De repente los neumáticos derechos traquetearon en el arcén. Biler dio un golpe de volante hacia la izquierda y estuvo a punto de subirse al otro arcén. Tras corregir el rumbo con un pequeño chirrido de neumáticos, logró que la camioneta volviera a estar centrada en el carril. La línea amarilla discontinua se perdía en la oscuridad, completamente recta. Biler se puso encima para seguirla mejor. No pasaba nada. Si venía un coche en sentido contrario, vería los faros a un millón de kilómetros y le sobraría tiempo para apartarse. Robusteció su concentración con otro trago de Jim Beam. Cuando apartó la botella de la boca, sus labios hicieron un «pop» de lo más reconfortante.
Ya eran más de las diez. Llegaría a Española a las diez y media. ¡Dios, qué cansancio! Y qué hartón de kilómetros desde Dolores solo para ver a su hija y al inútil de su marido, que estaba en el paro… Al menos si pudiera sintonizar la emisora de Albuquerque y oír un poco a Elvis, que le levantaría el ánimo a base de bien… Encendió la radio y giró el botón barriendo todas las frecuencias hasta sintonizar una emisora que parecía de música, aunque se oía fatal. Tal vez cuando estuviera más cerca se oiría mejor.
Vio faros a lo lejos y se puso en su carril. Pasó un coche patrulla, que desapareció en una inmensa oscuridad. Biler se pegó un susto al ver que las luces rojas aumentaban bruscamente de intensidad. El poli había frenado. Siguió un parpadeo fugaz y unas luces blancas y más potentes: los faros del coche patrulla, que había dado media vuelta.
Mierda. Tiró al suelo la botella de Jim Beam y la envió de un taconazo debajo del asiento. La camioneta volvió a salirse del carril. Biler se concentró rápidamente en la carretera, haciendo algunas eses con la camioneta antes de corregir el rumbo. Mierda. Más le valía ir despacio y conducir como una viejecita. Su mirada saltó de la carretera al indicador de velocidad, y de este al retrovisor. Se mantenía a noventa por hora, y estaba casi seguro de que cuando se había cruzado con el poli no llegaba a los cien, o sea, más de cinco por debajo del máximo permitido. Como la mayoría de los conductores que bebían de toda la vida, Biler nunca infringía el límite de velocidad. Transcurridos unos minutos de infarto, empezó a tranquilizarse. El poli no había puesto la sirena. Tampoco aceleraba para situarse a su altura. Se conformaba con ir a la misma velocidad que Biler, pero con unos cuatrocientos metros de separación. Sería un
state trooper
patrullando. Biler centró las manos en el volante y miró la carretera sin moverse de los ciento y pico por hora.
Mejor no se podía conducir…
Sally se quedó un rato en un charquito de agua, atontada por la caída. Al final no había sido muy larga. De hecho, estaba más asustada que magullada, aunque distaba mucho de no correr peligro. La luz de la linterna barría ya el conducto, no le daba tiempo ni de ordenar sus ideas. Tardó poco en posarse sobre ella. Sally se apartó justo a tiempo, mientras las balas hacían una especie de siseo al chocar con el agua. Chapoteó hacia donde la linterna había revelado un túnel que se perdía en la oscuridad. Pronto llegó a una curva. Los disparos no podían llegar al otro lado.
Se apoyó en la pared para llenarse los pulmones. Le dolía todo el cuerpo, pero le parecía que no se había roto nada. Se palpó el bolsillo de la pechera buscando la caja de cerillas. Milagrosamente solo estaba mojada por fuera. Eran cerillas largas de madera, de esas que se encienden en cualquier parte. Cogió una y la rascó dos veces en la pared de piedra. La llama brotó al tercer intento e iluminó un poco el túnel, que era un largo pasillo sostenido por vigas de roble podridas. En el suelo había un poco de agua que de vez en cuando se remansaba en charcos. El estado del túnel parecía calamitoso. Muchas vigas se habían caído a causa de la podredumbre, y las paredes y el techo estaban sembrados de derrumbes que obstaculizaban el paso. Lo que aún no se había caído parecía estar a punto de hacerlo. El techo de roca estaba atravesado por grandes grietas, y las vigas de roble se combaban bajo el peso de las rocas que habían cambiado de sitio.
Se internó por el túnel haciendo pantalla con la mano para proteger la cerilla. Cuando la llama le llegó a los dedos, no tuvo más remedio que soltarla. Siguió avanzando a oscuras mientras tuvo valor, pensando constantemente en lo que había delante. Cuando tuvo demasiado miedo para seguir, se detuvo y permaneció a la escucha. ¿La seguía? No parecía muy probable que se jugara la vida bajando por la misma escalera que ella. Habría sido una locura. Además, ella ya había roto demasiados peldaños al bajar. Tendría que buscar una cuerda, y al menos eso a ella le concedería un respiro, aunque no muy grande, porque se acordaba de haber visto un rollo de cuerda al pie de la cama de la celda.
Hizo el esfuerzo de pensar racionalmente. Se acordaba de haber leído en algún sitio que todas las cuevas respiraban, y que la mejor manera de encontrar la salida era seguir el «aliento» de la cueva, es decir, la corriente de aire. Encendió una cerilla. La llama se inclinó en la dirección por la que había venido. Caminó en sentido contrario, hacia las profundidades de la mina, pisando charcos y yendo lo más deprisa que podía sin apagar la cerilla. Después de un giro a la derecha, el túnel desembocaba en una gran galería con columnas de roca viva, restos de piedra natural que servían para aguantar el techo. La segunda cerilla iluminó dos túneles. El agua se iba por el de la izquierda. Después de una pausa —ya no quedaba mucha llama, justo la imprescindible para ver de dónde soplaba el aire—, Sally se decidió por el túnel derecho, que era el único de los dos que subía.
Soltó la cerilla, que ya se había consumido, y dedicó un momento a hacer un recuento táctil de las que quedaban en la caja. Quince.
Intentó avanzar a tientas, pero caminaba demasiado despacio. Tenía que alejarse lo máximo posible del secuestrador. Ahora era el momento de usar las cerillas, no luego.
Encendió otra y siguió caminando por el túnel. Al siguiente recodo descubrió un desprendimiento que lo bloqueaba. Miró el agujero negro del techo por donde había caído la enorme masa de piedras amontonadas sin orden ni concierto. Varias rocas del tamaño de un coche colgaban del techo en ángulos inverosímiles, apuntaladas por vigas caídas pero con aspecto de venirse abajo con una simple caricia.
Volvió sobre sus pasos para meterse en el túnel de la izquierda, el que bajaba con el agua. Empezaba a sentir pánico. El secuestrador aparecería en cualquier momento. Siguió el agua por los charcos con la esperanza de que la llevase a una salida. Después de un tramo cuesta abajo, el túnel se nivelaba y la profundidad del agua aumentó. Sally comprendió que estaba estancada; en poco tiempo le llegó a la cintura. Vio la causa en la siguiente curva: un derrumbe que había taponado totalmente el túnel y que actuaba como un dique. El agua conseguía escaparse por los intersticios de las rocas, pero ninguno era lo bastante grande para pasar.
Dijo una palabrota. ¿Y si se había pasado de largo algún túnel? No, en el fondo sabía que no. No tardó ni cinco minutos en explorar todas las partes todavía accesibles de la mina. Estaba encerrada.
Mientras sus dedos temblorosos encendían otra cerilla, buscó desesperadamente una salida, túnel o abertura que pudiera habérsele pasado por alto. Al quemarse los dedos murmuró otra palabra malsonante y encendió otra cerilla. Tenía que haber alguna manera de salir.
Regresó por donde había venido encendiendo una cerilla tras otra. Llegó al primer derrumbe. Era una masa compacta donde a simple vista no parecía haber agujeros. No obstante, encendió algunas cerillas más para mirar atentamente la montaña de rocas en busca de alguna rendija por donde pudiera pasar. Nada, ninguna.
Contó las cerillas. Quedaban siete. Encendió otra, miró hacia arriba… y vio un agujero en el techo. La idea de subir era una auténtica locura. La luz de la cerilla no llegaba muy lejos, pero parecía que arriba hubiera sitio para entrar a rastras y, como mínimo, esconderse. Eso si estaba dispuesta a correr el riesgo que entrañaba la precariedad con que se amontonaban las rocas sueltas…
Era un riesgo brutal. Se quedó temblando, indecisa. Momentos antes de que la cerilla se apagara, el agujero escupió una piedrecita que, como una bola de flipper, rebotó por el enredo de vigas y de rocas y aterrizó a sus pies.
Así estaban las cosas. Tenía dos opciones: volver y enfrentarse con el secuestrador o arriesgarse a trepar por el agujero creado por el derrumbe.
Se le apagó la cerilla. Le quedaban seis. Sacó dos de la caja y las encendió a la vez con la esperanza de que dieran suficiente luz para ver el agujero. Cuando aparecieron las dos llamas extremó la atención, pero seguía sin ver nada más allá de las rocas y las vigas.
Las cerillas se apagaron.
Ya no le quedaba tiempo. Encendió otra cerilla, se la puso entre los dientes y, aferrándose a una roca del montón, empezó a escalar. En ese mismo instante oyó un ruido, una voz lejana cuyos ecos roncos fueron recogidos por los túneles de piedra:
—¡Vete preparando, zorra, que voy!
Corvus estaba encogido dentro de la caja torácica del triceratops, oyendo el zumbido de su propia sangre. Tenía a su perseguidor a menos de tres metros. Tragó saliva para aliviar la sequedad de la boca. De pronto oyó el roce de una mano en una superficie ósea, el movimiento de un zapato en el suelo de cemento y un crujido suavísimo de polvo de fósiles bajo las suelas del desconocido, que seguía acercándose. «¿Cómo cono se movía tan bien a oscuras?»
—Le veo —dijo la voz serenamente, como si le leyera el pensamiento—, pero usted a mí no.
Corvus tenía el corazón latiéndole como si fuese un bombo. La voz había sonado justo a su lado. Tenía la boca tan seca que aunque hubiera querido hablar no le habría sido posible.
—En esa pose queda usted muy ridículo.
Otro paso. Corvus podía oler el caro aftershave de su perseguidor.
—Solamente quiero los datos de la localización. Me conformo con cualquier cosa: coordenadas de GPS, un nombre de formación o de cañón… Quiero averiguar en qué lugar está el dinosaurio.
Corvus tragó saliva y cambió de postura. No tenía sentido alguno seguir escondiéndose, el hombre conocía su posición exacta. Probablemente llevara algún aparato de visión nocturna.
—Yo esos datos no los tengo —graznó Corvus—. No tengo ni idea de dónde está el maldito dinosaurio. Se incorporó aferrando el maletín.
—Pues lo siento, pero, si se pone así, no tendré otra opción que matarlo.
Era una voz tan suave y sosegada que a Corvus no le quedó ninguna duda de que hablaba en serio. Sus manos, cubiertas de sudor frío, apretaron al maletín.
—De verdad que no los tengo —se oyó decir a sí mismo con tono de súplica.
—Entonces, ¿de dónde saca el espécimen?
—De otra persona.
—Ah… ¿Nombre y domicilio de la otra persona?
Silencio. Corvus sintió que el miedo se mezclaba con otra cosa: rabia, una rabia incontenible. Toda su carrera, toda su vida, dependían de que consiguiera el dinosaurio, y no pensaba dejar que un desgraciado le quitara el descubrimiento a punta de cañón. Antes morir. Aquel cabrón llevaba gafas de visión nocturna o algo por el estilo, pero si Corvus conseguía llegar a alguno de los interruptores neutralizaría su ventaja. Podía pegarle con el maletín, que era muy rígido…
—¿Nombre y residencia de la otra persona, por favor? —repitió la voz, sin alterarse.
—Ahora salgo.
—Buena idea.
Se arrastró hacia el fondo del esqueleto para salir por detrás. Se deslizó por debajo del plástico y se levantó. La oscuridad seguía siendo total. Solo tenía una noción muy vaga de dónde estaba su perseguidor.
—¿Nombre de la otra persona?
Corrió en la oscuridad, con el maletín agarrado por el asa, y dibujó un arco que acababa donde calculaba que se hallaba el dueño de la voz. Le alcanzó en algún sitio. El hombre gruñó y perdió el equilibrio. Corvus dio media vuelta y corrió, tanteando el bosque de esqueletos, hacia donde recordaba que estaban los interruptores del fondo. Justo en el momento en el que tropezaba con un esqueleto y se caía al suelo, oyó un fuerte siseo neumático, seguido por el impacto de un objeto de acero contra un hueso fósil.
El muy cabrón le estaba disparando.
Al echarse hacia un lado chocó con un esqueleto, que crujió en son de protesta y dejó caer algunos huesos. Otro silbido, y otro rebote metálico en los huesos de la derecha. Se arrojó hacia delante con las manos extendidas, llevado por la desesperación, abriéndose camino entre el bosque de huesos. De repente ya no había ninguno: había llegado a las estanterías del fondo. Corrió por el pasillo. Resbaló, se cayó y volvió a levantarse. La cuestión era llegar a los interruptores y neutralizar la ventaja de su enemigo. Corría con todas sus fuerzas, sin pensar en lo que pudiera interponerse en su camino, hasta el punto de que casi chocó contra un panel de interruptores con el que la emprendió a zarpazos, accionando diez o doce luces a la vez, mientras los fluorescentes viejos se encendían zumbando y chisporroteando.
Dio media vuelta, cogió un hueso petrificado de un anaquel y lo blandió como si se tratara de un garrote, resuelto a no rendirse sin pelea.
El desconocido estaba tan tranquilo a menos de tres metros, con las piernas abiertas, como si no hubiera dado un solo paso. Llevaba un chándal azul y unas gafas de visión nocturna subidas en la frente. En el suelo, junto a una de sus piernas, había un maletín de cuero muy gastado. Las manos del hombre estaban en posición de tiro, apuntando directamente a Corvus con el reluciente cañón de una extraña arma. Corvus se quedó estupefacto al ver que era un hombre de lo más normal, con cara de absoluta impasibilidad funcionarial. De repente oyó el «pamsss» del aire comprimido, vio brillar algo plateado en el cañón, sintió un aguijonazo justo en el plexo solar y al bajar la vista con sorpresa vio una jeringuilla de acero inoxidable clavada en el abdomen. Abrió la boca y acercó la mano con intención de sacarse la jeringa, pero se le vino encima un maremoto de oscuridad que no podía compararse con ninguna otra y qué lo anegó en su fragorosa resaca.
Ford, con la espalda en una roca, absorbía el calor de la pobre fogata que había encendido con algunas vainas secas de cactus. Las paredes de Tyrannosaur Canyon se cernían muy negras sobre él, bajo un cielo profundo y aterciopelado, espolvoreado de estrellas.