Puso una rodilla en la arena, apuntó y disparó una ráfaga en modo automático. Ellos se tiraron al suelo. Maddox aprovechó para ganar terreno. Volvieron a levantarse, pero su ventaja se había reducido a menos de cien metros.
Ella se cayó y él la ayudó a ponerse de pie. Cuarenta metros. Por mucho que le temblaran las manos, aquello estaba chupado. Broadbent intentaba darle ánimos, pero ella tropezó y ya no se esforzaron más. Se volvieron para plantarle cara.
Maddox apuntó, pero se lo pensó mejor y prefirió acercarse un poco más. Veinticinco metros. Quitó el automático, se puso de rodillas, apuntó y disparó.
¡Clic!
Nada. De tanto disparar en automático se le había vaciado el cargador. Broadbent y Sally aprovecharon su desconcierto para echársele encima como un par de fieras. Maddox buscó a tientas su pistola y disparó, pero Sally le había saltado encima como un gato salvaje y agarraba la pistola con las dos manos. Cayeron al suelo disputándose el arma. Al final se la quedó Maddox, que se montó sobre Sally y le colocó el cañón en la cabeza mientras intentaba quitarle el dedo del gatillo.
Sintió la presión de un cañón en la nuca. Era la pistola de Broadbent, la del veintidós.
—Voy a contar hasta tres —dijo Broadbent.
—¡Que le reviento la cabeza! ¡Te aviso!
—Uno.
—¡Que te juro que se la reviento! ¡Hablo en serio! —Dos.
Maddox, consciente de que no podría disparar dos veces, se giró como un resorte para pegarle un tiro a Broadbent. Lo hizo sin apuntar, pero prácticamente a la cara. Broadbent cayó. Maddox quiso volver a disparar, pero la zorra le pegó tal patada en la entrepierna que le hizo contraer la mano, apretando el gatillo. Maddox tuvo la sensación de que le habían dado un estirón en la pierna. Después se le quedó como dormida, y vio un chorro de sangre en la arena.
—¡Mi pierna! —chilló Maddox, soltando el arma y estirándose los pantalones como loco para encontrar la herida—. ¡Mi pierna! —Seguía saliendo sangre. ¡Su sangre! ¡A chorros!—. ¡Me desangro!
Ella se apartó, le apuntaba con su propia Glock. Nada más ver su forma de cogerla, Maddox se dio cuenta de que sabía usarla. —¡No! ¡Espera, por favor! Sally no disparó.
No hacía falta. La sangre, que salía como un geiser de un agujero en la arteria femoral, estaba inundando la pernera de Maddox.
Se metió la pistola debajo del cinturón y corrió a arrodillarse junto a Broadbent, abatido de un disparo. Maddox se la quedó mirando, abrumado de alivio. Agradecía tanto que no lo hubiera matado que se le saltaron lágrimas de gratitud, pero enseguida comenzó a marearse, y las paredes del cañón empezaron a girar. Intentó levantarse, pero estaba tan débil que ni siquiera podía erguir la cabeza. Se cayó otra vez en la arena, retenido por una debilidad irresistible, como si tuviera a alguien encima.
—Mi pierna… —graznó.
Quería vérsela, pero no tenía fuerzas. Lo único que veía era el azul del cielo. Sentía su cabeza muy lejos, como si se hubiera convertido en humo y estuviera subiendo, expandiéndose, disipándose hasta no ser nada.
Hasta que Maddox no fue nada.
Wyman Ford se paró al lado de una columna de piedra para escuchar. Había oído los disparos con bastante claridad: tres ráfagas de un arma automática, muy posiblemente un M16, seguidos por dos detonaciones más graves que debían de corresponder a una pistola de gran calibre. Le había dado la impresión de que llegaban del fondo del Cementerio del Diablo, aproximadamente a un kilómetro y medio en dirección noroeste, al otro lado de un paisaje cuya visión daba miedo.
Esperó por si se oían más disparos, pero el silencio volvía a ser total.
Se adentró un poco más en la sombra. La situación era completamente anómala, y si algo había aprendido de su entrenamiento en la CÍA era que sobrevivía aquel que más información tenía. Ni armas, ni técnicas de comando ni tecnología punta; los combates se ganaban ante todo con información. Y eso era precisamente lo que le faltaba.
Wyman levantó la cantimplora y la sacudió para oír el agua. Luego desenroscó el tapón y bebió un poco. Le quedaba aproximadamente medio litro, y el primer punto fiable de agua estaba a treinta kilómetros. Lo único sensato era ir allí directamente. Sin embargo, los disparos habían sonado muy cerca, solo tardaría veinte minutos en llegar caminando a su origen, en la cabecera del valle.
Decidido a averiguar qué pasaba, dio media vuelta y empezó a cruzar el Cementerio del Diablo hacia la boca de un cañón del flanco nordeste, recorriendo una zona de dunas bajas. Después de trepar por varias rocas planas, atravesó unos montículos de ceniza, bajó a un cauce seco y siguió caminando.
El otro lado del Cementerio del Diablo era aún más raro de lo que había imaginado. Las dos paredes del cañón formaban un escalonamiento de capas de pizarra y de toba volcánica del que partían varios cañones sin salida que en muchos casos contenían agrupaciones de cúpulas de roca lisa y formaciones erosionadas. Era un paisaje complicado y desorientador. En algún lugar de aquel territorio se hallaba el fósil del dinosaurio.
Sacudió la cabeza. ¡Qué tontería seguir pensando en encontrar el dinosaurio! Bastante suerte tendría si salía vivo.
Al abrir los ojos, Tom vio a Sally muy cerca, inclinada sobre él, rozándole la cara con su rubia y fragante melena. Le estaba tocando la cabeza con una tira de tela. —¡Sally! ¿Estás bien?
—Sí, perfecto, pero a ti te ha rozado una bala. —Intentó sonreír, pero le temblaba la voz—. Te ha dejado un momento inconsciente.
—¿Y él?
—Muerto. Bueno, creo…
Tom se distendió.
—¿Cuánto rato he estado…?
—Nada, unos segundos. Dios mío, Tom pensé… —Sally no acabó la frase—. Medio centímetro a la derecha y… se acabó. Has tenido una suerte increíble.
Al tratar de incorporarse, Tom sintió una punzada en la cabeza.
Sally lo obligó suavemente a tumbarse.
—Aún no he acabado. Solo es una herida superficial. Es posible que tengas una pequeña conmoción, pero no te ha roto el hueso. Claro, como tienes la cabeza tan dura… —Acabó de vendársela con una tira de seda azul—. Creo que Valentino tendría que dedicarse al sector de las vendas. Estás impresionante.
Tom intentó sonreír, pero le salió una mueca.
—¿Demasiado apretado? —No, qué va…
—Ah, oye, gracias. Le has sacado provecho a la pistola descargada.
Tom levantó el brazo y le cogió la mano. —Ayúdame a levantarme, creo que se me está despejando la cabeza.
Sally le hizo sentarse y luego le ayudó a ponerse de pie. Tom tuvo un vahído, pero se le pasó enseguida.
—¿Seguro que estás bien?
—Me preocupas mucho más tú que yo.
—Tengo una idea: tú te encargas de mis preocupaciones y yo de las tuyas.
Tom afianzó las piernas en el suelo, intentando no pensar en la sed que tenía. De repente vio a alguien en la arena. Era el tío mierda que había secuestrado a su mujer, y que después había intentado violarla y matarla. Estaba boca arriba, sin camisa, con los brazos pegados al cuerpo, como si se hubiera quedado dormido. Las dos piernas estaban rectas, pero en la pernera derecha de los vaqueros había un agujero muy grande, con una mancha enorme de sangre. Debajo, la arena estaba absorbiendo todo un charco.
Tom se arrodilló. El secuestrador tenía la cara enjuta y alargada, barba de dos días y el pelo negro y manchado de polvo. Su boca, lejos de estar tensa, casi sonreía. La posición de la cabeza dejaba a la vista una nuez muy fea cubierta de pelitos. Se le escapaba un hilo de baba por una de las comisuras de los labios. Sus ojos eran dos rendijas no del todo cerradas. La musculatura de su torso era propia de un presidiario.
Le palpó el cuello, buscando el pulso, y se llevó un susto al encontrarlo.
—¿Está muerto? —preguntó Sally.
—No.
—¿Qué hacemos?
Tom intentó desgarrar la pernera empapada de sangre, pero era una tela demasiado resistente. Sacó un cuchillo de caza del cinturón del secuestrador, cortó la pernera a lo largo y la abrió. La pierna y la ingle estaban destrozadas. Tom no tenía nada para limpiar la sangre y examinar la herida. La bala había salido por detrás de la rodilla, llevándose casi toda la corva. Aún brotaba un chorrito rítmico de sangre.
—Parece que la bala le ha dado en la femoral.
Sally apartó la vista.
—Ayúdame a ponerlo al lado de esta roca, en la sombra.
Lo sentaron. Tom cortó un faldón de la camisa para hacer un torniquete no muy apretado, lo justo para que la herida no siguiera sangrando. Después hurgó en los bolsillos del herido, sacó su cartera, la abrió y encontró un carnet de conducir de Ohio; en la foto salía con mirada de chulo, sonriendo con un lado de la boca. Un psicópata de tomo y lomo.
—«Jimson A. Maddox» —leyó en voz alta.
Al registrar la cartera encontró un buen fajo de billetes, tarjetas de crédito y recibos. Le llamó la atención una tarjeta de visita sucia:
Iain Corvus, D. Phil. Oxon. F.R.P.S.
Conservador adjunto Departamento de Paleontología de los Vertebrados
Museo Americano de Historia Natural
Central Park West con la calle Setenta y nueve Nueva York, NY 10024
Le dio la vuelta. Al dorso habían anotado con fuerza la dirección de un club, números de móvil y direcciones de email. Se la dio a Sally.
—Es la persona para la que trabajaba —dijo ella—, la que lo sacó de la cárcel.
—Me cuesta creer que un científico de un museo tan importante pueda estar metido en un secuestro, un robo y un asesinato.
—Según lo que esté en juego, hay gente dispuesta a cualquier cosa.
Sally devolvió la tarjeta a Tom, que se la guardó en el bolsillo junto con el carnet de conducir. Después miró el resto de los compartimientos de la cartera y registró rápidamente los demás bolsillos. Encontró el cuaderno y lo sacó.
—Vaya, vaya, qué sorpresa… —dijo Sally.
Tom se lo guardó en el bolsillo. Al abrir la riñonera del secuestrador, encontró munición para la pistola. Miró a su alrededor y vio el arma en el suelo, donde Sally la había tirado. Se la metió en el cinturón y se ató la riñonera.
—¿Crees que vamos a necesitar la pistola? ¿En serio? —preguntó Sally.
—El tipo podría tener un socio.
—No creo.
—Nunca se sabe.
El secuestrador no llevaba ningún otro objeto interesante encima. Tom volvió a buscarle el pulso. Era muy débil, pero se lo encontró. Habría preferido que estuviera muerto para que todo fuera más fácil. En el fondo le sorprendía que pudiera sentir piedad de él, aunque fuera muy poca.
El rifle del hombre estaba a pocos metros, en la arena. Tom lo recogió, sacó el cargador y lo tiró. En la riñonera había otro. Antes de tirarlo, lo vació y desperdigó las balas por la arena.
—Vamonos —dijo.
—¿Y él?
—Lo único que podemos hacer es marcharnos y buscar ayuda, aunque si te soy sincero está en las últimas. —Le pasó un brazo por la espalda—. ¿Lista?
Se alejaron cojeando por el cauce seco, prestándose apoyo mutuamente. Después de diez minutos caminando en silencio, Tom se detuvo, sorprendido.
Un hombre vestido con hábito se acercaba deprisa con la mano en alto. Era el monje, Wyman Ford.
—¡Tom! —exclamó, echando a correr—. ¡Tom!
Corría muy deprisa, haciendo señas como un loco. En ese momento Tom oyó un zumbido y vio aparecer por el borde del cañón una avioneta sin ventanillas, con el morro, que giraba lentamente hacia ellos.
Melodie miró fijamente la pantalla donde estaba consultando los datos del último test de microsonda. Parpadeó dos veces y giró los ojos en los dos sentidos para enfocar la vista. Sentía una extraña mezcla de agotamiento y emoción. Su cabeza zumbaba como si acabara de tomarse un martini. Miró el reloj grande del laboratorio. Las cuatro de la tarde. Vio que el minutero avanzaba un segundo con un pequeño «clac». Llevaba más de cincuenta horas sin dormir.
Pulsó una tecla y archivó los datos. Ya había sometido el espécimen a todas las pruebas habituales. Ya tenía la respuesta a casi todas las preguntas principales. El único cabo suelto era la partícula Venus, pero estaba decidida a dejarlo bien atado antes de enviar el artículo para que se lo publicaran en la red. En caso contrario corría el riesgo de que lo atara otro científico, y faltando tan poco cogió la última lámina preparada y la puso en un portaobjetos para examinarla con el microscopio de polarización. A quinientos aumentos casi no se veían. Eran unos puntitos agrupados en determinadas zonas del interior de las células. Retiró la lámina, la metió en un micromortero y la desmenuzó cuidadosamente, añadiendo agua hasta obtener una pasta que vertió en un vaso de precipitados de plástico.
Abrió el armario con llave y sacó un frasco de ácido fluorhídrico al doce por ciento. Después de tanto estrés, y de dormir tan poco, era una imprudencia manipular una sustancia peligrosa, capaz ni más ni menos que de disolver cristal, pero era el único ácido que tenía la potencia requerida: la de disolver del todo el mineral de sustitución del fósil sin agredir el revestimiento de carbono de las partículas Venus. Melodie quería desprender las partículas para poder examinarlas en tres dimensiones, por decirlo de algún modo.
Colocó el frasco encima de la campana de gases y lo dejó donde ponía
Solo para fh.
A continuación, se puso unas gafas anti-salpicadura, unos guantes de nitrilo, un delantal de goma y unos protectores en las mangas, y bajó la campana de gases hasta quince centímetros para protegerse la cara. Después de encenderlo, puso manos a la obra. Desenroscó el tapón del frasco y vertió un poco de ácido en la probeta de plástico que contenía el fósil triturado; era consciente de que una gotita que le cayera en la piel podía ser fatal. Cronometró segundo a segundo la reacción, que desprendió espuma y gases. En cuanto vio que había terminado, diluyó el producto cincuenta a uno para detener la reacción acida, vertió el líquido sobrante e hizo otras dos disoluciones para eliminar todo el ácido.
Acercó el resultado a la luz. En el fondo de la probeta quedaba una pequeña capa de sedimento mineral donde estaba segura de que como mínimo había algunas partículas.
Usó una micro-pipeta para aspirar la mayor parte de los sedimentos. Después los secó y separó los más ligeros de los más pesados con un embudo de separación y una solución de metatungstato de sodio. Tras el siguiente aclarado cogió una pequeña cantidad de partículas con otra micro-pipeta y la dejó correr por un portaobjetos de rejilla hasta que las partículas se metieron en los agujeros. Un recuento rápido con cien aumentos arrojó unas treinta partículas Venus, casi todas intactas y limpias de residuos.