Aun después de cien yelmos llenos de agua, el lugar donde había muerto el caballo era una masa de sangre y moscas.
Kineas tomó medidas drásticas.
—¡Dejadlo! —ordenó, apretando los dientes y fulminando con la mirada al desdichado jinete sakje que había provocado el desastre—. ¡A vuestros puestos!
Kineas iba montado a lomos de Talasa. Era la primera vez que la yegua iba a entrar en combate, y se irguió alta y firme cuando Kineas la montó. Resopló, levantó la cabeza y luego se calmó.
—Eres un caballo de primera —le dijo Kineas. Chasqueó la lengua para que la yegua avanzara y toqueteó un cierre del peto. La primavera anterior lo tenía en perfecto estado, pero aquella parte de la armadura había recibido tantos golpes que se había deformado, y la correa del hombro ya no sujetaba con firmeza el espaldarón. Al botar, las dos piezas le desollaban el hombro. Decidió conseguir uno nuevo.
¿Dónde demonios encontraría un nuevo peto griego allí, en los confines del mundo? «En el cadáver de un macedonio, por supuesto.» Sólo que dudaba mucho de que aquel combate le dejara tiempo para desnudar a un cadáver.
Talasa se movía inquieta. Diodoro tenía a toda la caballería olbiana en posición detrás de los matorrales y cuatro sindones de Temerix borraban sus huellas. Uno de ellos llevaba una caja de mimbre atada a la espalda. Habían capturado un halcón joven y lo soltarían para señalar que el enemigo estaba a la vista; un viejo truco sindón, según le dijeron.
En el lecho del río, nubes de moscas saqueaban las piedras donde habían descuartizado al caballo, y el zumbido se extendía por el cauce como la manifestación de un dios maligno. Por lo demás, reinaba el silencio, aunque puntuado por los ruidos de los caballos con los bocados entre los dientes, o pastando, crujidos y chasquidos de riendas, ligeros resoplidos… y por sus olores. El castrado que Kineas tenía detrás defecó, y la boñiga cayó al suelo con un pesado golpe sordo.
Kineas había participado en unas cuantas emboscadas de caballería. Aquélla era demasiado grande. La ingente cantidad de hombres y caballos implicados aumentaba las probabilidades de ser descubiertos. Intentó decidir qué haría cuando los descubrieran. El sudor le corría por la cara y el cuello, y por el hueco de la espalda que quedaba entre la armadura y la túnica.
Estar tan cerca de Srayanka y no salvarla… Apartó aquel pensamiento de su mente.
Pero, cuando miró por encima del hombro, no pudo dejar de pensar que iba a sacrificar a sus amigos para rescatar a su esposa.
Se tiró un pedo, largo y grave, y los hombres que tenía cerca rieron. Abría y cerraba los puños con los que sujetaba las riendas, y comenzó a darse golpecitos contra el muslo con la fusta.
Diodoro fue a su lado.
—Deberíamos desmontar —sugirió en voz baja—. Cansaremos a los caballos.
Kineas se mordió la lengua para no replicar de mala manera.
—Sí —dijo, y obró en consecuencia. Talasa gruñó cuando saltó de su lomo. Filocles ató su caballo a un arbusto en flor y se tumbó como si se dispusiera a dormir.
Kineas lo odiaba por la facilidad con que conciliaba el sueño.
Desmontado, lo único que veía eran trescientos caballos y sus jinetes y una muralla de álamos. «Tendría que haberme situado en una posición que me permitiera ver la llegada del enemigo», pensó. Las rodillas le flaqueaban. Miró al sol, que no se había movido un dedo respecto a la rama elegida como marca.
Buscó a Diodoro con la mirada. Estaba colorado y acariciaba el filo de su machaira. Cuando sus miradas se cruzaron, Diodoro se dirigió con su caballo al encuentro de Kineas.
—Me siento como un chaval virgen mirando a su primera chica —confesó Diodoro.
Filocles se levantó de su siesta.
—Los Juegos Olímpicos serán el año que viene —anunció, como si eso fuese una gran noticia—. Me imagino que los atletas ya habrán salido de sus casas para disputar los juegos en Eleusis.
Kineas miró desconcertado a su alrededor.
—Eso fue hace dos semanas —dijo.
—¡Hum! —Filocles miró en torno a sí como si viera a la caballería por primera vez—. Van a ganar una gloria inmortal en su lucha por la paz. Lo único que haremos nosotros es rescatar a unas bárbaras que Alejandro tiene presas. ¿Por qué estáis tan nerviosos? —sonrió—. Habéis elegido un sitio ideal para una emboscada, y las tropas están en posición. Lo demás está en manos de los dioses.
Diodoro volvió a envainar la espada.
—Por supuesto. Jodido espartano.
Kineas suspiró para calmarse.
—Aquí corremos un riesgo enorme —observó, y Filocles sonrió.
—Amigos —dijo Filocles, levantando una mano temblorosa—, simplemente disimulo mejor mis temores.
Kineas efectuó un cálculo rápido.
—Estoy al borde del pánico —confesó—. Aún debemos tener para una hora. Soy tan estúpido como el muchacho que ha dejado que su caballo se cayera por el ribazo. Tendría que ir a ver cómo lo llevan mis hombres.
Se sacudió el polvo de las manos.
Entonces fue de un hombre al siguiente entre los olbianos, estrechándole la mano a cada uno de ellos e intercambiando algunas frases. Bromeó, se burló, felicitó y, detrás de él, trescientos griegos, celtas y otros jinetes profesionales de caballería respiraron mejor y sonrieron. Mientras deambulaba entre ellos, llegó una brisa como la caricia de una diosa amiga.
Kineas también respiró mejor. Tardó una hora en hacer la ronda de su tropa, constantemente alerta a la aparición de Ataelo o del halcón alzándose por encima del bosque. Así entretuvo la espera y sólo pensó en Srayanka unas cincuenta veces.
Cuando regresó, Filocles estaba orinando contra una piedra y Diodoro miraba fijamente la línea de tamariscos como si pudiera perforar un agujero con los ojos. Kineas hizo el número de evitar la piedra del espartano con muchos remilgos y luego se tumbó a la sombra de un álamo de hojas plateadas y se tapó los ojos con el sombrero de paja.
Las tripas se le revolvían y notaba que toda la tensión le oprimía el colon. Tenía la sensación de que una colonia de gusanos le reptaba por los pies y las manos le temblaban.
—Ya lo ha superado —dijo Diodoro irritado—. Ahora se echará un sueñecito.
Kineas sonrió debajo del sombrero. «Superado», pensó. Pese al creciente calor, estaba helado hasta los huesos. «Superado.»
Las emboscadas eran diferentes. En un campo de batalla, el comandante, igual que el soldado, puede observar el despliegue del enemigo, puede tomar nota del sinfín de errores del enemigo y consolarse, puede abstraerse en los preparativos, dando órdenes o recibiéndolas.
En una emboscada, sólo puede aguardar, y las únicas opciones son la victoria o la catástrofe. Nadie queda a salvo en la retaguardia. Es raro que alguien escape a las garras de la guerra.
La mayoría de sakje, olbianos y sármatas eran presa del pánico, y los árboles y arbustos temblaban con el estremecimiento de los hombres.
Aun así, bien pensado, su situación era mejor que la de la columna macedonia.
Faltaba poco para el mediodía cuando el halcón salió despedido al aire sobre el matorral espinoso que tenían delante; su vuelo fue tan ruidoso en el silencio reinante que los hombres que habían conseguido adormilarse se despertaron sobresaltados, reencontrándose de golpe con sus temores.
—¡Bebed agua y montad! —ordenó Kineas susurrando con autoridad. La orden fue de boca en boca. Los caballos relincharon pese a los esfuerzos de sus jinetes por evitarlo y, durante un momento, los olbianos hicieron tanto ruido como una bacanal. Kineas los fulminó con la mirada, pero no había nada que hacer.
—¡Estamos bien jodidos! —le dijo a Filocles.
El espartano se encogió de hombros y bebió agua de una calabaza.
—Los hombres que marchan no oyen nada —dijo—. Y «estamos bien jodidos» no es una declaración que aliente la confianza de la tropa en su comandante.
—Eso lo enseñan en Esparta, ¿verdad? —preguntó Diodoro—. Ahí tienes las ventajas de una buena educación, Filocles.
—Callaos los dos. —Kineas avanzó hasta el mismo borde de los árboles. Dio a Filocles las riendas de Talasa e hizo una seña a Diodoro—. Vamos.
—Sabes cómo guardar un caballo, ¿verdad? —preguntó Diodoro al espartano.
—Si me olvido, me pondré a correr dando vueltas y agitando los brazos y gritando a pleno pulmón hasta que vosotros, los atenienses, vengáis a rescatarme —contestó en un áspero suspiro.
Kineas se arrastró por debajo de las ramas del álamo, arañándose los antebrazos con las espinas de los rosales. Avanzó hasta que pudo ver por encima de una ligera elevación de tierra. Su ángulo de visión se limitaba al vado, la isla de los sauces y los ribazos de la otra orilla.
—Filocles está mejor —informó Diodoro, y Kineas le miró para hacerle callar.
El maldito halcón se había puesto a dar vueltas sobre el bosque de tamariscos, chillando como un poseso.
—Recuérdame esto la próxima vez que los sindones propongan un viejo truco —dijo Kineas.
Diodoro le dio un brusco codazo. La cabeza de la columna macedonia asomaba por la abertura entre el ribazo y el bosque de tamariscos. O bien avanzaban muy deprisa o bien habían soltado tarde al tres veces maldito pájaro.
Había una avanzadilla de soldados de infantería macedonios montados en jamelgos. Portaban jabalinas en vez de sus picas, pero sus coseletes y los yelmos cortos y sin guardas los identificaban. Sus caballos avanzaban con cuidado, a todas luces cansados. Mientras los vigilaba, los caballos de los exploradores se inquietaron al descubrir el curso de agua y comenzaron a relinchar.
Un hombre subió la suave pendiente desde el vado hasta la emboscada olbiana. Tarareaba para sí e inspeccionaba el suelo con curiosidad profesional. Otro explorador se unió a él. Detrás de ellos, el resto de la avanzadilla siguió adelante, cabalgando deprisa, y giró hacia el norte para cruzar el vado y enfilar rumbo a Maracanda. Los hombres se esforzaban en evitar que sus caballos bebieran agua, y de repente la avanzadilla se sumió en la confusión. Se gritaban órdenes, cualquier hombre que se detuviera perdía el control de su caballo dado que éste se ponía a beber.
—¿Más jodidos dahae? —preguntó el primer explorador. Señalaba algo que había en el polvo.
—Alguien ha descuartizado un caballo en el lecho del río —dijo el otro explorador—. Esto no me gusta nada. Si han pasado tan cerca de nosotros, tendríamos que ver su polvareda. —Levantó la vista, inspeccionando el mismísimo suelo donde Kineas y Diodoro estaban tendidos.
—¡Joder! —exclamó, con el acento macedonio y el deje ilirio acentuados por el miedo—. A no ser… ¡que estén justo aquí!
El primer hombre le dio un golpe.
—Contrólate —le dijo.
El segundo hombre meneó la cabeza.
—¡Que te jodan, hijo de puta! Mira esas huellas: borradas. Ninguna nube de polvo. Un caballo muerto.
Detrás de ellos, los últimos hombres de la avanzadilla giraron y por fin cruzaron el vado entre las quejas de los caballos. Su chapoteo en las someras aguas marrones llevó el olor a barro hasta los dos hombres tendidos entre los brezos.
—Farnuques es un inútil y un capullo —soltó el primer explorador. Ahora su voz también tenía el tono agudo del miedo—. Aunque estés en lo cierto…
El segundo jinete dio media vuelta y salió como una exhalación hacia la ruta comercial. Detrás de él, un escuadrón entero de caballería mercenaria bajaba por el desfiladero, en columna de a dos, bastante deprisa. Los hombres llevaban casco y armadura y miraban a derecha e izquierda. Sus caballos estaban tan sedientos como los de la unidad anterior.
—¡La caballería va delante! —susurró Diodoro.
A modo de respuesta, Kineas gruñó; el trote de la caballería cubría su voz. Aquello significaba que la infantería iría en la segunda división, resultando casi inmune a las flechas de Temerix si llevaban puesta la armadura.
Ahora no cabía hacer nada al respecto.
Un numeroso grupo de jinetes se detuvo desordenadamente al borde del vado al oír los gritos de los dos exploradores.
—Hetairoi —dijo Kineas. Comenzó a retroceder tan deprisa como pudo.
Cinco Compañeros Reales con túnicas blancas, clámides pardas y armadura pesada, un hombre vestido con prendas lujosas, clámide púrpura y amarilla y peto, y otro con una clámide roja. Tres mujeres con ropa sakje montadas en buenos caballos, una de ellas inclinada sobre su silla y con el rostro ceniciento por el esfuerzo, Srayanka, y otra, a todas luces Urvara, flirteando con los Compañeros Reales. Diodoro se arrastró marcha atrás.
—¡No importa! —dijo Kineas nervioso, contestando a una pregunta propia no expresada en voz alta. Ya no importaba que descubrieran la emboscada.
Como obedeciendo a una señal suya, oyó el alarido de la élite sakje de Bain, y los cascos de sus caballos hicieron temblar el suelo. Kineas montó de un salto a su alto caballo de combate. Echó la vista atrás. Allí estaban todos.
—¡Al paso! —ordenó, y comenzaron a avanzar sin aguardar el toque de trompeta de Andrónico.
Iban en una prieta columna de cuatro en fondo; habían abierto un camino para pasar en esa formación y, sin duda, los exploradores habían reparado en ello. Había canjeado un despliegue rápido por una ocultación perfecta. En cuanto su caballo salió de la senda al terreno despejado justo al sur del vado, gritó:
—¡Formación de frente! —Y la columna comenzó a organizarse dibujando un romboide a sus espaldas, mientras la cabeza seguía avanzando al paso.
Se volvió justo a tiempo para ver a los sakje de Bain disparar una descarga cerrada de flechas sobre la caballería mercenaria. Los alcanzaron en mala posición, con muchos de los caballos agachados para beber, y las pobres bestias sufrieron terriblemente con la primera lluvia de saetas; las grupas desprotegidas quedaron emplumadas como erizos. Dos docenas de caballos se desplomaron y la caballería mercenaria que venía detrás se disolvió en un caos mientras los sakje los adelantaban al galope por el lecho del río. Ahora cada guerrero disparaba a discreción y algunos cabalgaban increíblemente cerca. El propio Bain, luciendo el penacho apaisado de un oficial macedonio muerto tiempo atrás, se arrimó tanto a un oficial con coraza provisto de un kopis de una sola hoja que dio la impresión de que la punta de su flecha rozaría la clámide del hombre antes de que la disparase soltando un chillido que resonó a través de dos estadios y cientos de hombres.