Tiranosaurio (33 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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—¿Cuál, si puede saberse?

—Es posible que tengan que matar a varios civiles norteamericanos dentro de las fronteras de Estados Unidos.

—¿Cómo que civiles? —preguntó el general con mal tono.

—Son bioterroristas y tienen algo importante entre manos.

—Ya. —El general miró un buen rato a Masago—. Los hombres de la misión están psicológicamente preparados para todo, pero me gustaría que me explicara…

—No será posible. Solo le diré que es un tema importantísimo de seguridad nacional.

El general Miller tragó saliva.

—Pues es lo primero que debería explicárseles cuando reciban las órdenes.

—Mire, general, lo plantearé como mejor me parezca. Yo lo que le pido es que me dé garantías de que esos hombres están a la altura de una misión tan especial, y su última respuesta me hace sospechar que quizá necesite a otros mejores.

—Mejores que estos diez no los encontrará. Son los mejores soldados que tengo.

—Con eso me conformo. ¿Y el helicóptero?

El general señaló el helipuerto con un movimiento de su cabeza canosa.

—A punto para salir.

—¿Un Pave Hawk MH 60G?

—Es lo que me habían pedido.

El tono del general se había vuelto gélido.

—¿Y el jefe del grupo? Póngame en antecedentes.

—Antón Hitt, sargento de primera clase. La biografía está en la carpeta.

Masago miró inquisitivamente a Miller.

—¿Sargento?

—Me pidió los mejores, no los de más alto rango —contestó secamente el general, y añadió tras una pausa—: La misión no se desarrolla aquí, en Nuevo México, ¿verdad? Porque si fuera así les agradeceríamos que nos avisaran.

—Esa información es de acceso restringido, general.

Por primera vez, los labios de Masago se tensaron por algo parecido a una sonrisa y se tornaron aún más blancos.

—Mis hombres de la USAF necesitan un parte…

—Los pilotos y el personal de a bordo recibirán las tarjetas y las coordenadas una vez hayamos despegado. Al equipo CAG/DEVGU se le dará la orden cuando esté de camino.

La única respuesta del general fue un pequeño tic en los músculos de la mandíbula.

—Quiero un helicóptero de carga preparado para salir en cualquier momento a recoger un cargamento de hasta quince toneladas.

—¿Le puedo preguntar el radio? —dijo el general—. Podríamos tener problemas de combustible.

—Deberá emprender el vuelo con los depósitos al setenta y dos por ciento. —Masago cerró con fuerza la carpeta y la guardó en el maletín—. Lléveme al helipuerto.

Siguió al general hasta la otra punta de la sala de espera, donde cruzaron una puerta lateral. Fuera había un círculo muy grande de asfalto; un Sikorsky Pave Hawk negro y aerodinámico esperaba al otro lado con las hélices en marcha. El cielo se había aclarado por el este, virando del azul a un amarillo claro. A veinte grados por encima del horizonte, el planeta Venus era un punto de luz cuya intensidad menguaba por la proximidad del amanecer.

Masago se acercó al aparato sin escudarse contra el viento de las hélices, que alborotaba su pelo. Subió a bordo de un salto. La puerta deslizante se cerró. Las hélices empezaron a girar más deprisa, levantando cortinas de polvo. Poco después el aparato emprendió el vuelo en dirección al norte, acelerando por el cielo del amanecer.

Tras ver desaparecer el Pave Hawk en el cielo, el general se volvió hacia la terminal sacudiendo la cabeza mientras decía en voz baja: —Civil de mierda…

2

Tom Broadbent se paró a respirar. Sally, que iba detrás, apoyó una mano en su hombro. Los Badlands estaban en silencio y en reposo: miles de colinas grises, como montones de ceniza. Delante, en la arena, había una hondonada de arcilla agrietada con puntos blancos de cristales alcalinos. La luz, a oriente, se intensificaba. El sol estaba a punto de salir. Tom y Sally habían caminado toda la noche guiándose por el resplandor de la luna, que estaba casi llena.

Sally dio una patada a la arcilla y levantó una nube blanquecina que se alejó flotando.

—Es el quinto punto de agua seco que encontramos.

—Parece que la lluvia de la semana pasada no llegó hasta aquí.

Sally se sentó en una roca y miró a Tom de reojo.

—Oiga, creo que se le ha estropeado el traje.

—Valentino se echaría a llorar —dijo Tom, sonriendo un poco—. Venga, vamos a ver qué tal está la herida.

Sally dejó que le quitara los vaqueros. Tom retiró con gran cuidado el vendaje que había improvisado.

—No parece infectada. ¿Duele?

—Estoy tan cansada que ni lo noto.

Tom tiró la venda y sacó de su bolsillo una tira de seda que había arrancado del forro del traje. Mientras la anudaba suavemente, sintió un arrebato de ira contra el secuestrador que hizo que la sangre le subiera a la cabeza.

—Voy a aquella cresta a ver si el cabrón aún nos sigue. Tú descansa.

—Con mucho gusto.

Trepó por una escarpadura. Los últimos tres metros los subió arrastrándose para no ser visto. Se asomó. En otras circunstancias la magnificencia del paisaje que acababan de recorrer le habría emocionado, pero entonces solo le provocó cansancio. Habían caminado unos treinta kilómetros en cinco horas para intentar alejarse al máximo de su perseguidor. Tom no creía que hubiera podido seguirlos de noche, pero quería estar seguro de que se lo habían quitado de encima.

Se preparó para esperar. No se apreciaban señales de vida humana, pero había muchas áreas y fondos de cañones que quedaban fuera de su vista; el perseguidor quizá tardara un poco en salir a campo abierto. De bruces en el suelo, Tom escrutaba el desierto por si distinguía el punto en movimiento de un hombre, pero no vio nada. Pasaron cinco minutos. Diez. Sintió un gran alivio. Ya salía el sol, una bola de fuego cuya luz anaranjada pintaba las cumbres y las crestas más altas antes de fluir por sus faldas como un oro lento. La luz invadió por fin los Badlands y Tom sintió su calor en la nuca.

Su perseguidor seguía sin dar señales de vida. Se había ido. Tom tuvo la esperanza de que aún vagara por Daggett Canyon muerto de sed, con los buitres dando vueltas sobre su cabeza.

La idea le alegró el camino de bajada. Encontró a Sally durmiendo, con la espalda apoyada en una roca. La miró. Contempló su larga melena rubia despeinada, su blusa sucia y desgarrada y sus botas llenas de polvo. Se agachó y la besó suavemente.

Los ojos de Sally se abrieron de golpe como dos gemas verdes. A Tom se le hizo un nudo en la garganta. Había estado a punto de perderla.

—¿Qué, se ve algo?

Negó con la cabeza.

—¿Estás seguro?

Vaciló.

^No del todo.

Se preguntó por qué lo había dicho, por qué le quedaba aquel asomo de duda.

—Tenemos que seguir —dijo ella. Gimió al levantarse con la ayuda de Tom—. Estoy más tiesa que la madre de Norman Bates. He hecho mal en sentarme.

Se alejaron por el cauce seco. Tom dejó que Sally marcara el ritmo. El sol subía por el cielo. Tom se metió una piedra redonda en la boca y la chupó para distraerse de la sed. No era probable que encontraran agua antes del río, y faltaban más de veinte kilómetros para llegar. La noche había sido fresca, pero ahora que el sol ya estaba en lo alto se notaba el calor.

Se anunciaba un día tórrido.

3

Weed Maddox estaba boca abajo detrás de una roca, con el ojo pegado a la mira 4x de su AR15. Vio que Broadbent se agachaba para darle un beso a su mujer. A él todavía le dolía la nariz de la patada, aún tenía irritada la mejilla por la brutalidad del arañazo, se notaba la pierna como de goma y su sed empeoraba por momentos. Los muy hijos de puta habían caminado a un ritmo casi sobrehumano, no habían parado a descansar ni una sola vez. Se preguntó cómo eran capaces. De no haber sido por la luna y la linterna se le habrían escapado, pero el terreno era bueno para las persecuciones, y además Maddox tema la ventaja de que sabía adonde iban: al río. ¿Adonde si no? Siempre que habían pasado por algún sitio donde podía haber agua, lo habían encontrado completamente seco.

Mientras los veía bajar por el cañón, cambió de postura porque se le había dormido un pie. Desde su observatorio probablemente pudiera alcanzar a Broadbent, pero no era un disparo seguro, y corría el riesgo de que la zorra se le escapara. Ahora que ya era de día, seguro que si corría un poco en diagonal conseguía cortarles el paso. Había montones de sitios donde tender una emboscada.

La clave era no delatarse. Si creían que aún los estaba siguiendo, no se dejarían sorprender fácilmente.

Examinó el paisaje con la mira del rifle, tomando la precaución de no exponer la lente directamente al sol. No había manera más rápida de descubrirse que el destello de un cristal. Él conocía bien la región de las mesas, porque la había explorado y porque había pasado muchas horas estudiando los mapas del servicio geográfico que le había dado Corvus. Lamentó no llevarlos encima. Miró hacia el sudoeste y reconoció la mole llamada Navajo Rim, que dominaba el desierto desde sus doscientos cincuenta metros de altura. Recordó que entre aquella elevación y el punto donde él se hallaba, se extendía un terreno accidentado, los Echo Badlands, sembrado de cañones muy profundos, de extrañas formaciones rocosas y cruzado todo él por el inmenso surco de Tyrannosaur Canyon. A unos veinte o veinticinco kilómetros entrevió el final de la Mesa de los Viejos, como una línea de bruma en el horizonte. Sus flancos albergaban diversos cañones, el mayor de los cuales era Joaquin Canyon, por donde se entraba al Laberinto, donde había matado al buscador de dinosaurios. De ahí al río no había casi nada. Y ellos iban hacia el río.

Le parecía que hacía siglos que se había cargado al buscador. Parecía mentira que solo hubieran pasado… ¿Cuántos días? ¿Ocho? Desde entonces se habían jodido muchas cosas.

Lo importante era que tenía el cuaderno y que estaba a punto de poner remedio al resto de los problemas. Ellos buscarían el único camino que cruzaba Navajo Rim, es decir, irían por los Badlands hacia el sudoeste y cruzarían al otro lado, cerca del principio de Tyrannosaur Canyon, un paso estrecho donde confluían varios cañones tributarios y por el que no tendrían más remedio que pasar.

Podía dar un rodeo hacia el sur, bordear la base de Navajo Rim y volver hacia el norte para sorprenderlos en la cabecera del valle. Tendría que avanzar deprisa, pero lo solucionaría en menos de una hora.

Bajó a rastras de su observatorio, asegurándose de no ser visto, y puso velozmente rumbo al sur, a la pared de arenisca de Navajo Rim.

Al día siguiente, a esas horas, estaría embarcando en el primer vuelo a Nueva York.

4

Melodie Crookshank caminaba hacia el este por la calle Setenta y nueve. Delante, la mole del museo lanzaba al alba los focos del último piso. No había podido conciliar el sueño. Se había pasado casi toda la noche paseando arriba y abajo por un tramo muy concurrido de Broadway sin poder controlar sus pensamientos. Hizo un alto para comer una hamburguesa en un local de los que no cierran en toda la noche, cerca de Times Square, y otro para tomar un té en un bar próximo al Lincoln Center. Había sido una noche muy larga.

Al subir por la rampa de servicio que llevaba a la entrada de empleados, miró su reloj. Las ocho menos cuarto. Se había pasado tantas noches en blanco escribiendo la tesis, que estaba bastante acostumbrada, aunque esta vez la sensación era distinta. Más que estar lúcida, pensaba con una claridad excepcional. Pulsó el timbre de la puerta de noche y pasó la tarjeta del museo por el lector.

Tras cruzar la rotonda central, pasó por varias salas majestuosas donde se exponían las colecciones. Siempre la emocionaba caminar por la mañana, muy temprano, por el museo vacío, antes de que llegara nadie, cuando todas las vitrinas estaban sumidas en la oscuridad y el silencio, y lo único que se oía era el eco de sus tacones en el suelo de mármol.

Cogió el atajo de siempre por el departamento de educación.

Al llegar al ascensor, lo llamó con la tarjeta, esperó el traqueteo de bajada y usó la llave por segunda vez para ir al sótano.

Las puertas se abrieron y Melodie salió a uno de los pasillos del sótano. Las entrañas del museo, frías, silenciosas e inmutables como cuevas, siempre le ponían los pelos de punta. El aire estaba poco ventilado, y flotaba cierto olor incorregible a carne pasada.

En su rápido avance hacia el laboratorio de mineralogía, pasó junto a las puertas de los almacenes de fósiles: Dinosaurios del Triásico, Dinosaurios del Jurásico, Cretácico, Mamíferos del Oligoceno, Mamíferos del Eoceno… Era como un paseo por la evolución. Al volver la siguiente esquina entró en el pasillo de los laboratorios, con puertas de acero reluciente que daban acceso a los laboratorios de mamíferos, hepatología, entomología… Cuando llegó a la puerta donde ponía Mineralogía, insertó la llave, empujó la puerta y buscó el interruptor a tientas. Los fluorescentes se encendieron con un parpadeo.

Se quedó en la puerta. A través de las estanterías de especímenes vio que Corvus se le había adelantado. Estaba dormido delante del Stereozoom y tenía el maletín al lado. ¿ Qué hacía en el laboratorio? Nada más preguntárselo supo la respuesta: había ido muy temprano a verificar personalmente el trabajo de Melodie. Ni más ni menos que un domingo por la mañana.

Carraspeó y se decidió a entrar. Corvus no se movió.

—¿Doctor Corvus?

El paso de Melodie se volvió más confiado. El conservador se había dormido encima de la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo. Se acercó de puntillas. Había estado examinando un espécimen con el Stereozoom. Un trilobite.

—¿Doctor Corvus?

Melodie se acercó a la mesa. Al ver que Corvus seguía sin moverse, empezó a inquietarse. ¿Y si le había dado un infarto? No, tan joven era un poco difícil.

—¿Doctor Corvus? —repitió con un hilo de voz, lo máximo que le salió.

Fue al otro lado de la mesa, se inclinó para verle la cara, dio un respingo y se tapó la boca para no gritar.

Los ojos del conservador estaban muy abiertos y vidriosos.

Pues sí, sí que le había dado un infarto. Melodie retrocedió otro paso. Sabía que tenía que buscarle el pulso o hacer algo, pero la idea de tocarlo la repelía. Con esos ojos… Solo podía estar muerto. Se alejó otro paso y estiró el brazo para coger el teléfono del museo, pero se quedó con el auricular en la mano.

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