Lo hacía por algo más profundo, por un defecto en su manera de ser: el ansia de emociones, de aventuras. Tres años atrás había tomado la decisión, impulsiva, pero ya consolidada y hondamente meditada a través de la oración, de retirarse del mundo y consagrar su vida al servicio de Dios. ¿Aquella pequeña expedición era servir a Dios?
Algo le decía que no.
A pesar de estos pensamientos, el hermano Wyman Ford, como movido por una fuerza externa, siguió caminando por los despeñaderos abruptos y ventosos de Navajo Rim con la mirada fija en un cerro lejano.
El timbre del escritorio sorprendió a Iain Corvus mirando por la ventana. Era el aviso de una llamada telefónica.
—Tiene en la línea uno al señor Warmus —dijo la voz de su secretaria—, de la Dirección de Gestión del Territorio.
Corvus se puso al otro lado de la mesa sin perder ni un segundo, cogió el teléfono y adoptó el tono más afable que pudo.
—¿Cómo está, señor Warmus? Supongo que ha recibido mi solicitud…
—Sí, claro, profesor, la tengo aquí delante. El acento de gárrulo del Oeste le dio verdadero repelús. «Profesor.» ¿De dónde sacaban a esa gente? —¿Hay alguna pega?
—Pues la verdad es que sí. Me imagino que será un descuido, pero no veo ningún dato sobre la localización.
—No, señor Warmus, no ha sido un descuido. No incluí esa información. Se trata de un espécimen de un valor excepcional, el peligro de robo es muy alto.
—Se lo agradezco, profesor —dijo a lo lejos una voz gangosa—, pero las mesas son muy grandes, y no podemos emitir una autorización para un museo de paleontología sin la localización.
—Ese espécimen vale millones en el mercado negro. Facilitar esa información, incluso a su organismo, es un riesgo que me resulta difícil asumir.
—Lo entiendo, pero en la Dirección guardamos los datos de los permisos a cal y canto. Es muy sencillo: sin localización no hay permiso.
Corvus respiró hondo.
—Una localización general sí podríamos facilitársela…
—No, no —le interrumpió el de la Dirección—, lo que necesitamos es el municipio, el radio, la sección y las coordenadas de GPS. De otro modo, no podemos cursarlo.
Corvus respiró profundamente e hizo un esfuerzo por moderar el tono.
—Me preocupa porque, como usted recordará, el año pasado robaron un diplodocus del condado de McCone, en Montana, justo después de que se cursase el permiso.
—¿Robado?
—Sí, birlado. —La voz nasal era monótona.
—Yo de diplodocus robados en Montana no sé nada, porque no es mi demarcación, pero aquí en Nuevo México solo damos permisos si se nos facilita la localización. Si no sabemos dónde está el espécimen, ¿cómo quiere que les demos permiso para llevárselo? ¿O para impedir que se lo lleven otros? ¿Qué quiere, que declaremos una moratoria en la recogida de fósiles en las mesas con fines no lucrativos hasta que ustedes tengan su espécimen? Lo veo un poco difícil.
—Lo entiendo. Les mandaré los datos del emplazamiento lo antes posible.
—Sí, por favor. Ah, y otra cosa…
Corvus quedó a la expectativa.
—La solicitud no lleva ninguna foto adjunta ni ningún estudio. Tendrían que estar en el Apéndice A. La normativa lo dice bien claro: «El solicitante deberá adjuntar un estudio científico del yacimiento en que aparezca el fósil in situ, así como cualquier estudio que pueda haberse realizado con medios de detección a distancia, y fotografías del espécimen». Necesitamos alguna prueba de que hay un fósil.
—Es un descubrimiento reciente, y está en un sitio de difícil acceso. No hemos podido volver para hacer un estudio del terreno. La cuestión es que queríamos asegurarnos la prioridad por si recibían ustedes otra solicitud sobre el mismo fósil.
Un gruñido funcionarial.
—La prioridad le corresponde al primer museo o universidad que reúna los requisitos necesarios para pedir un permiso legalmente, y debo decirle, profesor, que en el impreso que nos envió no hay suficiente información para solicitar la prioridad.
Corvus tuvo que aguantarse. ¡Por Dios, qué acento más chabacano!
—Tiene que haber alguna manera de conseguir la prioridad sin facilitar las coordenadas exactas…
El auricular emitió un largo bufido de superioridad. Corvus sentía el pulso en las sienes.
—Ya le digo, el permiso se lo daremos cuando tengan todos los papeles en regla. Antes no. Y si llega otra solicitud sobre el mismo fósil… Eso ya no es problema nuestro. Nosotros respondemos en el orden en que nos vienen.
Corvus explotó.
—¡Pero bueno! ¿Cuántos tiranosaurios enteros se cree que puede haber por esa zona, hombre? —No se ponga nervioso, profesor.
Corvus hizo un esfuerzo ímprobo por controlarse. Si con alguien no le convenía enemistarse, era con ese hombre, el funcionario que tenía el poder de concederle el permiso para llevarse el fósil de territorio público, y a quien no le costaba nada dárselo al imbécil de Murchison, del Smithsonian.
—Discúlpeme, señor Warmus, lo he dicho sin pensar. Le enviaré la información que me ha pedido lo antes posible.
—La próxima vez que pida permiso para recoger un fósil en territorio federal —dijo el soso del funcionario—, espere a tener toda la documentación, así para nosotros es más fácil. No porque sean un museo importante de Nueva York pueden saltarse las reglas.
—Le reitero mis disculpas. —Buenos días.
Corvus colgó el auricular con un cuidado exagerado. Después respiró muy hondo y se peinó hacia atrás con una mano temblorosa. Desgraciado, creído… Miró hacia arriba: eran las cinco en punto, las tres en Nuevo México. Hacía cuarenta y ocho horas que Maddox no llamaba. En su última conversación le había dado la impresión de que lo tenía todo controlado, pero en dos días podía pasar de todo.
Se paseó por el despacho y volvió a mirar por la ventana. Las barcas de la tarde empezaban a internarse en el lago. Buscó inconscientemente al padre y al hijo. No, claro. ¿Por qué iban a volver? Con una vez bastaba.
Las seis. El sol se había puesto al otro lado del cañón, y el calor empezaba a remitir, pero entre las paredes de arenisca el ambiente seguía siendo bochornoso, sin gota de brisa. De repente, Willer, que estaba subiendo fatigosamente por el enésimo cañón, oyó que los perros que iban delante, justo al otro lado del siguiente recodo, empezaban a ladrar todos al mismo tiempo. Después de los ladridos se oyó la voz aguda de Wheatley. El teniente miró a Hernández de reojo y sus miradas se encontraron.
—Parece que han encontrado algo.
—Sí.
—¡Teniente! —El tono de Wheatley era de pánico—. ¡Teniente!
Las paredes del cañón distorsionaban los ladridos histéricos de los perros, como si estuvieran encerrados en un trombón gigante. Aunque Willer estaba harto de buscar, temía aquel momento.
—Ya era hora —dijo Hernández, avanzando deprisa con sus piernas cortas.
—Espero que Wheatley tenga controlados a los perros.
—Aún me acuerdo del año pasado, cuando se le comieron a aquel tío el bra…
—Bueno, bueno —dijo enseguida Willer.
Al llegar al otro lado de la curva, vio que Wheatley no tenía los perros bajo control. Se le había escapado la correa de uno, y la otra se estiraba en vano mientras los dos animales intentaban escarbar como locos un montón de arena situado al pie de la pared del cañón, en una curva muy cerrada. Hernández y Willer corrieron a cogerlos por las correas y los ataron a una piedra.
Willer echó un vistazo general, jadeando y con la cara roja como un tomate. Los perros habían removido la arena, pero no se perdía gran cosa, porque las lluvias torrenciales de la semana anterior habían borrado cualquier huella. Cuando examinó la zona no vio nada que indicase que pudiera haber algo enterrado en la arena. Solo cierto mal olor que llegó hasta su nariz llevado por la brisa. Los perros gañían a sus espaldas.
—Vamos a cavar.
—¿Cavar? —preguntó Hernández, con una expresión de alarma en su cara redonda—. ¿No deberíamos esperar a la policía científica y al forense?
—Aún no sabemos si hay un cadáver. Podría ser un ciervo muerto. Mientras no estemos seguros no podemos hacer que venga un helicóptero con toda una brigada de la policía científica.
—Tiene razón.
Willer se quitó la mochila, sacó las dos palas que llevaba y le tiró una a Hernández.
—No creo que esté muy hondo. El asesino no tenía mucho tiempo.
Se puso de rodillas y empezó a escarbar la arena suelta con su pala, capa por capa. Hernández hacía lo mismo al otro lado. Se esmeraron en dejar dos montones de arena para que la policía científica la tamizara. Willer estaba muy concentrado en la arena que apartaba, por si aparecía alguna pista —ropa o efectos personales—, pero no vio nada. En un momento determinado, la arena pasó de estar seca a estar húmeda. Estaba claro que ahí debajo había algo, pensó Willer a medida que el olor se hacía más intenso.
A poco menos de un metro de profundidad su pala chocó con algo pegajoso y blando. Un hedor repentino y concentrado le golpeó en la nariz. Willer cavó un poco más, respirando por laboca. Llevaba cinco días enterrado en arena mojada, con treinta y siete grados de temperatura, y olía.
—No es humano —dijo Hernández.
—Sí, ya lo veo.
—Quizá sea un ciervo.
Willer escarbó un poco más. Era un pelaje demasiado duro y apretado para ser de ciervo. Cuando intentó limpiarlo de arena, empezó a desprenderse junto con la piel, dejando a la vista una carne viscosa, entre rosada y marrón. No era un ciervo, sino un burro; el burro del buscador que Broadbent había mencionado.
Se levantó.
—Si hay un cadáver estará muy cerca. Tú cava por ese lado, yo cavaré por el otro.
Empezaron otra vez a amontonar la arena cuidadosamente. Willer encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre los labios, y se lo fumó con la esperanza de ahuyentar un poco la peste.
—He encontrado algo.
Se fue al lado de Hernández, que estaba en cuclillas, escarbando. Apartó un poco más de arena y apareció algo largo e hinchado, como un salchichón. Willer tardó un poco en darse cuenta de que era un antebrazo. La segunda ráfaga de mal olor, distinta y mucho más fétida, lo alcanzó como un puñetazo. Se llenó los pulmones de humo, pero no sirvió de nada. Tenía el sabor del cadáver en la boca. Se levantó y retrocedió, mareado.
—Vale, vale, con esto basta. Es un cadáver. No necesitamos saber nada más.
Hernández se batió prestamente en retirada. No veía el momento de alejarse de aquella tumba improvisada. Willer se puso contra el viento y empezó a fumar como un poseso, con cada inspiración se llenaba los pulmones de humo, como si quisiera limpiárselos a fondo del olor a muerte. Miró a su alrededor. Los perros gemían anhelantes junto a la roca. ¿Qué querían? ¿Córner?
—¿Dónde está Wheatley? —preguntó Hernández, buscándolo con la mirada.
—Y yo qué sé. —Willer vio que las huellas de Wheatley subían por el cañón—. ¿Puedes ir a ver qué hace?
Hernández trepó por el cañón y enseguida desapareció tras una esquina. Volvió al poco rato con una sonrisita.
—Vomita.
El viernes amaneció sin una sola nube, con bandadas de arrendajos que armaban un estruendo indescriptible entre los pinos piñoneros, y las sombras largas y frescas de los álamos tendidas en el prado. Tom había dado de comer a los caballos, les concedió una hora para que terminasen la comida, y ahora estaba llevando a su favorito, Knock, al otro lado de la valla, para ensillarlo. Sally llegó con Sierra, su rucio castrado. Trabajaron juntos en silencio, cepillaron a los animales, limpiaron las herraduras, los ensillaron y les pusieron las bridas.
Salieron de paseo cuando las sombras verdes de los álamos en el arroyo ya habían perdido casi todo rastro de frescura. Tenían a su derecha los flancos de Pedernal Peak, yertas laderas que llevaban a la cumbre desmochada que se había hecho famosa por los cuadros de Georgia O'Keeffe. Cabalgaban en silencio, como siempre que montaban a caballo; les bastaba el placer de estar juntos. Cuando llegaron al vado, los caballos cruzaron el riachuelo chapoteando en el agua, gélida aún a causa del deshielo de la nieve en las montañas.
—¿Qué, vaquero, adonde vamos? —preguntó Sally.
—A Barrancones Spring.
—Perfecto.
—Shane lo tiene todo controlado —dijo Tom—. Esta tarde no tengo que volver.
Sintió una punzada de culpabilidad. Hacía una semana que delegaba demasiado en Shane.
Llegaron a los riscos y empezaron a subir por la vereda que llevaba a la cima. Un halcón daba vueltas silbando encima de ellos. El aire olía a álamos y polvo.
—¡Cómo me gusta este paisaje! —dijo Sally.
El camino subía haciendo eses por la falda de la mesa hasta internarse en la frescura de los pinos ponderosa. Llegaron a la cima en inedia hora. Tom hizo girar a su caballo para contemplar la panorámica. Nunca se cansaba de esa vista. Tenía a su izquierda la falda escarpada del Pedernal, y a su derecha los precipicios naranjas de Pueblo Mesa. Abajo, por toda la extensión de Cañones Creek, que desembocaba en el gran valle de Piedra Lumbre, de una extensión de cincuenta mil hectáreas, se sucedían los campos irregulares de alfalfa. Al fondo se dibujaba el majestuoso perfil de la Mesa de los Viejos, con las muescas de los cañones. Era el principio del altiplano; ahí, en algún lugar, había un fósil espectacular de un tiranosaurio y un monje loco que andaba en su busca. Tom miró a Sally. El viento jugaba con su pelo del color de la miel. La luz le daba en la cara, y tenía los labios semiabiertos por el placer y la admiración.
—La vista no está mal —dijo, riéndose.
Siguieron. El viento susurraba entre la grama de los bordes del camino. Tom dejó que Sally se le adelantara, para contemplarla. Solo el crujido rítmico de las sillas turbaba un poco el silencio.
Al llegar al principio de los pastos de altura de Mesa Escoba, Sally azuzó a Sierra con los talones para ponerlo al trote. Tom la imitó. Salieron del camino y siguieron por la hierba, barrida por el viento y salpicada de altramuces.
—Un poco más deprisa —dijo Sally, dio otro golpe con los talones y el caballo apretó el paso.
Tom no se quedó rezagado. Al final de los pastos reconoció el bosquecillo de álamos que señalaba la presencia de Barrancones Spring, al pie de un precipicio rojo.
—¡Vamos! —exclamó Sally—. ¡El último que llegue al arroyo es un inútil! ¡Arre!