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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (12 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Alex ahuecó las manos en la copa de coñac para calentarlo, bebió, después se levantó y echó un nuevo leño en el fuego. Protestó:

—Te preocupas demasiado y el problema no es tan grave.

Sin embargo, tuvo que reconocer que algo de lo que Margot decía tenía sentido. En el pasado —como decía una vieja canción— los mineros «debían su alma al almacén de la compañía», y, ahora, una nueva forma de deuda crónica había surgido, la que hipotecaba ingenuamente la vida futura y la renta «a un amistoso banco de la vecindad». Uno de los motivos era que las tarjetas de crédito habían reemplazado, en buena medida, a los pequeños préstamos. Antes los individuos eran disuadidos de pedir un préstamo excesivo, pero ahora decidían por sí mismos… con frecuencia poco sabiamente. Algunos observadores, sabía Alex, creían que el sistema había degradado la moral norteamericana.

Lógicamente, el sistema de tarjetas de crédito era mucho más barato para un banco; también un pequeño cliente de préstamos, que pedía por medio de las tarjetas de crédito, pagaba más interés sustancial que en un préstamo convencional. El
total
del interés que el banco recibía era con frecuencia del 24 %, ya que los comerciantes que aceptaban las tarjetas de crédito pagaban adicionalmente entre el 2 % y el 6 %. Por estos motivos, bancos como el FMA confiaban en las tarjetas de crédito para aumentar sus beneficios, e iban a seguir haciéndolo en el futuro. Es verdad que las pérdidas iniciales en todos los planes del sistema de tarjetas de crédito habían sido sustanciales; como decían los banqueros, «nos dieron un baño». Pero los mismos banqueros estaban convencidos de que se acercaba la bonanza, y que ésta sobrepasaría en beneficios a la mayor parte de los negocios bancarios.

Otra cosa que los banqueros habían comprendido es que las tarjetas de crédito eran una estación necesaria en el camino para el Sistema Electrónico de Transferencia de Fondos, el SETF, que, dentro de una década y media, iba a reemplazar la presente avalancha de papel moneda y convertir los cheques existentes y las libretas de banco en algo tan pasado de moda como un Ford modelo T.

—Basta ya —dijo Margot—, empezamos a parecemos a dos accionistas en una reunión… —se le acercó y le besó profundamente en los labios.

El calor de la discusión unos momentos antes ya le había excitado, como sucedía siempre cuando discutía con Margot. Su primer encuentro se había iniciado de esa manera. A veces parecía que, cuanto más enojados se ponían, más crecía la pasión física del uno por el otro. Después de un rato murmuró:

—Declaro levantada la reunión de accionistas.

—Bueno… —Margot se apartó y lo miró con travesura—. La verdad es que
hay
un asunto sin terminar, querido… ese asunto de los anuncios. ¿Realmente vas a dejar que lleguen al público tal como están?

—No —dijo él—, creo que no lo haré.

La publicidad de las tarjetas clave era fuerte… demasiado fuerte, y él iba a usar su autoridad de veto a la mañana siguiente. Comprendió que, de todos modos, ya lo había decidido. Margot no había hecho más que confirmar su opinión de la tarde.

El nuevo tronco que había añadido al fuego se encendió y empezó a crepitar. Se sentaron en la alfombra ante la chimenea, saboreando su calor, viendo surgir las lenguas de las llamas.

Margot apoyó la cabeza en el hombro de Alex. Dijo con dulzura:

—Para ser un aburrido traficante de oro no estás tan mal.

Él la rodeó con el brazo.

—Te quiero, Alex.

—Yo también te quiero, Bracken.

—¿En serio? ¿De verdad? ¿Por tu honor de banquero?

—Lo juro por la tasa preferencial.

—Entonces ámame ahora —empezó a desvestirse.

Él murmuró divertido:

—¿Aquí?

—¿Por qué no?

Alex suspiró dichoso. Realmente, ¿por qué no?

Después experimentó un sentimiento de alivio y dicha, en contraste con la angustia del día.

Y, todavía más tarde, quedaron abrazados, compartiendo el calor de sus cuerpos y del fuego. Finalmente Margot se movió.

—Lo he dicho antes y lo repito: eres un amante delicioso.

—Y tú estás muy bien, Bracken… —después preguntó: ¿Vas a quedarte esta noche?

Lo hacía con frecuencia, y Alex también se quedaba en el apartamento de Margot. A veces parecía tonto mantener las dos casas, pero él demoraba el momento de unirlas, porque primero quería casarse con Margot, si era posible.

—Me quedaré un rato —dijo ella— pero no toda la noche. Mañana tengo que ir temprano al tribunal.

Las apariciones de Margot ante los tribunales eran frecuentes y, tras uno de estos casos, se habían conocido, hacía año y medio. Poco después de su primer encuentro, Margot había defendido a media docena de manifestantes que habían chocado con la policía durante una protesta en favor de la total amnistía para los desertores de la guerra del Vietnam. Su animosa defensa, no sólo de los manifestantes sino de su causa, llamó mucho la atención. Y también su triunfo… con retiro de todos los cargos… al terminar el juicio.

Pocos días después, en un mezclado cocktail dado por Edwina D'Orsey y su marido, Lewis, Margot había sido rodeada por admiradores y críticos. Había ido sola a la fiesta. Lo mismo le había pasado a Alex, que había oído hablar de Margot, aunque sólo más tarde se enteró de que era prima hermana de Edwina. Mientras bebían el excelente
Schramsberg
de los D'Orsey, él la había escuchado un rato, después había unido sus fuerzas a las de los críticos. Luego otros se apartaron, dejando la discusión en manos de Alex y de Margot, preparados como gladiadores verbales.

En un momento Margot había preguntado:

—¿Y quién demonios es usted?

—Un norteamericano corriente, que cree que, en las cosas militares, la disciplina es necesaria.

—¿Incluso en una guerra inmoral como la del Vietnam?

—Un soldado no puede decidir moralmente. Opera bajo órdenes. La alternativa es el caos.

—Sea usted quien sea, está hablando como un nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial hemos ejecutado a alemanes que defendían eso.

—La situación era totalmente diferente.

—No hay nada diferente. En los juicios de Nuremberg los aliados insistieron en que los alemanes debían haber actuado a conciencia y haberse negado a cumplir las órdenes. Es exactamente lo que los desertores del Vietnam están haciendo.

—El ejército norteamericano no está exterminando judíos.

—No, nada más que aldeanos. En My Lai y en todas partes.

—Ninguna guerra es limpia.

—Pero la del Vietnam es más sucia que la mayoría. Del comandante en jefe para abajo. Y por esto tantos jóvenes norteamericanos, que tienen un coraje especial, han obedecido a sus conciencias y han rehusado participar en ella.

—No conseguirán la amnistía incondicional.

—La conseguirán y, cuando gane la decencia, la tendrán.

Seguían discutiendo ferozmente cuando Edwina los separó e hizo las presentaciones. Después ellos continuaron discutiendo, y no habían terminado cuando Alex llevó a Margot en su coche, hasta su apartamento. Allí, en un momento, casi se dieron de golpes, pero, de pronto, descubrieron que el deseo físico anulaba todo lo demás e hicieron el amor excitadamente, con pasión, hasta quedar agotados, sabiendo ya que algo nuevo y vital acababa de penetrar en las vidas de ambos.

Como consecuencia, Alex cambió sus ideas, en un momento tan fuertes. Meses después vio, del mismo modo que otros moderados desilusionados, la hueca burla de la «paz con honor» de Nixon. Y todavía más adelante, cuando empezó a descubrirse lo de Watergate y otras infamias, se hizo claro que los que estaban en los más altos niveles del gobierno, y que habían decretado «No hay amnistía», eran culpables, de lejos, de más villanías que los desertores del Vietnam.

Y había habido otras ocasiones, a partir de la primera, en la que los argumentos de Margot habían cambiado o ampliado sus ideas.

Ahora, en el único dormitorio del apartamento, ella eligió un camisón en un cajón que Alex había dejado para su uso exclusivo. Tras ponérselo, Margot apagó las luces.

Quedaron echados en silencio, en cómoda compañía, en el cuarto oscuro. Después Margot dijo:

—Hoy has visto a Celia, ¿verdad?

Sorprendido, él se volvió hacia ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Se te nota. Es duro para ti… —preguntó—: ¿Quieres hablar de eso?

—Sí —dijo él—, creo que sí.

—Sigues echándote la culpa, ¿verdad?

—Sí —le contó la entrevista con Celia, la conversación con el doctor McCartney y la opinión del psiquiatra sobre el probable efecto que tendría para Celia el divorcio y su nuevo matrimonio.

Margot dijo con énfasis:

—Entonces no debes divorciarte de ella.

—Si no lo hago —dijo Alex— no podrá haber nada permanente entre tú y yo.

—¡Claro que lo habrá! Te he dicho hace tiempo que puede ser tan permanente como nos dé la gana a los dos. El matrimonio ya no es permanente. ¿Quién cree realmente hoy en día en el matrimonio, excepto algunos viejos obispos?

—Yo creo —dijo Alex—. Por eso lo quiero para nosotros.

—Entonces hagámoslo… a nuestra manera. Lo que no necesito, querido, es un pedazo de papel legal diciendo que estoy casada, porque estoy demasiado acostumbrada a los papeles legales para que me impresionen mucho. Ya he dicho que viviré contigo… contenta y amorosamente. Pero no quiero tener sobre la conciencia, y no quiero que tú tampoco cargues sobre la tuya, con la responsabilidad de arrojar el poco juicio que le queda a Celia a un pozo sin fondo.

—Ya lo sé, ya lo sé. Todo lo que dices tiene sentido… —pero su respuesta carecía de convicción.

Ella le aseguró, con suavidad:

—Soy más feliz con lo que tenemos de lo que nunca he sido en toda mi vida. Eres tú, no yo, quien desea más.

Alex suspiró y, poco después, quedó dormido.

Cuando tuvo la certeza de que él dormía profundamente, Margot se vistió, besó ligeramente a Alex, y salió del apartamento.

Capítulo
11

Alex Vandervoort durmió solo parte de la noche, pero Roscoe Heyward durmió enteramente solo.

Aunque todavía no.

Heyward estaba en su casa, en su serpenteante propiedad de tres pisos en las afueras de Shaker Heights. Estaba sentado ante el escritorio con cubierta de cuero, con unos papeles tendidos ante él, en el pequeño y apaciblemente amueblado cuarto que le servía de despacho.

Su mujer, Beatrice, había subido a acostarse hacía casi dos horas, cerrando la puerta de su dormitorio como siempre desde hacía doce años, cuando, por consentimiento mutuo, decidieron dormir en cuartos separados.

El hecho de que Beatrice pasara el cerrojo de la puerta, aunque fuera característicamente imperioso, nunca había ofendido a Heyward. Mucho antes del acuerdo de separación sus ejercicios sexuales se habían vuelto más y más escasos, hasta terminar casi en nada.

En gran parte, suponía Heyward, cuando pensaba en ello, la terminación del contacto sexual entre ellos había sido elección de Beatrice. Incluso en los primeros años de matrimonio ella había establecido claramente su desagrado mental por los tanteos y resoplidos de él, aunque su cuerpo los pidiera a veces. Tarde o temprano, había insinuado ella, su poderosa mente iba a dominar aquella necesidad más bien asqueante, y finalmente lo había logrado.

Una o dos veces, en momentos de capricho, se le había ocurrido a Heyward que su único hijo, Elmer, reflejaba la actitud de Beatrice hacia su concepción y nacimiento: había sido una ofensiva, no querida invasión de la intimidad de su cuerpo. Elmer, que casi tenía ahora treinta años y era contador público irradiaba desaprobación casi contra todo, marchaba por la vida como si llevara el pulgar y el índice tapándose la nariz, para defenderla del mal olor. Incluso Roscoe Heyward encontraba que, a veces, Elmer se pasaba.

En cuanto a Heyward, había aceptado sin quejas la privación sexual, en parte porque, hacía doce años, estaba en un punto en el cual el sexo era algo que podía tomar o dejar y, en parte, porque por entonces, su ambición en el banco se había convertido en la principal fuerza que le impulsaba. Así, como una máquina que cae en desuso, sus urgencias sexuales se desvanecieron. Hoy en día revivían sólo raramente —e incluso con mucha suavidad—, para recordarle con cierta tristeza una parte de su vida sobre la que el telón había caído demasiado pronto.

Pero en otros sentidos, reconocía Heyward, Beatrice había sido muy conveniente para él. Descendía de una impecable familia de Boston, y, en su juventud, había sido «presentada» adecuadamente en sociedad. Había sido en el baile de presentación, al que el joven Roscoe había asistido con frac y guantes blancos, y donde había permanecido tieso como un palo, donde habían sido formalmente presentados. Después tuvieron citas acompañados por algún
chaperon
, al que siguió un conveniente período de compromiso, y se casaron a los dos años de conocerse. A la boda, que todavía Heyward recordaba con orgullo, había asistido lo «mejor de lo mejor» de la sociedad de Boston.

Entonces, como ahora, Beatrice había compartido las opiniones de Roscoe sobre la importancia de la posición social y la respetabilidad. Había cumplido con ambas cosas sirviendo largo tiempo a la Asociación de Hijas de la Revolución Norteamericana, donde era ahora secretaria general de actas. Roscoe estaba orgulloso de esto, y se deleitaba con los prestigiosos contactos sociales que acarreaba. Sólo había una cosa de la que había carecido Beatrice y su ilustre familia: dinero. En aquel momento, como muchas veces antes, Roscoe Heyward hubiera deseado fervientemente que su mujer fuera una heredera.

El mayor problema de Roscoe y Beatrice había sido siempre arreglárselas para vivir con su salario del banco.

Este año, como lo demostraban las cifras en las que había trabajado esta noche, los gastos de los Heyward sustancialmente excedían sus entradas. El próximo abril tendría que pedir prestado para pagar el impuesto sobre la renta, como se había visto forzado a hacerlo el año pasado y el anterior. También había pasado lo mismo otros años, aunque en algunos había tenido suerte con las inversiones.

Mucha gente con rentas más pequeñas hubiera puesto cara de desconfianza ante la idea de que un vicepresidente ejecutivo, con 65 000 dólares anuales de salario, no tuviera bastante para vivir, e incluso para ahorrar. Pero, con los Heyward, no sucedía eso.

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