Traficantes de dinero (47 page)

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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

BOOK: Traficantes de dinero
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—Sé que usted me engañó en aquella primera confesión. La noche en que me detuvieron. Mi abogado dijo que la cosa era ilegal, que nunca hubiera podido presentarse ante el tribunal. Usted lo sabía. Pero usted me hizo creer que era una confesión legal y, por eso, firmé la segunda para el FBI, sin saber que había una diferencia…

Los ojos de Wainwright se entrecerraron, desconfiados.

—Antes de contestarle quiero saber una cosa: ¿lleva usted alguna grabadora?

—No.

—¿Por qué voy a creerle?

Miles se encogió de hombros, y levantó las manos sobre la cabeza como había aprendido a hacerlo para los cacheos forzosos de la cárcel.

Por un momento pareció que Wainwright iba a negarse a examinarlo; después, rápida y profesionalmente tanteó al hombre. Miles bajó los brazos.

—Soy un viejo zorro —dijo Wainwright—. Los tipos como usted creen que pueden avivarse y cogernos, para iniciar un juicio contra nosotros. ¿Así que se ha convertido en un experto legal?

—No. Lo único que sé es lo de la confesión.

—Bien, usted ha sacado el asunto a relucir y yo hablaré ahora. Claro que sabía que legalmente no tenía valor. Claro que le engañé. Y algo más: en las mismas circunstancias, volvería a hacerlo. Usted era culpable, ¿no? Estaba a punto de mandar a la cárcel a Juanita Núñez. ¿De qué sirve demorarse en detalles?

—Yo sólo pensé…

—Ya sé lo que pensó. Pensó que iba a presentarse aquí, que la conciencia me iba a sangrar, y que yo iba a ser fácil de usar para cualquier plan que ahora tenga. Bueno, no es así y no le sirvo.

Miles Eastin murmuró:

—No tengo planes. Lamento haber venido.


¿Qué
quiere?

Hubo una pausa en la que ambos se miraron. Después Miles dijo:

—Trabajo.

—¿Aquí? ¡Usted debe estar loco!

—¿Por qué? Sería el empleado más honesto que nunca haya tenido el banco.

—Hasta que alguien le presione para que robe de nuevo.

—¡No volverá a pasar! —Por un segundo algo del antiguo espíritu de Miles Eastin subió a la superficie.— ¿No puede usted creer… nadie puede creer, que he aprendido algo? He aprendido lo que pasa cuando se roba. He aprendido a no volver a hacer jamás eso. ¿No comprende que puedo resistir cualquier tentación antes de volver a la cárcel?

Wainwright refunfuñó:

—Lo que yo crea o no crea, no tiene importancia. El banco sigue su política. Dentro de ella figura no emplear a nadie con antecedentes criminales. Aunque quisiera, no podría cambiar eso.

—Pero podría intentarlo. Hay trabajos, incluso aquí, en los que los antecedentes criminales no importan, en los que no
hay
manera de no ser honrado. ¿No podría conseguirme algún trabajo de ese tipo?

—No —después intervino la curiosidad—. ¿Por qué tiene tantas ganas de volver aquí?

—Porque no puedo conseguir ningún trabajo, nada, ni un puesto, ni tengo posibilidad en otra parte —la voz de Miles se quebró—. Y porque tengo hambre.

—¿Tiene qué?

—Míster Wainwright, hace tres semanas que salí con libertad condicional. Hace más de una semana que no tengo ya ditero. Hace tres días que no como. Creo que estoy desesperado… —la voz que había vacilado se interrumpió y se quebró—. Venir aquí… verle a usted… adivinar lo que usted iba a decir… es la última…

Mientras escuchaba, algo de dureza desapareció de la cara de Wainwright. Señaló una silla del otro lado del cuarto.

—Siéntese.

Salió y dio cinco dólares a su secretaria.

—Vaya a la cafetería —dijo—, traiga dos sándwiches de lomo y media botella de leche.

Cuando regresó, Miles Austin seguía sentado, donde le había dicho, con el cuerpo agobiado y expresión tonta.

—¿No le ha ayudado el funcionario de la libertad condicional?

Miles dijo con amargura:

—Está cargado de casos… por lo que me ha dicho… ¡ciento setenta y cinco libertades condicionales! Tiene que ver a todos una vez al mes y, ¿qué puede hacer por cada uno? No hay trabajo. Lo único que puede dar son consejos.

Por experiencia Wainwright sabía cuáles eran los consejos: no mezclarse con otros criminales que Eastin hubiera podido conocer en la cárcel; no frecuentar lugares conocidos donde iban los criminales. Hacer cualquiera de las dos cosas, y ser observado oficialmente, representaba un pronto regreso a la cárcel. Pero, en la práctica, las reglas eran tan poco realistas como arcaicas. Un preso sin medios financieros tenía los dados en contra de manera que la asociación con otros en las mismas circunstancias era con frecuencia el único medio de sobrevivir. Éste era también el motivo por el cual el promedio de reincidencia era tan elevado entre los expresidiarios.

Wainwright preguntó:

—¿De verdad ha buscado trabajo?

—En todas partes donde se me ocurrió. Y tampoco he pedido demasiado…

Lo más cerca que Miles había estado de conseguir empleo en tres semanas de búsqueda había sido como ayudante de cocina en un repleto restaurante italiano de tercera clase. El puesto estaba vacante y el dueño, un hombre triste y castigado, había tenido ganas de cogerle. Pero cuando Miles reveló sus antecedentes carcelarios, como tenía que hacerlo, vio que el otro lanzaba una mirada a la caja registradora. Incluso en ese momento el patrón del restaurante había dudado, pero su mujer, una especie de sargento con faldas, gritó:

—¡No! ¡No podemos arriesgarnos! —Y suplicarles no hubiera servido de nada.

En otras partes su situación de libertad condicional había eliminado las posibilidades con mayor rapidez.

—Si pudiera hacer algo por usted, lo haría.

El tono de Wainwright se había dulcificado, ya no era el que tenía al principio de la entrevista.

—Pero no puedo. Aquí no hay nada. Créame.

Miles asintió, sombrío.

—De todos modos, lo sabía.

—¿Y qué piensa hacer ahora?

Antes de que pudiera contestar entró la secretaria y tendió a Wainwright una bolsa de papel y el cambio. Cuando la muchacha se fue, Wainwright sacó la leche y los sándwiches y los puso ante Eastin, que miraba, lamiéndose los labios.

—Coma, si quiere.

Miles se apresuró y quitó la envoltura del primer sándwich, con dedos ansiosos. Cualquier duda acerca de su afirmación de estar hambriento desapareció cuando Wainwright le vio devorar en silencio, con rapidez. Y, mientras el jefe de Seguridad miraba, empezó a formarse una idea.

Finalmente Miles vació el resto de la leche en un vaso de papel y se secó los labios. De los sándwiches no quedaba ni una migaja.

—No ha contestado mi pregunta —dijo Wainwright—. ¿Qué va a hacer ahora?

Visiblemente Eastin vaciló, luego dijo, seco:

—No lo sé.

—Creo que lo sabe. Y creo que está mintiendo… por primera vez desde que llegó aquí.

Miles Eastin se encogió de hombros.

—¿Acaso importa?

—Le diré lo que creo —dijo Wainwright, ignorando la pregunta del otro—. Hasta ahora se ha mantenido usted lejos de la gente que conoció en la cárcel. Pero, al no conseguir aquí nada, ha decidido dirigirse a ellos. Se arriesgará a que le vean y a perder la libertad condicional.

—¿Qué demonios puedo hacer? Y si lo sabe… ¿por qué pregunta?

—Por lo tanto usted
tiene
esos contactos.

—Si digo que sí —contestó Eastin con desdén—, lo primero que usted hará en cuanto me vaya es telefonear a la oficina de libertad condicional.

—No —Wainwright movió la cabeza—. Decidamos lo que decidamos, le prometo que no haré eso.

—¿Qué significa eso de «decidamos lo que decidamos»?

—Tal vez haya algo en lo que usted podría trabajar. Si se atreve a correr algunos riesgos. Grandes.

—¿Qué clase de riesgos?

—Dejémoslo por el momento. Si es necesario, volveremos sobre la cosa. Hábleme primero de la gente que conoció en la cárcel y de las personas con las que puede ponerse ahora en contacto… —percibiendo una continua desconfianza, Wainwright añadió—: Le doy mi palabra de que no aprovecharé… si usted no me autoriza expresamente… nada de lo que usted me diga.

—¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa… como me la tendió antes?

—No lo sabrá. Tiene que arriesgarse a confiar en mí. Eso, o salir de aquí y no volver más.

Miles permaneció en silencio, pensando, mojándose a veces los labios en el gesto nervioso que había mostrado antes. Después bruscamente, sin señales exteriores de decisión, empezó a hablar.

Reveló cómo se había puesto en contacto con él, en la penitenciaría de Drummonburg, un emisario de la Fila de la Mafia. El mensaje que llegó a Miles Eastin, según reveló a Wainwright, tenía que ver con el tiburón prestamista Igor Ominsky (el ruso) y decía que él, Eastin, era un tipo «que se sabía tener», ya que no había revelado la identidad del prestamista o del tomador de apuestas cuando lo detuvieron ni más adelante. Como concesión, le habían perdonado el interés del préstamo el tiempo que permaneciera en la cárcel.

—El mensajero de la Fila de la Mafia dijo que Ominsky iba a parar el reloj mientras yo estuviera dentro.

—Pero usted ya no está dentro —señaló Wainwright—. De manera que el reloj ha vuelto a marchar.

Miles pareció preocupado.

—Sí, ya lo sé —se había dado cuenta de eso y había procurado no pensar mientras buscaba trabajo. También se había apartado del lugar donde le habían dicho que podía ponerse en contacto con el prestamista Ominsky y con otros. Era el club
Double Seven
, en el centro de la ciudad, y le habían dado la información algunos días antes de que saliera de la cárcel. Lo repitió ahora, aguijoneado por Wainwright.

—Ya veo. No conozco el
Double Seven
—murmuró el jefe de Seguridad del banco— pero he oído hablar de él. Tiene fama de ser muy mal frecuentado.

Otra cosa que habían dicho a Miles en la penitenciaría era que, por medio de contactos que podía establecer, encontraría el modo de ganar dinero para vivir y empezar a pagar su deuda. No había necesitado un diagrama para darse cuenta de que tales «modos» estaban fuera de la ley. Este conocimiento, y el terror de volver a la cárcel, le habían mantenido decididamente alejado del
Double Seven
. Hasta ahora.

—Entonces mi presentimiento era certero. Usted habría salido de aquí para ir allí.

—¡Oh, míster Wainwright! ¡No quiero! ¡Todavía no quiero!

—Tal vez, entre nosotros, pueda usted combinar las dos cosas…

—¿Cómo?

—¿Sabe lo que es un agente encubierto?

Miles Eastin pareció sorprendido antes de reconocer:

—Sí.

—Entonces escuche con atención.

Wainwright empezó a hablar.

Cuatro meses atrás, al ver el cuerpo ahogado y mutilado de su espía, Vic, el jefe de Seguridad del banco había creído no volver a enviar jamás a otro agente encubierto. En aquel momento, trastornado y con un sentimiento de culpa, había hablado en serio y no había hecho nada desde entonces para reclutar a un reemplazante. Pero en esta ocasión, la desesperación de Eastin y sus recientes contactos eran demasiado prometedores para que pudiera ignorarlos.

Y también tenía el hecho importante: estaban apareciendo más y más tarjetas de crédito falsificadas, eran casi un diluvio, y la fuente de procedencia seguía siendo desconocida. Los métodos convencionales para localizar a los productores y distribuidores habían fracasado, como sabía muy bien Wainwright; también estorbaba a la investigación el hecho de que la falsificación de tarjetas de crédito no era una ofensa criminal para la ley federal. Había que probar el fraude; la intención de defraudación no bastaba. Por todos estos motivos, las agencias legales estaban más interesadas en otras formas de falsificación, y su preocupación por las tarjetas de crédito era sólo casual. Los bancos —ante el dolor de profesionales como Nolan Wainwright— no habían hecho serios esfuerzos para cambiar la situación.

El jefe de Seguridad explicó largamente casi todo esto a Miles Eastin. También desarrolló un plan básicamente sencillo. Miles iría al club
Double Seven
y establecería todos los contactos posibles. Debía procurar caer en gracia, y también debía aprovechar cualquier oportunidad que se presentara de ganar algún dinero.

—Hacer eso significa un doble riesgo, y usted debe comprenderlo —dijo Wainwright—. Si usted hace algo criminal y le atrapan, le apresarán, será juzgado, y nadie podrá ayudarle. El otro riesgo es que, aunque no le atrapen, si la oficina de libertad condicional oye algún rumor, volverá usted igualmente a la cárcel.

De todos modos, prosiguió Wainwright, si ninguna de las dos cosas pasaba, Miles debería procurar ampliar sus contactos, tendría que escuchar bien y acumular informaciones. Al principio debía tener cuidado de no parecer curioso.

—Vaya despacio —previno Wainwright—. No se apresure, tenga paciencia. Deje que las cosas corran, deje que la gente le busque.

Sólo después que Miles fuera aceptado, trabajaría en firme y aprendería más. En ese momento podría empezar a hacer discretas preguntas sobre las tarjetas de crédito, demostrando tener el mismo interés y buscaría acercarse al punto en que se traficaba con ellas.

—Siempre hay alguien —aconsejó Wainwright— que conoce a otra persona, que a su vez conoce a otro tipo, que ha estado metido en algún chanchullo. De esa manera se meterá usted.

Periódicamente, dijo Wainwright, Eastin iría a informarle. Pero nunca directamente.

Al mencionar que debía informar, Wainwright recordó también que tenía obligación de explicar lo ocurrido con Vic. Lo hizo brutalmente, sin omitir detalles. Mientras hablaba, vio palidecer a Miles, y recordó la noche en el apartamento de Eastin, el momento del enfrentamiento y el descubrimiento, cuando el miedo instintivo del joven hacía la violencia física había sido tan evidente.

—Pase lo que pase —dijo Wainwright con severidad— no quiero que usted piense o diga después que no le previne sobre los peligros… —hizo una pausa y meditó—. Ahora, hablemos de dinero.

Si Miles consentía en ser agente encubierto por cuenta del banco, afirmó el jefe de Seguridad, él le garantizaba un pago de quinientos dólares mensuales, hasta que, de una u otra manera, terminara la misión. El dinero sería pagado por un intermediario.

—¿Figuraré como empleado del banco?

—Lógicamente no.

La respuesta era inequívoca, enfática, definitiva. Wainwright terminó: oficialmente el banco no estaría en modo alguno involucrado. Si Miles Eastin consentía en asumir el papel sugerido, dependería enteramente de sí mismo. Si se veía en dificultades y procuraba comprometer al First Mercantile American, sus afirmaciones serían negadas y nadie le creería.

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