Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Yo guardaba un importante y creciente secreto, y en ese secreto residía un importante y creciente poder. Clemmie me escuchó con una calma ávida, y no mostró ninguna sorpresa ni siquiera ante los detalles más inexplicables. Cuando terminé, habíamos llegado a los límites de Brasov.
—Uau -exclamó Clemmie, apartando la mirada-. Entiendo por qué te ponía nerviosa contarme esa historia.
Continuamos descendiendo y pasamos por delante de unos cuantos restaurantes y una tienda de comestibles. En la pared de al lado de la tienda había una foto de mi rostro. Esa foto se había hecho el verano anterior, en Newport, y no era mala excepto por el hecho, pensé, de que la mujer de esa foto ya no existía. Me pregunté si también habría fotos del noruego. ¿Sabía alguien que él había desaparecido? Clemmie también vio la foto y me miró. Yo no cambié el paso. Estaba hambrienta, pero se me había terminado el dinero en metálico, y a ella también. Finalmente llegamos hasta un grupo de gente, unos turistas extranjeros que bajaban de un autobús.
—Disculpen -dijo Clemmie-. ¿Podrían decirnos si hay un consulado americano en esta ciudad?
Una pegatina de la Universidad de Tel Aviv delataba la identidad de los extranjeros: unos israelíes que hacían turismo. Un hombre corpulento de ademanes bruscos se adelantó. Me miró y luego miró a Clemmie.
—¿Puedo ayudarlas?
—Hemos tenido problemas con gente de aquí -dijo Clemmie-. Mi amiga no está en buenas condiciones.
No necesitaba que le convencieran. Mi aspecto relataba una historia de terror. Me puso una mano en la frente; debía de estar caliente.
—¿Es usted judía? — me preguntó.
—No.
—Mmm, tiene aspecto de judía. ¿Puede caminar? ¿Quiere apoyarse en mi brazo? Hay un hospital aquí cerca.
Clemmie le detuvo.
—Por favor, señor, es muy amable, pero no queremos recibir asistencia médica todavía. Necesitamos ser discretas hasta que podamos hablar con algún funcionario del gobierno de Estados Unidos.
Una de las mujeres dijo con voz chillona:
—Daniel, es una chica lista. Y la otra no tiene por qué vérselas con los médicos rumanos. Dales un poco de dinero y vámonos.
—¿Necesitan dinero? — Se sacó un fajo del bolsillo y apartó unos cuantos billetes.
—No, señor. Estamos bien. Podemos volver a Bucarest en autoestop.
Él la obligó a aceptar unos cuantos billetes.
—No sea ridícula.
Al cabo de unos minutos nos estábamos comiendo un
schitzel
de cerdo, harina de maíz con leche y una ensalada de tomate con queso de cabra.
—Eres muy lista -le dije.
Ella se sonrojó.
—Gracias. Viene con el oficio. Siempre estamos buscando financiación.
Me pregunté de qué oficio hablaba; no necesariamente el del Reino de los Cielos. Sentí una necesidad bastante urgente de saberlo. Clemmie se había convertido en mi nexo vital con el resto del mundo, y era el único testigo humano de mi situación. Esa coincidencia me olía a conspiración. Debía de tener motivos más importantes que la mera preocupación por mi bienestar, pensé. Casi no me conocía, ¿por qué se preocupaba por mí?
—¿En qué diablos andas, Clemmie? De verdad.
—Ya te lo conté.
Intenté provocarla.
—Quizá no seas ni siquiera cristiana y sólo seas una loca a quien le gusta asumir identidades distintas. Eso es lo que pienso.
—Eh -dijo ella-, ¿qué le ha pasado a tu anillo de compromiso? — Esa fue su forma de provocarme, pero lo preguntó con cierto tono de preocupación. Recordé la manera en que lo había mirado durante nuestro primer encuentro. Se había mostrado más interesada en el anillo que yo.
—Lo he perdido -le dije.
Meneó la cabeza, como si no pudiera creérselo. Quizá yo la asustara un poco. No se trataba de la situación: una mujer desaparecida, un compañero asesinado, una escena monstruosa. Era una cosa más básica. A falta de una palabra mejor, lo llamaría mi propio ser. Mi ser recientemente cambiado le provocaba escalofríos involuntarios.
—¿Te lo quitaron?
—Sí -mentí.
Apartó la mirada y me contó otra mentira.
—Me creo tu historia. Cualquier otra persona la calificaría de extravagante, y quizá señalara las lagunas, las cosas omitidas. Pero yo no. ¿Por qué crees que actúo así?
—Tú crees que Jesús se levantó de entre los muertos. ¿Por qué no ibas a creerme a mí?
Clemmie se rio con desdén y la gente levantó la vista. No le importó.
—Tienes una pobre opinión de mis creencias. La resurrección de Jesús se basa en el testimonio de testigos presenciales que están recogidos nada menos que en cuatro versiones. Tu historia tiene una única, y potencialmente poco fiable, fuente. Mucha gente muy religiosa no aceptaría ni por un minuto una historia acerca de un hombre que bebe sangre humana y que habla una especie de lenguaje que infecta a la gente que lo oye. Te acusarían de desorden de personalidad múltiple. Pero yo no. Yo sé que todo es verdad y, con la mano en el corazón, te creeré hasta la muerte.
Ella me había salvado, sí, pero una parte mía empezaba a detectar una vaga amenaza.
—Si te lo crees, Clemmie, es porque sabes algo. — Por eso había seguido a Torgu a las montañas. Por eso me había dado el crucifijo. Pero su conocimiento tenía límites. Había sido lo bastante ignorante para darme un crucifijo como protección frente a una criatura que coleccionaba esos malditos objetos-. Tú eres lo único que tengo en este momento. Si sabes algo, será mejor que lo digas.
Clemmie se llevó el índice a los labios. Habíamos llamado la atención. El resto de conversaciones del restaurante se habían interrumpido. La gente miraba mi rostro disimuladamente, como si lo hubieran reconocido. Ella dejó un billete en la mesa y dimos un paseo por toda Brasov, una ciudad medieval que tenía una iglesia negra quemada en el centro. Las nubes habían tapado el cielo y semejaban cuencos retumbantes en el azul. El aire tenía carga eléctrica. A lo lejos, al sur, un relámpago golpeó las montañas. El pie empezaba a dolerme de verdad e iba coja.
—¿De verdad no quieres que le eche un vistazo a eso? — preguntó, pinchándome.
—Deja de preguntármelo. — Sentí que un pánico irracional me inundaba el pecho. Ella quería silenciar los susurros de mi cabeza, se afanaba en contra de los intereses más profundos de mi corazón. No sabía de qué manera, ni sabía por qué, pero se había aliado con mis enemigos-. Dime lo que sabes.
Clemmie me sonrió. Le gustaba mostrarse evasiva, una característica de la chica típica de Dallas. Yo conocía eso muy bien; también tenía esa parte evasiva. Pero esa vez no pude seguirle el juego. Mi vida corría peligro; más que mi vida. Empecé a sentir como una desconexión conmigo misma, como si mi cuerpo se encontrara dos pasos a mi izquierda y a cada paso que yo daba, se apartara más. En los límites de mi conciencia, además, la voz murmuraba con un ritmo alarmado: «Caporetto, Solferino, Borodino, Manzikert».
—¿Estás preparada para creerte mi historia igual que yo me creo la tuya? — preguntó Clemmie.
Asentí con la cabeza a pesar de la creciente neblina que inundaba mi conciencia. Oí los nombres y cerré los ojos, en un vano esfuerzo para impedirles el paso, pero eso lo empeoró. Al cerrar los ojos vi algo parecido a una panorámica. Vi humo y el brillo del acero y un despliegue de formas humanas desmembradas. Estaban muy lejos, pero las veía, igual que vi los parasoles de los cafés al abrir los ojos de nuevo. Ambas cosas eran reales. Continuaba viéndolas a ambas. Sonó un trueno, pero ese ruido no consiguió disipar esa doble visión.
—No soy una misionera -confesó Clemmie.
—Eres una agente del cambio. Me lo dijiste.
—No. Quiero decir que tengo una misión completamente distinta.
En mi vida, unas cuantas veces he vivido la sensación de ver, literalmente, a una persona cambiar ante mis ojos. Y Clemmie lo hizo, justo en ese momento. En mi imaginación, ella era una misionera, incluso a pesar de que tenía mis dudas acerca de su sinceridad. Ahora me encontraba mirando a una persona a quien no conocía en absoluto, un enigma total. Esa revelación me aterrorizó.
—No era exactamente una mentira -dijo-. Simplemente es lo que le decimos a la gente que no lo puede comprender.
—¿Decimos?
El aire de la montaña levantaba las faldas de los parasoles de los cafés. Pronto iba a llover. Yo no podría caminar mucho más, pero no tenía ni idea de adónde ir. Notaba que en mí crecía una sensación de desesperación, como si el miedo que había sentido en la montaña resurgiera para unirse al horror de lo que esa mujer estaba a punto de contarme.
—Estoy afiliada a una organización llamada Central Mundial de Pastores de Dios, la CMPD. Al principio me contrataron, y realicé el trabajo habitual en el sur de Asia y en África. Ese trabajo incluía unos cuantos exorcismos, aunque no vivíamos de eso. Lo llamábamos la liberación. Vimos muchas cosas, mi esposo y yo.
Esa confesión me alivió, un poco, del miedo a la locura. Yo no era la única que había visto cosas inaceptables.
—Pero hace un año, después de que mi esposo se marchara (y eso fue tras el incidente de Malawi, después de que nos hubiéramos mudado a Cachemira) me mandaron a Londres, al campamento base, para un reciclaje formativo. — Me miró unos momentos, analizándome. No me gustó cómo sonaba la expresión «campamento base» por su connotación militar. Ella percibió mi incomodidad, creo, pero continuó-: Estoy subcontratada por una sucursal de la CMPD llamada Comisión de lo Oculto, y nuestro trabajo consiste en aislar los fenómenos que el mundo condena por estar relacionados con la nigromancia y otras formas de actividad esotérica.
Esto casi me hizo reír.
—¿Crees que Torgu es Satán?
Me miró con una expresión muy seria. Noté una renovada sensación de que se trataba de una conspiración. Ella tenía sus designios: quería saber algo acerca de las voces de mi cabeza; quería saber qué me decían. Eso era el principio de un interrogatorio.
—Eres tú quien habla de exorcismos -dije.
Clemmie levantó las manos como lo hubiera hecho una profesora, apresurándose a negar cualquier idea errónea.
—Lo siento. Es que nunca llamamos Satán ni a nadie ni a nada. Sólo lo utilizamos cómo un término técnico. Satán es una fuerza demasiado enorme, una infección demasiado grande del alma o de la mente. Tu hombre no es Satán, pero si lo que me cuentas es verdad, lleva su semilla.
Lo pensé un momento y negué con la cabeza. Me froté las sienes. De repente, me sentí protectora con Torgu, y ese sentimiento me puso enferma. Torgu no tenía ese tipo de virus. El era mejor que eso.
—Él crucifijo no significaba nada para él. Colecciona objetos procedentes de desastres, y algunos de ellos eran, son, imágenes sagradas. Nunca me pareció profano, al contrario. Tenía algo extrañamente espiritual.
Clemmie actuó como si nos hubiéramos desviado del tema. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Quería volver a su explicación.
—Soy una analista. No he hacer más que esperar y observar en esos lugares, en esos momentos, cuando hay pruebas de la existencia de un problema. Satán gobierna esta tierra; lo sabemos por las Escrituras. No es un secreto, y nuestro trabajo no consiste en modificar el viejo sistema operativo. Solamente nos inmiscuimos cuando nuestros intereses se ven afectados. En este caso, hasta tu desaparición no lo estuvieron.
—¿Por qué soy de interés para tu comisión?
—No lo eres. Ni siquiera saben que existes. Pero me interesas a mí y eso es lo que importa.
—¿Así que no les has hablado de mí?
—No les he hablado de nada durante semanas. No tienen ni idea de dónde estoy.
—¿No saben que estás en Rumania?
Negó con la cabeza, con un gesto casi pícaro.
—Me encontraba haciendo escala en Otopeni, entre un vuelo con El Al y uno con British Airways, cuando vi a esta guapa mujer y decidí seguirla. Tenía una comida. Eso es todo, un presentimiento de que había algún problema. A partir de ese momento, me ausenté sin permiso.
Esa información añadía una complejidad nueva al estado de cosas. Me había seguido por razones personales. ¿La creía? ¿Qué podía significar eso?
Ella era vulnerable. Las primeras gotas de lluvia cayeron con fuerza sobre los parasoles de los cafés, pero continuamos nuestro paseo. Los hombres miraban en nuestra dirección, intentando encontrarse con nuestras miradas. Era mejor continuar caminando, a pesar de mi pie.
—Básicamente, estás loca -dije.
—Loca como Jesús. — Se dio cuenta de que yo había percibido un punto débil en su fachada-. El encuentro contigo ha sido una cita divina. He sido enviada para protegerte, y lo he hecho, pero había otra razón para estar aquí, si eso te ofrece algún consuelo. En Londres oímos un rumor que tenía que ser comprobado. Es una especie de rutina nuestra. Los alemanes de aquí hablan de una cosa a la que llaman Ab.
—Así que no se trata de mí, después de todo.
—Se trata de ti, de Dios y de Ab.
Su voz sonó ligeramente temblorosa. Yo tenía miedo, pero ella también.
—Todo esto me suena a invención.
—Ab, como en «abdomen». — Se contuvo un momento-. Se pronuncia «Ob», una especie de abreviatura de la expresión alemana
die
Abwesenheit Gottes,
o como en latín,
deus absconditus.
«Ausencia de Dios» o «Dios Ausente». O sólo «Ausencia», que sería una traducción mejor.
—¿Y quieres decir que eso es lo que me atacó?
Ella se hizo atrás. Era inteligente y calculadora.
—No lo sé. Esperaba que tú pudieras darme más detalles.
—«Ausencia» no creo que defina a esa cosa. Tenía una presencia excesiva.
Ante esa afirmación, adoptó un silencio cargado de significado que no tenía intención de delatar nada. Me pregunté qué era lo que debía de haber dicho. El pie se me empezó a dormir, y supe que no podría continuar caminando mucho rato más.
—De todas formas -continué yo, nerviosa por la creciente y evidente ansiedad de ella, como si acabara de descubrir una pista de gran importancia-, ese Ab tuyo suena más a una condición que a una cosa real.
—Eso parecería, pero la gente de aquí, los descendientes de los inmigrantes sajones del siglo xiii, hablan de eso como de una persona. Dicen que esa condición se puede extender, como el vampirismo.
Al decir eso, me dirigió otra mirada ansiosa, como si esa misma condición me hubiera afectado a mí. ¿Creía que yo me estaba convirtiendo en un vampiro?