitad y hecha efectiva desde ahora.

La declaración del banco venía envuelta en jerga oficial y con frases eufemísticas, como «temporal disminución de fondos a largo plazo» y «será contemplada una periódica reconsideración», pero nadie creía esto último y todos, dentro y fuera del banco, sabían exactamente lo que la declaración significaba: el hacha.

La presente reunión era para determinar qué podía hacerse, si es que podía hacerse algo.

La palabra «inquilinos» en el nombre de la asociación, era un término amplio. Parte de los miembros eran inquilinos del Forum East; muchos otros no lo eran, pero esperaban serlo. Como había dicho Deacon Euphrates, un enorme obrero del acero, que había hablado antes:

—Hay muchos de nosotros que esperamos meternos, y que no nos meteremos si no nos dan el gran bocado.

Margot sabía que Deacon, su mujer y cinco hijos vivían en un apartamento pequeño y repleto, parte de un edificio infectado de ratas que debía haber sido demolido hacía años. Había intentado varias veces ayudarles para que alquilaran otro alojamiento, pero no lo había logrado. La esperanza en la que vivía Deacon Euphrates era la de mudarse con su familia a una de las nuevas unidades de viviendas del Forum East, pero el nombre de Euphrates estaba en la mitad de una larga lista y, si se detenía el ritmo de la construcción, era probable que permaneciera por mucho tiempo donde estaba.

El anuncio del FMA había sido también una sorpresa para Margot. Alex, estaba segura, había resistido cualquier propuesta de cortar fondos dentro del banco, pero evidentemente lo habían derrotado. Por este motivo todavía no había discutido el asunto con él. Además, cuanto menos supiera Alex de algunos planes que Margot cocía a fuego lento, tanto mejor para los dos.

—Tal como veo venir la pelota —dijo Seth Orinda, otro miembro del comité— me parece que, hagamos lo que hagamos, legal o no legal, no habrá manera, ninguna manera, de que esos bancos suelten el dinero. Es decir, si están decididos a guardarlo.

Seth Orinda era un profesor negro de colegio secundario, que ya estaba en el Forum East. Pero poseía un agudo sentido cívico y le importaban mucho los millares de personas que aguardaban fuera, esperanzados. Margot confiaba mucho en su estabilidad y ayuda.

—No esté tan seguro, Seth —contestó—. Los bancos tienen la barriga blanda. Clave un arpón en un lugar tierno y verá que pueden suceder cosas extraordinarias.

—¿Qué clase de arpón? —preguntó Orinda—. ¿Un desfile? ¿Una huelga? ¿Una demostración?

—No —dijo Margot—, olvídese de todo eso. Es materia vieja. Ya nadie se impresiona con las demostraciones convencionales. No son más que una molestia. No consiguen nada.

Examinó el grupo que tenía ante ella en el repleto despacho, lleno de humo. Había una docena o más, blancos y negros, de variadas formas, tamaños y comportamientos. Algunos se columpiaban precariamente en desvencijadas sillas y cajones, otros estaban despatarrados en el suelo.

—Oigan todos con atención. He dicho que necesitamos hacer algo, y creo que
hay
un tipo de acción que puede dar resultado.

—Miss Bracken —una figurita en el fondo del cuarto se puso de pie. Era Juanita Núñez, a quien Margot había saludado al entrar.

—Escucho, mistress Núñez.

—Quiero ayudar. Pero usted ya sabe, creo, que trabajo en el FMA. Tal vez no deba oír lo que usted va a decir a los otros…

Margot dijo comprensiva:

—No, y debía haber pensado en eso en lugar de molestarla.

Hubo un murmullo general de entendimiento. Antes de que cesara, Juanita se dirigió a la puerta.

—Lo que usted ya ha oído —dijo Deacon Euphrates— es un secreto, ¿verdad?

Juanita asintió y Margot dijo rápidamente:

—Todos podemos confiar en mistress Núñez. Espero que sus jefes tengan tanta ética como ella.

Cuando la reunión prosiguió, Margot se encaró con los miembros restantes. Su aire era característico: las manos en su pequeña cintura, los codos agresivamente hacia afuera. Un momento antes había echado hacia atrás su largo pelo castaño… un gesto habitual antes de entrar en acción, como cuando se levanta el telón. A medida que hablaba el interés se acrecentó. Surgieron una o dos sonrisas. En un momento Seth Orinda sofocó una profunda carcajada. Cerca del fin, Deacon Euphrates y los otros reían ampliamente.

—Caramba, caramba —dijo Deacon.

—Es terriblemente hábil —interrumpió otro.

Margot les recordó:

—Para que todo el plan marche necesitamos mucha gente… por lo menos un millar para empezar, y más a medida que pase el tiempo.

Una voz nueva preguntó:

—¿Cuánto tiempo necesitaremos, señora?

—Hemos planeado una semana. Una semana bancaria, quiero decir… cinco días. Si la cosa no anda procuraremos prolongarla y ampliar el margen de operaciones. Pero francamente no creo que sea necesario. Otra cosa: todos los que participen deben ser cuidadosamente aleccionados.

—Yo ayudaré en eso —dijo con decisión Seth Orinda.

Hubo un coro inmediato de:

—Yo también.

La voz de Deacon Euphrates se levantó sobre las otras:

—Voy a disponer de tiempo. Y juro que lo usaré; una semana libre de trabajo y empujaré a los otros.

—Bien —dijo Margot, y prosiguió con decisión—: Necesitamos un plan magistral. Lo tendré listo para mañana por la noche. Los demás deben iniciar inmediatamente el reclutamiento. Y recuerden que el secreto es importante.

Media hora después se interrumpió la reunión, y los miembros del comité estaban mucho más alegres y optimistas que cuando se habían reunido.

A petición de Margot, Seth Orinda se demoró. Ella dijo:

—Seth, de manera muy especial necesito su ayuda.

—Sabe que se la daré si puedo, miss Bracken.

—Cuando se inicia alguna acción —dijo Margot— suelo estar al frente de ella. Usted lo sabe.

—Claro que lo sé —dijo el profesor, radiante.

—Esta vez quiero mantenerme en la sombra. Tampoco quiero que mi nombre aparezca cuando los diarios, la TV y la radio empiecen a actuar. Si eso sucediera, la cosa sería incómoda para dos grandes amigos míos… esos de los que hablé, en el banco. Quiero evitar eso.

Orinda asintió comprensivo.

—Dentro de lo que puedo ver, no habrá problema.

—Lo que realmente estoy pidiendo —insistió Margot— es que usted y los otros se adelanten en mi lugar. Yo estaré detrás de la escena, lógicamente. Y, si es necesario, pueden llamarme, aunque espero que no sea necesario.

—Eso es tonto —dijo Seth Orinda—. ¿Cómo vamos a llamarla si ninguno de nosotros la conoce ni siquiera de nombre?

La noche del sábado, dos días después de la reunión de la Asociación de Inquilinos del Forum East, Margot y Alex habían sido invitados a una pequeña comida entre amigos, y después fueron juntos al apartamento de ella. Estaba en una parte de la ciudad menos elegante que el piso de Alex, y era más pequeño, pero Margot lo había amueblado agradablemente con muebles antiguos que había coleccionado, a precios modestos, en el curso de los años. A Alex le encantaba ir allí.

El apartamento formaba gran contraste con el bufete de Margot.

—Te he echado de menos, Bracken —dijo Alex. Se había puesto un pijama y una bata que guardaba en casa de Margot, y descansaba relajado en un sillón estilo reina Ana, con Margot echada en una alfombrilla ante él, la cabeza apoyada en sus rodillas, mientras él le acariciaba suavemente el largo pelo. Ocasionalmente sus dedos se perdían… suaves y sexualmente hábiles, y empezaban a excitarla como siempre lo hacía y de la manera que a ella le gustaba. Margot suspiró satisfecha. Pronto irían a la cama. Sin embargo, a medida que crecía el deseo mutuo, había un placer exquisito en la demora impuesta.

Hacía una semana y media que no estaban juntos, porque planes en conflicto les habían mantenido aparte.

—Recobraremos los días perdidos —dijo Margot.

Alex guardó silencio. Luego observó:

—Sabes, he esperado toda la noche que me comieras vivo por lo del Forum East. Pero no has dicho una palabra.

BOOK: Traficantes de dinero
4.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Don't You Cry by Mary Kubica
Death at Gallows Green by Robin Paige
Killer Wedding by Jerrilyn Farmer
Bath Scandal by Joan Smith
Toro! Toro! by Michael Morpurgo
Nothing Left To Want by Kathleen McKenna
Canvas Coffin by Gault, William Campbell
Paintshark by Kingsley Pilgrim