Tiranosaurio (30 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Salió de la caseta para reflexionar. La luna acababa de salir por encima de los abetos de la cresta. Hizo un esfuerzo de concentración y de respiración. Había explorado aquella mina hacía años, y se acordaba de que no era la única. Quizá estuvieran conectadas. Las minas de oro solían tener varios accesos.

Subió al punto más alto de la cresta para ver el otro lado. ¡Bingo! A menos de doscientos metros había otra caseta más o menos al mismo nivel que la otra, con un largo reguero de escoria.

Seguro que estaban conectadas.

Corrió cuesta abajo, resbalando y saltando por encima de las rocas. Tardó poquísimo en llegar a la caseta. Tras sacar la pistola, echó la puerta abajo con el pie e iluminó el interior con la linterna. Había otra entrada de mina, pero sin reja. La cruzó sin miedo. Cuando estuvo al otro lado, su linterna iluminó un túnel largo y sin desniveles. Era tal la angustia de no llegar a tiempo, que casi se asfixiaba.

Corrió por el túnel y se paró a escuchar en la primera bifurcación. Pasaron dos minutos. Tenía la sensación de estar enloqueciendo.

De repente oyó algo: el eco casi imperceptible de un grito. Las dos minas estaban conectadas.

Corrió por el túnel de donde procedía el ruido. La luz de la linterna iluminó una serie de conductos de ventilación en la pared izquierda. Al pasar una esquina descubrió otros dos túneles: uno subía y el otro bajaba. Se paró a escuchar. Durante la espera, su impaciencia alcanzó nuevas cotas. De repente oyó otro grito distorsionado.

Otra vez la voz de hombre. Enfadada.

Entró en el túnel de la izquierda, que en algunos puntos le obligó a bajar la cabeza para no chocar con el techo. Oyó más ruidos en el fondo. Seguían siendo simples ecos, pero más nítidos que antes.

Tras varios cambios bruscos de dirección, el túnel desembocaba en una sala central con cuatro túneles divergentes. Tom se paró jadeando, enfocó la linterna y descubrió algunas traviesas antiguas de ferrocarril, una vagoneta de oro estropeada, un montón de cadenas oxidadas y cuerdas de cáñamo roídas por las ratas. Antes de seguir tendría que esperar a oír algo.

Silencio. Decididamente acabaría loco. «¡Haced algún ruido, joder! ¡El que sea!»

Por fin: un grito muy lejano.

Corrió como una flecha por el túnel de donde había salido el eco. Se acababa enseguida en un conducto vertical rodeado por una barandilla. Era tan profundo que la luz de la linterna no llegaba hasta el fondo. No se podía bajar. No había escalerilla ni cuerdas.

Tras examinar los bordes irregulares del conducto, decidió jugársela: se quitó los zapatos italianos y los tiró al pozo con los calcetines. Contó cuánto tardaban en chocar con el fondo. Un segundo y medio. Casi diez metros.

Volvió a meterse la pistola en el cinturón. Luego se aferró a la barandilla, aguantando la linterna con los dientes, y empezó a bajar plantando los pies en la roca desnuda. Se deslizaba despacio, con el corazón a punto de explotar.

Cambió de pie y de asidero. De pronto sufrió un resbalón, y tuvo un miedo espantoso de caerse. Las rocas afiladas le hicieron cortes en los dedos del pie. Tras deslizarse hacia abajo un poco más con una lentitud exasperante, encontró el suelo. Aliviado, movió la linterna, recogió los zapatos y los calcetines y se los volvió a poner. Estaba en otro túnel que se adentraba en la montaña. Escuchó. Silencio absoluto.

Después de cien metros a paso ligero, se paró otra vez a escuchar. La luz de la linterna era cada vez más débil. Las pilas eran malas y empezaban a gastarse. Caminó un poco más y agudizó el oído, hasta que oyó una especie de grito amortiguado que venía de atrás. Apagó la linterna y aguantó la respiración. Era una voz. Aún estaba lejos, pero se oía mucho mejor que antes, tanto que hasta entendió qué decía.

—Sé que estás arriba. Baja o disparo.

Siguió escuchando con el pulso acelerado.

—¿Me oyes?

El alivio estuvo a punto de hacerle tropezar. Sally estaba viva y libre, a juzgar por todos los indicios. Extremó la máxima atención para saber de dónde llegaba la voz.

—Despídete, zorra.

Le enfureció de tal manera oírlo, que se quedó un momento sin respiración. Avanzó y retrocedió otros veinte metros para localizar el origen del sonido. Tenía la impresión de que la voz llegaba de abajo, como si se filtrara por las rocas, pero era imposible. Vio que el suelo de piedra del túnel se había resquebrajado aproximadamente tres metros a la derecha, hundiéndose un poco y cubriéndose de grietas. Se arrodilló para tocar una grieta. Salía aire frío. Aplicó la oreja al suelo.

De repente oyó el disparo de una pistola de gran calibre, seguido por un grito tan próximo a su oído que dio un respingo.

22

Willer y Hernández conducían muy deprisa por la nacional 84 en dirección al norte. Las luces de Española cada vez estaban más lejos, mientras el negro vacío del desierto crecía y crecía frente a ellos. Casi era medianoche. A Willer le desesperaba pensar que un estúpido como Biler hubiera conseguido hacerles perder tantas y tan valiosas horas.

Sacó un cigarrillo a medio consumir del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los labios. En principio no se podía fumar dentro del coche patrulla, pero él pasaba bastante de esas cosas.

—A estas horas, Broadbent ya podría estar al otro lado de Cumbres Pass —dijo Hernández.

Willer se llenó los pulmones de humo.

—Imposible. Llevan un registro de todos los vehículos que han cruzado el puerto, y el de Biler no consta. Tampoco ha pasado por el control de carretera al sur de Española.

—Podría haber dejado el coche en algún parking perdido de Española y haberse escondido en un motel.

—Podría, pero no es el caso.

Willer pisó un poco el acelerador. El indicador de velocidad saltó de ciento setenta y cinco a ciento noventa. La noche pasaba como un soplo a ambos lados del coche, que se bamboleaba sobre el asfalto.

—Entonces, ¿qué ha hecho, según tú?

—Para mí que se ha ido al supuesto monasterio de Cristo en el Desierto, a ver al monje. Es adonde vamos. —¿Por qué lo piensas?

Willer dio otra calada. Normalmente le gustaba que Hernández fuera tan preguntón, porque así lo ayudaba a tener en cuenta todas las posibilidades, pero esta vez lo único que conseguía era irritarlo.

—No sé por qué, pero me lo parece —replicó—. Aquí todos tienen algo que ver: Broadbent, su mujer y el monje. Y hay otro tío metido hasta el culo, que es el asesino. Han encontrado algo en los cañones y se han enzarzado en una lucha a vida o muerte. Lo único que sé es que es algo importante, tanto como para que Broadbent haya pasado de la policía y haya robado una camioneta. Pero ¡Hernández, por favor! Lo que tienes que preguntarte es qué puede ser tan importante como para que un tío así, que ya lo tiene todo, se arriesgue a pasar diez años en la cárcel de Santa Fe.

—Ah, ya…

—Además, aunque Broadbent no esté en el monasterio, me gustaría hablar un poco con el supuesto monje.

23

Tom estaba estupefacto. La que gritaba era Sally. Pegó la boca a la grieta.

—¡Sally!

Una respiración entrecortada. —¿Tom?

—¡Sally! ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—¡Dios mío, Tom! ¡Eres tú! —Casi no podía hablar—. Me he quedado atascada y me está disparando. Otro sollozo.

—Tranquila, Sally, que ya estoy aquí.

Tom enfocó la linterna hacia abajo y se llevó el susto de ver la cara de Sally en la grieta, a poco más de medio metro.

Otro disparo. Oyó el silbido de una bala que rebotó un poco más abajo, por las rocas.

—Está disparando por la grieta, pero no me ve. Tom, no puedo moverme…

—Te voy a sacar de aquí.

Tom movió la linterna por todas partes. La roca ya estaba partida. Solo había que acabar de romperla y sacar los trozos. Iluminó el túnel en busca de alguna herramienta. En una esquina había un montón de cajas y cuerdas medio podridas.

—Vuelvo ahora mismo.

Otro disparo.

Fue corriendo hacia el montón, descartó una cuerda podrida y buscó en un amasijo de sacos de lona que se caían de viejos. Debajo había un trozo roto de cincel. Lo cogió y volvió corriendo.

—¡Tom!

—Ya estoy aquí. Voy a sacarte.

Otro disparo. Sally chilló.

—¡Me ha dado! ¡Me ha dado!

—¡Dios mío! ¿Dónde?

—En la pierna. ¡Sácame, por favor!

—Cierra los ojos.

Tom metió la cuña de acero en la rendija, cogió una roca suelta y la usó de martillo. La roca, que ya estaba fracturada, empezó a soltarse. Tom se arrodilló y extrajo los trozos con las manos. La roca estaba podrida. Después de desprender el primer trozo todo fue mucho más rápido. No dejó de hablar con Sally en ningún momento, para repetirle todas las veces que hiciera falta que no pasaba nada y que enseguida estaría fuera.

Otro disparo.

—¡Tom!

—¡Zorra! En cuanto tenga cargada la pistola, date por muerta.

Tom sacó un trozo de piedra con los dedos, lo tiró al suelo, sacó otro y otro, como un poseso, cortándose las manos con los cantos afilados.

—¿Dónde te ha dado, Sally?

—En la pierna, pero me parece que no es nada. ¡Sigue!

Otro disparo. Tom aporreó la roca. Le clavó el cincel varias veces, sacando más piedras y ensanchando el boquete. Ya veía la cara de Sally.

La roca se desprendía con facilidad.

¡Crac! Sally dio un respingo.

—¡No pares, por favor!

Se le rompió la punta de la herramienta, maldijo y la giró para usar el otro lado.

—¡Ya es bastante grande! —exclamó Sally.

Tom metió el brazo por el agujero, cogió la mano de su mujer y estiró mientras ella empujaba. La piedra recortada arrancó más botones de su camisa, pero la grieta aún no era lo bastante ancha. Se quedó atascada por las caderas.

—¡Date por muerta!

Tom clavó la cuña en la roca e hizo saltar un trozo de cuarzo quebradizo. Observó, con la mayor indiferencia, que había encontrado una veta de oro que por alguna razón se les había pasado por alto a los mineros. Arrojó la piedra al suelo para sacar otra.

—¡Ahora!

Cogió a Sally por las axilas y la sacó del agujero. Abajo se oyó otro disparo.

Sally se quedó tumbada en el suelo, sucia, mojada y con la ropa hecha jirones.

—¿Dónde te ha dado?

Tom palpó su cuerpo como un loco.

—En la pierna.

Se desgarró la camisa, y al limpiarle la sangre vio una serie de cortes superficiales en la pantorrilla. Cogió unos trozos de piedra que habían saltado.

—Tranquila, Sally, no pasa nada.

—Sí, ya me lo parecía.

—¡Zorraaa!

Fue un grito histérico, desequilibrado.

Dos disparos más. Una bala perdida rebotó en la grieta y se incrustó en el techo.

—Hay que tapar el agujero —dijo Sally.

Pero Tom ya había empezado a tirar piedras dentro. Una vez que estaban en la grieta las hundían a golpes. Rellenaron la brecha en cinco minutos.

De pronto Sally sintió en torno a su cuerpo el fuerte abrazo de Tom.

—¡Tenía miedo de no volver a verte! —dijo, sollozando—. Me parece increíble. Aún no acabo de creer que me hayas encontrado.

Tom volvió a abrazarla. El tampoco se lo creía. Oyó que el corazón de Sally latía muy deprisa.

—Vámonos.

La ayudó a levantarse. Regresaron corriendo hacia la boca de los túneles, mientras Tom sacudía la linterna de vez en cuando para que no se apagara. Cinco minutos después de haber subido por el pozo, estaban fuera de la caseta.

—El saldrá por la otra —dijo Sally.

Tom asintió.

—Vamos por el camino largo.

En vez de ir por el otro lado de la cresta, penetraron en la oscuridad de la arboleda del fondo del barranco y pararon un poco para respirar.

—¿Y la pierna? ¿Caminas bien?

—Es soportable. ¿Lo que llevas en el cinturón es una pistola?

—Sí, una del veintidós que solo tiene una bala.

Tom se volvió para observar la ladera plateada, aguantando a Sally con el brazo.

—Tengo la camioneta en la entrada.

—Se nos habrá adelantado —dijo Sally.

Bajaron por el barranco. Entre las altas copas de los pinos reinaba la penumbra. La alfombra de pinaza que pisaban era blanda, y crujía tan poco que el canto de la brisa nocturna en los árboles silenciaba sus pasos. De vez en cuando Tom se paraba a escuchar, por si les seguía, pero todo estaba en silencio.

Diez minutos después el terreno empezó a nivelarse y dio paso al cauce seco y ancho de un arroyo. Las luces de la cabaña ya habían aparecido un poco más abajo. Todo parecía tranquilo, pero el Range Rover del secuestrador ya no estaba.

Bordearon el pueblo abandonado, aunque no se veía ni un alma.

—¿Tú crees que le habrá entrado el pánico y se habrá ido? —preguntó Sally.

—Lo dudo.

Caminaron deprisa entre los árboles, paralelamente a la pista de tierra para no acercarse demasiado a la cabaña. Faltaban menos de cuatrocientos metros para llegar a la camioneta. Tom oyó algo que lo asustó y le hizo pararse. Lo oyó otra vez. Era el ulular de un búho. Apretó la mano de Sally y continuaron. Al cabo de unos minutos, Tom divisó la silueta de la valla entre los árboles.

Juntó las manos para que Sally subiera.

Sally se aferró a la tela metálica. Tom la levantó, y con la sacudida la valla hizo ruido. Sally llegó enseguida al otro lado. El la siguió. Corrieron pegados a la valla, hasta que Tom vio el reflejo de la luna en su camioneta robada, que seguía donde la había aparcado, al lado de la verja cerrada con candado. La diferencia era que ahora la verja estaba abierta.

—¿Dónde narices está? —susurró Sally.

—No salgas de la oscuridad —le susurró Tom, apretándole el hombro—. Agacha la cabeza y sube a la camioneta lo más deprisa que puedas, yo arrancaré y saldré pitando.

Sally asintió y rodeó el vehículo con gran sigilo hasta la puerta derecha, manteniendo la cabeza por debajo del nivel del techo. Tom abrió un poco la puerta y se puso al volante. No tardaron ni un minuto en estar los dos a bordo. Tom sacó las llaves, agachando la cabeza por debajo del borde de la ventanilla, y las metió en el contacto. Luego pisó a fondo el embrague y se volvió hacia Sally.

—Agárrate.

El motor rugió. Tom puso marcha atrás y aceleró de golpe al tiempo que giraba el volante. Justo en ese momento se encendieron unos faros en un espacio para maniobrar que había al principio del bosque y se oyó el impacto de varios proyectiles de gran calibre en una superficie de acero. El interior del camión se inundó de trozos de cristal y plástico.

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