Tiranosaurio (35 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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En ese momento lo oyó. Era un sonido que casi se perdía en el vasto silencio del desierto circundante. Ford miró hacia arriba sin moverse, pero solo lograba ver una parte del cielo recortado por las rocas. El ruido se había intensificado. Llegó a la conclusión de que era el zumbido de un avión pequeño, pero no consiguió localizarlo en el cielo azul. Encogiéndose de hombros, trepó por la acumulación de rocas caídas para examinar mejor las huellas. La roca había sufrido una fisura siguiendo el plano de estratificación, que dejaba a la vista una superficie de lodolita que, en comparación con el rojo ladrillo de las capas de encima y de debajo, era casi de color negro. Siguiéndola con la mirada, encontró su continuidad en una franja oscura de unos diez centímetros de ancho que recorría las formaciones en ambos sentidos. Si eran las huellas del tiranosaurio —desde luego lo parecían—, la franja oscura era como un indicador que señalaba la capa en cuyas inmediaciones se hallaba muy probablemente el fósil.

Ford bajó otra vez al lecho del cañón. Unas curvas más lejos no tuvo más remedio que volver porque no había salida. Justo al dar media vuelta oyó nuevamente el ruido de la avioneta, pero más fuerte que antes. Miró hacia arriba, entornando los ojos para protegerse del tórrido resol, y vio un fugaz reflejo en un pequeño avión que estaba pasando por encima. Hizo pantalla con la mano, pero la luz era demasiado fuerte. Entonces sacó los prismáticos y buscó por el cielo hasta encontrarlo.

Se lo quedó mirando, sorprendido. Era una avioneta blanca sin ventanillas, de unos siete u ocho metros de longitud, con el morro redondeado y el motor en la parte trasera. Reconoció inmediatamente un vehículo aéreo no tripulado Predator MQ1A.

Lo siguió con los prismáticos preguntándose qué diantre hacía la CÍA o el Pentágono sobrevolando tierras casi íntegramente de propiedad pública con un modelo secretísimo. Sabía que aquel Predator era la versión operativa de algo que cuando él trabajaba en la CÍA todavía estaba en fase de proyecto. Se trataba de un avión no tripulado que usaba un sistema ICCG, Independent Computer Controlled Guidance, gracias al cual podía volar sin ayuda en caso de perder temporalmente el contacto con su piloto humano remoto. De ese modo se reducía mucho el personal necesario para manejarlo. De un camión de diez metros con veinte personas a bordo, se pasaba a un equipo de tres personas con una estación terrestre portátil. Ford observó que el Predator llevaba un par de misiles Hellfire C guiados por láser.

Lo vio alejarse hacia el oeste. Unos cinco kilómetros más allá, el avión dibujó una curva muy ancha y regresó en sentido contrario. Estaba perdiendo altura y ganando velocidad en cuestión de segundos. ¿Qué demonios hacía? Ford, fascinado, siguió observándolo con los prismáticos. Parecía un simulacro de ataque.

Se oyó una especie de silbido lejano. Al mismo tiempo, el Predator pareció saltar. Acababa de lanzar uno de sus misiles. Increíble. ¿Quién, o qué, podía ser el blanco? Décimas de segundo después, Ford se quedó de una pieza al comprender la respuesta:

Él.

7

Superada la última cresta, Maddox se detuvo para observar el cañón que tema a sus pies. En ese punto confluían dos cañones que formaban uno más grande, creando un anfiteatro de piedra con un fondo liso de arena amarilla. Para llegar a esa bifurcación había corrido tanto, con tanta desesperación, que ahora jadeaba y empezaba a sentirse un poco mareado, no sabía si por el calor o por la sed. Se secó el sudor de la frente y del cuello, rozando con mucho cuidado las zonas donde la zorra le había golpeado y arañado. La herida superficial de bala del muslo le palpitaba de dolor; Maddox temió que se le hubiera infectado… Pero lo más preocupante era el agua. La temperatura no podía ser inferior a treinta y ocho grados, y ahora tenía el sol prácticamente encima. El calor hacía que todo temblara. La sed resultaba cada vez más angustiosa.

Siguió con la mirada la profunda hendidura del cañón central. Por allí llegarían los Broadbent.

Tragó saliva. Tenía la boca pastosa. Había hecho mal en no poner una cantimplora en el coche antes de salir en su persecución, pero ya era demasiado tarde; además, Broadbent y la zorra tenían que estar pasando tanta o más sed que él.

Buscó con la mirada el mejor sitio para disparar y matarlos. Había tantas rocas desprendidas de los bordes del cañón que opciones no faltaban. Al mirar los taludes vio un punto donde se habían atascado dos rocas gigantes. Estaba justo enfrente del cañón por el que saldrían sus presas. Era un sitio ideal para una emboscada, mejor aún que el lugar desde el que había disparado a Weathers. Ahora bien, tenía que apuntar con precisión, porque esta vez las víctimas eran dos, no una, y Broadbent iba armado. Además, él no se encontraba muy bien. Decidió no marear más la perdiz. Ni una palabra más. Mataría a los cabrones sin abrir la boca y saldría pitando de aquel sitio infernal.

Bajó con cuidado de la cresta, con algunos resbalones de los que salió airoso gracias a los arbustos y a las plantas de artemisa. Una serpiente de cascabel, escondida a la sombra de una roca, saltó haciendo como una ese y cascabeleó. Maddox dio un gran rodeo para evitarla. Era la quinta que veía durante la mañana. Al llegar al cauce seco, lo cruzó y empezó a subir con los pies y las manos por el talud, procurando no dejar huellas. Una vez en el montón de rocas, miró alrededor para cerciorarse de que no hubiera más serpientes. El sol le daba de lleno y hacía un calor de muerte. En contrapartida, la vista del otro lado era ideal. Se descolgó del hombro el AR15 calibre.223 y se sentó al estilo indio, con el arma sobre las rodillas. Después de una rápida verificación, en la que no observó ningún defecto, adoptó la posición de tiro. Había dos rocas que formaban una uve, perfecta para disparar. Apoyó el cañón del fusil en la base, se puso en cuclillas y pegó el ojo a la mira de cuatro aumentos, moviendo el arma en ambos sentidos. Desde el punto de vista de un tirador no se podía pedir más. Tenía en línea recta el cañón por el que saldrían: dos paredes verticales de arenisca y, en medio, una simple franja de arena lisa. No había arbustos, ni parapetos de ninguna clase; no se podía correr a ningún sitio, a menos que fuera nuevamente al cañón. El localizador digital de la mira indicaba que cuando aparecieran por el último recodo los blancos estarían a trescientos ochenta metros. Maddox dejaría que se acercaran como mínimo doscientos metros antes de disparar. Sería un disparo limpio, sin asomo de brisa.

Pese a su malestar, Maddox sonrió al previsualizar la. caza: el momento en que las balas harían tropezar a los dos hijos de puta, los chorros de sangre que brotarían en sus espaldas y salpicarían la arena… El aire olía a polvo y piedra recalentada. Sufrió un mareo momentáneo. ¡Caray! Cerró los ojos y repitió su mantra, para ver si conseguía pensar con claridad, pero tenía demasiada sed para concentrarse. Abrió los ojos y volvió a inspeccionar el cañón. Como mínimo tardarían otros diez minutos. Metió la mano en el bolsillo y sacó el cuaderno. Estaba sucio y muy gastado, y no medía más de quince por diez. Le pareció mentira que su aspecto fuera tan insignificante. Lo hojeó. Estaba lleno de números. Alguna clave. En la última página, dos signos grandes de exclamación. ¿Qué querría decir? Misterio. En todo caso, no era asunto suyo. Corvus sabría sacarle partido. Volvió a guardárselo en el bolsillo y cambió de postura, pasándose el pañuelo por el cuello sudado. Incluso agotado, empezaba a sentir la adrenalina en su cuerpo, acompañada de la nítida percepción que siempre precedía al momento de matar. Parecía que los colores fueran más brillantes, el aire más limpio y los sonidos más claros. Mejor. Así los próximos diez minutos serían más llevaderos.

Dio un último repaso al fusil, más que nada para estar ocupado. Le había costado casi dos mil, pero ya estaba amortizado. Al acariciar el cañón, apartó rápidamente la mano. Quemaba. ¡Virgen santa!

Se recordó que, a diferencia de los simples asesinos a sueldo, él no actuaba por dinero, sino por motivos más nobles. Corvus lo había sacado de la cárcel, y tenía el poder de volver a encerrarlo. Eso a Maddox le producía un hondo sentido del deber.

De todos los motivos, sin embargo, el más noble era sobrevivir. Si no mataba a los Broadbent, no lo salvaría nadie, ni siquiera Corvus.

8

A cada paso, Tom sentía el intenso calor de la arena a través de las suelas de sus zapatos de piel italianos. Ya hacía tiempo que se le habían abierto las ampollas, y cada paso estregaba las llagas. Sin embargo, tenía la impresión de que el dolor disminuía en proporción inversa a la sed. Ya habían pasado por varias «tinajas», agujeros en la roca que solían contener agua. Todas secas.

Se paró a la sombra estrecha de una roca colgante.

—¿Un descansito?

—¡Sí, por favor!

Se sentaron intentando aprovechar al máximo la sombra. Tom cogió la mano de Sally. —¿Cómo estás?

Ella sacudió ligeramente la cabeza, esparciendo un poco su melena.

—Yo bien, Tom. ¿Y tú? —Sobreviviendo.

Sally sonrió un poco, acariciando la seda de los pantalones del traje de «señor Kim». —¿Qué, funcionó? —¿Cómo pude dejarte sola? —No te fustigues más, Tom.

—¿Tienes alguna idea de quién es el que te secuestró?

—Sí, me lo contó para fardar. Le paga un conservador de un museo del este. No es que sea muy culto, pero de tonto no tiene un pelo.

Sally apoyó la espalda en la roca y cerró los ojos.

—O sea, que mató a Weathers para quedarse el cuaderno y luego fue a por ti. Y a mí no se me ocurre nada más que hacer un viaje a Tucson. Lo siento…

Sally le puso una mano en el hombro.

—Ya me pedirás perdón cuando salgamos de aquí. —Después de un silencio, preguntó—: ¿Tú crees que lo hemos despistado totalmente?

Tom no contestó.

—Aún te preocupa, ¿verdad?

Asintió con la cabeza, contemplando el cañón.

—No me gusta que haya desaparecido tan de golpe. Es lo mismo que pasó en el pueblo abandonado.

—Pues será lo que has dicho, que se ha equivocado de camino al seguirnos.

—Sabe que si no nos mata está perdido. No está mal como incentivo.

Sally asintió con la cabeza. —Sí, no es de los que renuncian fácilmente. Apoyó la cabeza en la roca y cerró los ojos. —Subiré otra vez a mirar.

Tom trepó por una cuesta de piedras sueltas que lo llevó a una pequeña meseta desde la que se veía el camino por donde habían venido, pero lo único que vio fue un páramo de piedra inhabitado. Aún les faltaban treinta kilómetros para llegar al río, pero solo tenía una vaga noción de dónde estaban en ese momento. Masculló una palabrota, lamentando no llevar un mapa encima; era la primera vez que se adentraba tanto en las mesas, e ignoraba por completo qué había entre ellos y el río.

Volvió a bajar y miró a Sally durante un momento, antes de tocarla. Ella abrió los ojos.

—Habría que ir tirando —dijo Tom.

Cogió las manos de Sally que gimió al levantarse. Justo cuando estaban a punto de echar a andar, una especie de trueno vibró en el desierto, provocando extraños ecos entre los cañones.

Miró el cielo.

—Qué curioso. No hay ni una nube…

9

Ford estaba encogido al lado de la roca, protegiéndose la cabeza con las manos mientras el ruido atronador del impacto del misil reverberaba en los cañones con la potencia de cien truenos. Los ecos se apagaron. No obstante, siguió lloviendo arena y piedrecitas. Esperó a que regresara el silencio para levantar la cabeza.

Estaba dentro de una nube de un color naranja mate. Tosió e intentó respirar, tapándose la boca con el faldón del hábito. Aún no se había recuperado del todo de la onda expansiva. La explosión había sido tan brutal que el ruido por sí solo parecía capaz de matarlo. Sin embargo ahí estaba, vivo, ileso. No acababa de creérselo.

Se levantó para apoyarse en la pared del cañón, sentía el pulso muy acelerado y un zumbido en las orejas. Había sido una buena idea refugiarse en el paso cubierto. Alrededor, el suelo estaba lleno de grandes trozos de piedra, pero el hueco en la pared lo había protegido. El polvo se fue asentando y la niebla naranja se convirtió en un velo. Ford advirtió un olor anómalo, una mezcla irrespirable de roca pulverizada y cordita. El polvo, atrapado entre las paredes del cañón, estaba tardando en disiparse.

El polvo… Ahora era su protección. Lo ocultaría a los ojos penetrantes de las videocámaras incorporadas al Predator, que a buen seguro seguía sobrevolando en círculos la zona, evaluando los destrozos.

Una vez que el polvo se disipó, arrastrado por un movimiento imperceptible del aire, Ford se resguardó otra vez debajo del saliente y permaneció en cuclillas, sin moverse, tan cubierto de polvo que supuso que debía de parecer una roca más. Aún oía el leve zumbido del avión desde algún punto del cielo. En diez minutos se apagó del todo.

Se levantó con dificultad, regurgitando y escupiendo barro mientras se sacudía el polvo del hábito y del pelo y se limpiaba la cara. Solo entonces empezaba a calibrar hasta qué punto lo ocurrido era inexplicable: un Predator le había lanzado un misil, concretamente a él. ¿Por qué?

Tenía que ser una equivocación, alguna prueba mal resuelta. No. Descartó la hipótesis nada más concebirla. Para empezar, sabía que era imposible que pusieran a prueba un avión secreto sobre terrenos públicos, y menos en Nuevo México, que ya contaba con la plataforma de White Sands, la mayor del país para lanzamiento de misiles. Tampoco era posible que el Predator se hubiera escapado de White Sands, no tenía bastante autonomía para llegar tan lejos. La maniobra de giro, descenso y disparo ejecutada por el aparato estaba más allá de las posibilidades de la tecnología ICCG. Detrás había un piloto humano por control remoto, alguien que sabía quién era Ford y qué estaba haciendo.

¿Y si buscaban a otro? ¿Y si se habían equivocado de persona? Supuso que era posible, aunque habría sido una grave infracción de la primera regla de combate: la identificación visual segura del blanco. Además, ¿cómo podían haberlo confundido con otro, si llevaba un hábito de monje y sandalias? ¿Y si la CÍA lo buscaba por algo que sabía o había hecho? No, era inconcebible que asesinaran a uno de los suyos; no solo porque fuese ilegal, sino ante todo porque contravenía profundamente el espíritu de la organización. En todo caso, aunque quisieran matarlo, no mandarían en su persecución un avión secreto que valía cuarenta millones de dólares pudiendo recurrir a algo tan fácil como asesinarlo en la cama de su celda, aprovechando que el monasterio nunca se cerraba con llave, y disfrazarlo del típico infarto.

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