Traficantes de dinero (18 page)

Read Traficantes de dinero Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
5.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hubo un silencio, después Wainwright dijo:

—Así que, cuando se hacían los interrogatorios el miércoles por la tarde… algunos hechos por usted mismo, y cuando usted y yo hablamos más tarde ese mismo día… todo ese tiempo: ¿tenía usted el dinero encima?

—Sí —dijo Miles Eastin. Al recordar cuán fácil había sido, una leve sonrisa cruzó su cara.

Wainwright vio la sonrisa. Sin vacilar, en un solo movimiento, se inclinó y abofeteó con fuerza a Eastin a los dos lados de la cara. Usó la palma para el primer golpe, el dorso de la mano para el segundo. El doble golpe fue tan fuerte que la mano de Wainwright quedó ardiendo. En la cara de Miles Eastin aparecieron dos manchas escarlata brillantes. Se echó hacia atrás en el sofá y parpadeó, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

El jefe de Seguridad, dijo torvamente:

—Esto es para que sepa que no veo nada gracioso en lo que usted ha hecho al banco o a mistress Núñez. Nada gracioso… —otra cosa de la que acababa de darse cuenta era que Miles Eastin tenía miedo a la violencia física.

Se dio cuenta de que era la una de la noche.

—La próxima orden —anunció Nolan Wainwright— es una declaración firmada. Con su propia letra y donde dirá todo lo que acaba de contarme.

—¡No! ¡No puedo hacer eso! —Eastin estaba ahora lleno de cautela.

Wainwright se encogió de hombros.

—En ese caso no tiene interés que me quede más tiempo —recogió los seis mil dólares y empezó a meterlos en los bolsillos.

—¡Usted no puede hacer eso!

—¿No puedo? Procure impedírmelo. Los llevaré de vuelta al banco… a los depósitos nocturnos.

—Oiga… usted no puede probar… —el joven vaciló. Estaba pensando ahora, demasiado tarde, que el número de la serie de billetes no había sido registrado.

—Tal vez pueda probar que es el mismo dinero que fue robado el miércoles, y tal vez no pueda probarlo. Si no es así, siempre podrá poner un pleito al banco para que se lo devuelvan.

Eastin suplicó:

—Lo necesito ahora… hoy…

—Ah, claro, parte para el tomador de apuestas y parte para el otro tiburón. O para los matones que ellos manden. Bueno, procure explicarles cómo lo perdió, aunque dudo que le escuchen… —por primera vez el jefe de Seguridad miró a Eastin con sorna divertida—. Realmente
está
usted en dificultades. Tal vez vengan ambos a la vez, y uno le rompa un brazo y otro una pierna. Son capaces de hacer cosas de ese tipo. ¿No lo sabía?

Miedo, verdadero miedo apareció en los ojos de Eastin.

—Sí, lo sé. ¡Ayúdeme, por favor!

Desde la puerta del apartamento, Wainwright dijo con frialdad.

—Lo pensaré.
Después
que haya escrito la declaración.

El jefe de Seguridad del banco dictó y Eastin escribió obediente las palabras:

Yo, Miles Eastin, hago voluntariamente esta declaración
. No
he sido forzado a hacerla. No se han empleado contra mí ni violencias ni amenazas.

Confieso haber robado del First Mercantile American la suma de seis mil dólares en efectivo aproximadamente a la 1,30 de la tarde, el miércoles, octubre

Obtuve y oculté el dinero de la siguiente manera

Un cuarto de hora antes bajo la amenaza de Wainwright de irse, Miles Eastin se había venido enteramente abajo, había quedado anonadado y cooperaba.

Y, mientras Eastin continuaba escribiendo su confesión, Wainwright telefoneó a Innes, el hombre del FBI, a su casa.

Capítulo
15

En la primera semana de noviembre la condición física de Ben Rosselli empeoró. Desde que el presidente del banco había revelado su enfermedad mortal, cuatro semanas antes, su fuerza se escapaba, su cuerpo se agotaba a medida que nuevas e invasoras células cancerosas oprimían lo que aún le quedaba de vida.

Los que habían visitado al viejo Ben en su casa —incluidos Roscoe Heyward, Alex Vandervoort, Edwina D'Orsey, Nolan Wainwright y otros directores del banco— quedaron atónitos ante la extensión y la velocidad de su deterioro. Era obvio que le quedaba muy poco tiempo de vida.

Después, a mediados de noviembre, cuando una tormenta salvaje con viento y granizo azotaba la ciudad, Ben Rosselli fue llevado en una ambulancia al pabellón privado del Mount Adams Hospital, viaje breve que iba a ser el último de su vida. Estaba ahora casi continuamente bajo sedantes, de manera que sus momentos de conciencia y de coherencia eran menores día a día.

Los últimos vestigios del control del First Mercantile American habían escapado de sus manos, y un grupo de los principales directores del banco, reunidos en privado, se pusieron de acuerdo en que había que convocar a todos los miembros de la Dirección y nombrar sucesor para la presidencia.

La decisiva reunión se fijó para el 4 de diciembre.

Los directores empezaron a llegar poco antes de las 10 de la mañana. Se saludaron cordialmente entre sí, cada uno con fácil confianza… la pátina de un brillante hombre de negocios en medio de sus pares.

La cordialidad era levemente más restringida que de costumbre en deferencia al moribundo Ben Rosselli, que todavía se aferraba débilmente a la vida a una milla de distancia. Pero los directores ahora reunidos eran almirantes y mariscales del comercio, como lo había sido Ben, quien sabía que, fuera cual fuera la obstrucción, los negocios que mantenían lubricada la sociedad debían continuar. El tono parecía querer decir:
El motivo de las decisiones que debemos tomar hoy es lamentable, pero nuestro solemne deber hacia el sistema debe cumplirse
.

Avanzaron con decisión hacia la sala con paneles de nogal, donde colgaban cuadros y fotografías de predecesores seleccionados, alguna vez importantes, que ya no existían.

Una reunión de directores de cualquier corporación mayor parece un club exclusivo. Fuera de tres o cuatro dirigentes ejecutivos de máxima categoría, que trabajan todo el tiempo, la Dirección comprende una cantidad de notables hombres de negocios —con frecuencia ellos mismos presidentes o consejeros— en otros campos diversos.

Generalmente los dirigentes externos son invitados a unirse al consejo rector por una o varias razones —sus propios logros en otra parte, el prestigio de la institución que representan, o una fuerte conexión generalmente financiera —con la compañía de cuya Dirección forman parte.

Entre los hombres de negocios se considera un alto honor ser director de compañía, y cuanto más prestigiosa es la compañía, mayor es la gloria. Por eso algunos individuos coleccionan direcciones como coleccionaban los indios cueros cabelludos. Otro motivo es que los directores son tratados con una deferencia que satisface al yo, y también generosamente retribuidos— las compañías más importantes pagan a cada director entre mil y dos mil dólares por cada reunión a la que asisten, normalmente diez por año.

Particularmente prestigioso es ser director de algún banco importante. Para un hombre de negocios ser invitado a servir en el alto consejo Director de un banco es en términos generales equivalente a ser nombrado caballero por la reina de Inglaterra; por lo tanto la incorporación es ampliamente buscada. El First Mercantile American, como correspondía a un banco que figuraba entre los veinte mayores de la nación, poseía un grupo de directores particularmente impresionante.

O eso creían ellos.

Alex Vandervoort, al contemplar a los otros directores cuando ocupaban sus asientos alrededor de la larga y ovalada mesa de reuniones, decidió que había un buen porcentaje de leña seca. También había conflictos de intereses, ya que algunos directores, o sus compañías, eran grandes deudores de dinero al banco. Uno de los objetivos a largo plazo que había planeado, si llegaba a ser presidente, era que la dirección del FMA fuera más representativa y se pareciera menos a un cómodo club.

¿Pero iban a elegirle a él como presidente? ¿O elegirían a Heyward?

Ambos eran hoy candidatos. Ambos, dentro de un rato, como cualquier buscador de empleo, iban a exponer sus puntos de vista. Jerome Patterton, viceconsejero de la Dirección, que iba a presidir la reunión de hoy, se había acercado dos días antes a Alex.

—Usted sabe tan bien como todos que debemos decidir entre usted y Roscoe. Ambos son buenos; no es fácil elegir. Ayúdenos. Hable de sus sentimientos hacia el FMA, como le dé la gana; cómo y por qué, queda a su cargo.

Roscoe Heyward, comprendió Alex, había sido abordado de la misma manera.

Heyward, típicamente, llevaba un texto preparado. Sentado directamente frente a Alex, lo estudiaba ahora, con su rostro aguileño concentrado en una expresión grave, los ojos grises detrás de los anteojos sin aro clavados sin vacilar en las palabras escritas a máquina. Entre las capacidades de Heyward estaba la de una intensa concentración mental, el poder ser como un bisturí, especialmente para las cifras. Un colega había observado una vez: «Roscoe es capaz de leer el informe de una pérdida o de una ganancia como un director de orquesta lee el pentagrama… percibiendo los tonos, las notas falsas, los pasajes incompletos, los crescendos y las potencialidades que otros no ven». Sin duda las cifras iban a estar incluidas en lo que Heyward iba a decir hoy.

Alex no estaba seguro si debía usar números o no en su exposición. Si lo hacía, tenía que ser de memoria, ya que no había traído anotaciones. Había deliberado largamente la noche anterior y después había decidido eventualmente esperar a que llegara el momento y hablar entonces instintivamente, como le pareciera más apropiado, dejando que los pensamientos y las palabras se ordenaran por sí solos.

Recordó que, en esta misma habitación, no hacía mucho tiempo, Ben había anunciado: «
Me estoy muriendo. Los médicos me dicen que no me queda mucho tiempo
». Las palabras habían sido, todavía lo eran, una afirmación de que la vida era finita. Eran una burla para la ambición… la de él, la de Roscoe, la de los otros.

Pero, que la ambición fuera en última instancia fútil o no, deseaba mucho la presidencia del banco. Ansiaba una oportunidad —como la había ansiado Ben en su momento— para determinar las direcciones, decidir la filosofía, conceder prioridades y, en medio de la suma de todas las decisiones, dejar detrás de sí una contribución digna. Y el hecho de que, visto en un amplio margen de años, lo realizado contara poco o mucho, el celo puesto en la tarea sería en sí una recompensa… el hacer, dirigir, competir, luchar, aquí y ahora.

Al otro lado de la mesa de reuniones, a la derecha, el Honorable Harold Austin se había dejado caer en su sitio acostumbrado. Llevaba un traje a cuadros de Cerruti, con clásica camisa abotonada, una corbata puntiaguda estampada, y parecía un modelo vivo de las páginas de
Playboy
. Tenía en la mano un grueso cigarro, listo para encender. Alex vio a Austin y saludó. El saludo fue devuelto, pero con notable frialdad.

Hacía una semana el Honorable Harold se había presentado para protestar por el veto de Alex a la propaganda de las tarjetas de crédito preparada por la agencia Austin. «La expansión en el mercado de las tarjetas de crédito fue aprobada por el consejo rector», había objetado el Honorable Harold. «Lo que es más, los jefes del departamento de tarjetas clave ya habían aprobado esa campaña especial antes de que llegara a usted. No sé realmente si no debería llamar la atención del consejo sobre su acción, tomada desde arriba».

Alex había sido cortante: «En primer lugar yo sé exactamente lo que los directores decidieron sobre las tarjetas de crédito, porque estaba allí presente. No
estuvieron
de acuerdo en que la expansión en el mercado se hiciera con una propaganda que es solapada, engañosa, semimentirosa y que puede desacreditar al banco. Ustedes pueden hacer algo mejor que eso, Harold. La verdad es que ya lo ha hecho. He visto y aprobado las versiones revisadas. En cuanto a actuar "desde arriba", he tomado una decisión de ejecutivo dentro de mi autoridad y, en cualquier momento que sea necesario, volveré a hacerlo. Si quiere que le dé mi opinión, no van a agradecérselo… es más probable que me den a mí las gracias».

Harold Austin se había enfurecido, pero, aparentemente, había dejado caer el tema, quizás sabiamente, porque la Publicidad Austin iba a ganar igualmente con la campaña revisada de las tarjetas de crédito. Alex sabía que se había creado un enemigo. Pero dudaba que eso tuviera hoy alguna importancia, ya que el Honorable Harold prefería evidentemente a Roscoe Heyward, y probablemente iba a apoyarlo de todos modos.

Uno de sus fuertes sostenedores, sabía Alex, era Leonard L. Kingswood, el franco y enérgico consejero de la Northam Steel, sentado ahora cerca de la cabecera y conversando animadamente con su vecino. Era Len Kingswood quien había telefoneado a Alex hacía algunas semanas para comunicarle que Roscoe Heyward estaba activamente trabajando a los directores para que apoyaran su candidatura a la presidencia.

—No digo que debas hacer lo mismo, Alex. Eres tú quien debe decidir. Pero te prevengo que lo que hace Roscoe puede ser efectivo. A mí él no me engaña. No tiene capacidad para ser jefe y se lo he dicho. Pero tiene una manera persuasiva y ése es un anzuelo que muchos pueden tragarse.

Alex había agradecido a Len Kingswood la información, pero no había intentado copiar las tácticas de Heyward. La solicitud podía ayudar en algunos casos, pero podía poner en contra a otros a quienes no agradara la presión personal en estos asuntos. Además, Alex sentía aversión por hacer una campaña efectiva por el puesto de Ben, cuando el viejo todavía estaba vivo.

Pero Alex había aceptado la necesidad de la reunión de hoy y de las decisiones que debían tomarse.

El murmullo de la conversación se apaciguó. Dos últimos recién llegados se acomodaban. Jerome Patterton, a la cabecera, golpeó ligeramente con un martillo y anunció:

—Señores, el consejo está en sesión.

Patterton, llevado hoy a la preeminencia, tendía normalmente a borrarse y, en la escala de la dirección del banco, era como un comodín. Estaba ahora en la sesentena y cerca de retirarse, había actuado en la unión de varios bancos menores hacía años; a partir de entonces sus responsabilidades habían disminuido, se habían apaciguado, por mutuo consentimiento. En general se ocupaba de las cuestiones de depósitos y de jugar al golf con los clientes. El golf era una prioridad, al punto de que, en cualquier día de trabajo, Jerome Patterton rara vez estaba en su despacho después de las 2,30 de la tarde. Su título de viceconsejero del consejo rector era en gran parte honorario.

Other books

Flynn's In by Gregory McDonald
Quest Maker by Laurie McKay
The Korean Intercept by Stephen Mertz
The Castle Mystery by Gertrude Chandler Warner
Descending Surfacing by Catherine Chisnall
John Wayne by Aissa Wayne, Steve Delsohn
Demon Bound by Meljean Brook