Cuando se volvió, La Rocca estaba detrás de él, mostrando los dientes.
—Mejor que uno legítimo, ¿eh?
Miles dijo, incrédulo:
—¿Quieres decir que es falso?
—¿Notas alguna diferencia?
—No, no puedo notar ninguna —examinó el permiso, que parecía idéntico a los oficiales— ¿Cómo lo conseguiste?
—No importa.
—Vamos —dijo Miles—, de verdad me gustaría saberlo. Sabes que me intereso en estas cosas.
La cara de La Rocca se ensombreció. Por primera vez sus ojos revelaron desconfianza.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Simple interés. Es lo que te he dicho —Miles esperó que no se notara su súbito nerviosismo.
—Hay preguntas que no conviene hacer. Si un tipo las hace, la gente empieza a preocuparse. Y el tipo puede salir lastimado. Malamente.
Miles permaneció en silencio, mientras La Rocca le miraba. Luego, aparentemente, pasó el momento de desconfianza.
—Será mañana por la noche —informó Jules La Rocca—. Se te dirá lo que debes hacer y cuándo.
Al día siguiente, antes del crepúsculo, le dieron las instrucciones, siempre por intermedio del perenne mensajero, La Rocca, quien dio a Miles un juego de llaves de auto, un recibo de aparcamiento y un billete de avión. Miles debía recoger el coche —un Chevrolet Impala marrón— sacarlo del parking y conducirlo esa noche hasta Louisville. Al llegar debía ir al aeropuerto de Louisville y dejarlo allí, poniendo luego el billete de estacionamiento del aeropuerto y las llaves bajo el asiento delantero. Antes de irse debía limpiar con cuidado el coche para borrar las huellas digitales. Después tenía que tomar uno de los primeros aviones en vuelo de regreso.
Los peores momentos para Miles fueron temprano, cuando localizó el coche y lo sacó del parking. Se preguntó, tenso: ¿era posible que el Chevrolet estuviera vigilado por la policía? Quizá la persona que había aparcado el coche, fuera quien fuese, era sospechosa, y la habían seguido. En tal caso, éste era el momento en que la ley iba a actuar. Miles sabía que el riesgo debía ser grande. De otro modo no hubieran usado como correo a una persona como él. Y aunque no lo sabía positivamente, presumía que el dinero falso —probablemente en gran cantidad— estaba en el portamaletas.
Pero no pasó nada, aunque sólo empezó a sentirse tranquilo cuando el parking quedó atrás y estaba ya cerca de los límites de la ciudad.
Una o dos veces en el camino, cuando encontró patrullas en coches policiales, el corazón empezó a latirle más fuerte, pero nadie le detuvo, y llegó a Louisville poco antes del alba en un viaje sin accidentes.
Sólo sucedió una cosa que no estaba en el plan. A unas treinta millas más o menos de Louisville, Miles salió del camino principal y, en la oscuridad, con ayuda de una linterna, abrió el portamaletas. Adentro había dos pesadas maletas, ambas cerradas con llave. Por un momento pensó en forzar una de las cerraduras, pero el sentido común le dijo que se comprometería al hacerlo. Cerró el portamaletas, copió el número del Impala y prosiguió.
Encontró sin dificultades el aeropuerto de Louisville y, tras cumplir con el resto de las instrucciones, tomó un avión para volver y se presentó en el club
Double Seven
poco antes de las 10. Nadie hizo preguntas acerca de su ausencia.
El resto del día Miles lo pasó fatigado por falta de sueño aunque se las arregló para seguir trabajando. Por la tarde llegó La Rocca, radiante y fumando un gordo cigarro.
—Has hecho un precioso trabajito, Miles. Nadie orinó nada. Todos contentos.
—Está bien —dijo Miles—. ¿Cuándo me pagan los doscientos dólares?
—Ya los has recibido. Se los ha quedado Ominsky. Es parte de lo que le debes.
Miles suspiró. Pensó que debía haber sospechado algo por el estilo, aunque era irónico haber arriesgado tanto, en beneficio del tiburón prestamista. Preguntó a La Rocca:
—¿Cómo lo sabía Ominsky?
—Sabe casi todo.
—Hace un momento dijiste que todos estaban contentos. ¿Quién es «todos»? Si hago un trabajo como el de ayer, quiero saber para quién estoy trabajando.
—Ya te lo he dicho, hay cosas que no es conveniente saber o preguntar.
—Ya lo sé —era evidente que no iba a sacar mucho más y forzó una sonrisa para La Rocca, aunque la alegría había dejado a Miles y había sido reemplazada por la depresión. El viaje nocturno le había agotado y, pese a los atroces riesgos que había corrido, comprendía ahora que se había enterado de muy poco.
Unas cuarenta y ocho horas más tarde, siempre preocupado y desalentado, comunicó sus temores a Juanita.
Miles Eastin y Juanita se habían encontrado en dos ocasiones durante el mes que él llevaba trabajando en el club
Double Seven
.
La primera vez, unos días después del paseo nocturno en automóvil de Juanita y Nolan Wainwright, y de haber dado ella el consentimiento para actuar como intermediaria… había sido un encuentro incómodo e indeciso para los dos. Aunque habían instalado rápidamente un teléfono en el apartamento de Juanita, como había prometido Wainwright, Miles no estaba enterado y se presentó sin anunciarse, por la noche, tras un viaje en autobús. Luego de una cautelosa inspección por la puerta del apartamento parcialmente abierta, Juanita quitó la cadena de seguridad y le dejó pasar.
—Hola —dijo Estela. La niñita morena, una Juanita en miniatura, miró desde un libro de colores y sus grandes ojos líquidos se clavaron en Miles—. Eres el hombre flaco que vino antes. Ahora estás más gordo.
Miles dijo:
—Ya lo sé. He estado comiendo unos platos mágicos, para gigantes.
Estela rió, pero Juanita frunció el ceño. Él dijo, disculpándose:
—No había manera de prevenirle mi llegada. Míster Wainwright dijo que usted me esperaba.
—¡Ese hipócrita!
—¿No simpatiza con él?
—Le detesto.
—No es exactamente mi idea de Santa Claus —dijo Miles—. Pero no le detesto. Creo que cumple con su deber.
—Entonces que
lo
haga. Que no utilice a los demás.
—Si usted siente las cosas con tanta vehemencia, ¿por qué…?
Juanita interrumpió:
—¿Cree que no me lo he preguntado a mí misma?
Maldito sea el día en que le conocí
. Prometer lo que prometí fue un momento de tontería, que lamento.
—No es necesario. Puede retirarse cuando quiera… —la voz de Miles era suave—. Se lo explicaré a Wainwright— y se dirigió hacia la puerta.
Juanita se precipitó:
—¿Y qué va a ser de usted? ¿A quién va a dar los mensajes? —sacudió la cabeza, exasperada—. ¿Es que estaba loco cuando consintió en esta tontería?
—No —dijo Miles—. Vi que había una posibilidad; en cierto modo la única, pero no hay por qué meterla a usted en esto. Cuando sugerí la cosa, no la había pensado bien. Le pido que me perdone.
—Mamá —dijo Estela— ¿por qué estás tan enojada?
Juanita se inclinó y estrechó a su hija.
—
No te preocupes, mi cielo
. Estoy enojada con la vida, pequeña. Me enoja lo que la gente se hace entre sí… —y dijo bruscamente, dirigiéndose a Miles—: Siéntese, siéntese.
—¿Está segura?
—¿Segura de qué? ¿De que usted debe sentarse? No, ni siquiera estoy segura de eso.
Pero hágalo
.
Obedeció.
—Me gusta tu temperamento, Juanita —dijo Miles, sonriendo y, por un momento, ella pensó que él era como había sido antes en el banco. Él prosiguió—: Me gusta eso y otras cosas en ti. Si quieres saber la verdad, el motivo por el que sugerí este acuerdo es que me daba pretextos para verte.
—Bueno, ahora los tienes —Juanita se encogió de hombros—. Y supongo que volverás a verme. De manera que te pido que me pases tu informe de agente secreto; yo se los daré a esa araña de Wainwright, para que teja sus telas.
—Mi informe es que no hay informe. Al menos, por ahora —Miles habló del club
Double Seven
, de su aspecto y de su olor, y vio que ella fruncía la nariz, desagradada. Describió también su encuentro con Jules La Rocca, después la entrevista con el tiburón prestamista, el ruso Ominsky, y, finalmente, habló de su empleo como tenedor de libros en el club. Esto era, tras haber trabajado unos días en el
Double Seven
, todo lo que Miles podía contar.
—Pero estoy metido en el asunto —aseguró— y eso es lo que Wainwright quería.
—A veces es fácil meterse —dijo ella—. Y, como en las trampas para langostas, salir es más difícil.
Estela escuchaba gravemente. Ahora preguntó a Miles:
—¿Volverás de nuevo?
—No sé —lanzó una mirada interrogativa a Juanita, que les examinó a los dos y después suspiró.
—Sí,
amorato
—dijo a Estela—. Volverá.
Juanita se dirigió al dormitorio y volvió con los dos sobres que le había dado Nolan Wainwright. Se los tendió a Miles:
—Son para ti.
El sobre más grande contenía dinero, el otro la tarjeta de crédito bajo el nombre inventado de H. E. Lyncolp. Y Juanita explicó el propósito de la tarjeta: una llamada de auxilio.
Miles se metió en el bolsillo la tarjeta de plástico, pero volvió a meter el dinero en el primer sobre y se lo tendió a Juanita.
—Es mejor que lo guardes tú. Si alguien me lo ve, podría desconfiar. Úsalo para ti y Estela. Te lo debo.
Juanita vaciló. Con voz más suave que antes, dijo:
—Lo guardaré para ti.
Al día siguiente, en el First Mercantile American, Juanita llamó a Wainwright por un teléfono interno y le pasó su informe. Tuvo cuidado de no mencionar su nombre, ni el de Miles, ni el del club
Double Seven
. Wainwright escuchó, le dio las gracias, y eso fue todo.
El segundo encuentro entre Juanita y Miles ocurrió una semana y media después, un sábado por la tarde. Esta vez Miles había telefoneado de antemano y, cuando llegó, tanto Juanita como Estela parecieron alegrarse de verle. Ambas iban a salir de compras y él se les unió, y los tres se metieron en un mercado al aire libre donde Juanita compró salchichón polaco y repollo. Dijo:
—Es para nuestra cena. ¿Nos acompañas?
Él aseguró que iba a hacerlo, añadiendo que no necesitaba volver al club hasta avanzada la noche, y que ni siquiera era necesario que lo hiciera hasta la mañana siguiente.
Mientras caminaban, Estela dijo súbitamente a Miles:
—Me gustas —y metió su manita en la de él y no le soltó.
Juanita, al notarlo, sonrió.
Durante la cena se estableció una fácil camaradería. Luego Estela fue a acostarse y besó a Miles para darle las buenas noches y, cuando él y Juanita quedaron solos, él recitó su informe para Nolan Wainwright. Estaban sentados, uno junto al otro, en el sofá cama. Volviéndose hacia Miles cuando él terminó, ella dijo:
—Si quieres puedes quedarte aquí esta noche.
—La última vez que dormí aquí… tú te fuiste allí… —hizo un gesto hacia el dormitorio.
—Hoy me quedaré aquí. Estela duerme profundamente. No nos molestará.
Tendió los brazos hacia Juanita, que se precipitó en ellos, ansiosa. Sus labios, entreabiertos, eran cálidos, húmedos y sensuales, como una promesa de cosas aún más dulces. Su lengua bailaba, y le deleitó. Mientras la estrechaba pudo oír su respiración que se aceleraba y sintió el cuerpo pequeño, esbelto, entre niña y mujer, estremecido de pasión contenida, que respondía ferozmente al suyo. A medida que se acercaban y las manos de él empezaban a explorar, Juanita suspiró profundamente, saboreando las oleadas de placer y anticipando el futuro éxtasis. Hacía tiempo que no tenía relaciones con un hombre. Era evidente que estaba excitada, que demandaba, esperaba. Con impaciencia abrieron el sofá cama.
Lo que siguió fue un desastre. Miles había deseado a Juanita en su mente y —según creía— con su cuerpo. Pero, cuando llegó el momento en el que un hombre debe probarse, su cuerpo se negó a funcionar como debía. Desesperado, se esforzó, se concentró, cerró los ojos y deseó, pero nada cambió. Lo que debía haber sido la ardiente y rígida espada de un hombre joven, era algo fláccido, inefectivo. Juanita procuró tranquilizarlo y ayudarlo.
—No te preocupes, Miles querido, ten paciencia. Deja que te ayude y todo pasará.
Intentaron, una y otra vez. Finalmente, se dieron cuenta de que era inútil. Miles se echó en la cama, avergonzado y a punto de llorar. Sabía, miserablemente, que, detrás de su impotencia estaba la certeza de su homosexualidad en la cárcel. Había creído y esperado que la cosa no le inhibiera con una mujer, pero así había sido. Miles llegó desesperadamente a una conclusión: ahora sabía con certeza lo que tanto había temido. Ya no era un hombre.
Finalmente, agotados, desdichados, frustrados, durmieron.
Durante la noche Miles se despertó, dio vueltas inquieto unos momentos, después se levantó. Juanita le oyó y encendió la luz junto al sofá cama. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—Estaba pensando —dijo él— y no puedo dormir.
—¿Pensando en qué?
Fue entonces cuando le contó… sentado muy tieso, con la cabeza vuelta, para no encontrar los ojos de Juanita, le habló de su experiencia en la cárcel, empezando con el momento en que el grupo lo había violado, después habló de su «amistad» con Karl, como medio para protegerse; contó cómo había compartido la celda del negrazo; le explicó cómo había continuado las prácticas homosexuales y cómo habían empezado a gustarle. Habló de sus sentimientos ambivalentes hacia Karl, cuya amabilidad y bondad Miles todavía recordaba… ¿con cariño?… ¿con amor?… Incluso ahora no lo sabía.
En aquel momento Juanita lo interrumpió:
—¡Basta! Ya he oído bastante. ¡Me asquea!
Él preguntó:
—¿Qué crees que siento?
—No quiero saber. No sé ni me importa —todo el horror y el asco que sentía estaban en su voz.
En cuanto hubo luz Miles se levantó, se vistió y se fue.
Dos semanas más tarde. Otra vez era sábado, el mejor momento, según había descubierto Miles, para desaparecer del club sin ser notado. Todavía estaba agotado por la tensión nerviosa del viaje de la noche anterior a Louisville y desesperado por la falta de progresos.
Se había preguntado, también si debía volver a ver a Juanita.
Se preguntaba si ella querría verle. Pero finalmente decidió que, por lo menos, era necesaria otra visita y, cuando se presentó, ella estuvo cortante, y fue derecho al punto, como si lo que había pasado la última vez hubiera quedado atrás.