Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
A
quí nos encontramos con una drástica interrupción en la documentación disponible. Como la mayoría de lectores sabrá, un fuego destruyó los pisos superiores del edificio de la calle Oeste, y fue sólo por pura suerte que tres cajas de material relacionado con estos asuntos se salvaran, gracias a que se encontraban cerca de un baño que se inundó. Calculo que, por lo menos, dos cajas más, que o bien estaban guardadas en otra parte o que simplemente fueron engullidas por las últimas llamas, se perdieron. Quizá los lectores de este documento decidan pasar por alto esta enmienda del texto, pero yo la necesito para rellenar los espacios en blanco de mi propia comprensión. En lugar de forjar mis propias especulaciones sobre esta laguna de seis meses, tengo la esperanza de salvar el vacío gracias a nociones obtenidas a través de una investigación realizada en nombre de la claridad de pruebas. Las pruebas documentales se terminan a finales de enero, así que de alguna manera debo dar cuenta de los meses perdidos.
Describiré el mundo de
La hora
en ese momento antes de que cayera la noche. A excepción de Edward Saxby, la mayoría de ustedes no deben de haber experimentado el medio informativo televisado en su momento álgido, mucho antes de la pérdida de audiencia y de los ingresos en publicidad derivados, antes de la cadena de escándalos que desmoralizó y, finalmente, acabó con el espíritu emprendedor del trabajo. Como bien saben aquellos que conocen nuestra historia, hubo un tiempo en que las noticias de televisión presidían la imaginación del estadounidense serio y bien informado con una autoridad casi papal. Yo, como antiguo presentador veterano del periodismo televisado (y, no de forma casual, empleado durante un tiempo en
La hora
como productor de Austen Trotta, antes del cese de mi contrato en términos de mutua y no manifestada hostilidad) fui testigo presencial de ese glorioso momento. Por este motivo, me encuentro en una posición única para arrojar luz sobre la rutina diaria del negocio, cuando
La hora
todavía funcionaba como lo que era, la mayor máquina jamás construida para la emisión de la realidad a un público próspero, curioso y educado.
Elijo un día que tiene cierta importancia en nuestra historia, el 16 de enero, setenta y dos horas antes de que las pruebas documentales retomen el asunto. El día que voy a describir podría haber sido cualquier jornada de las tres últimas décadas en cuanto a la rutina. He elegido este día en concreto porque, mientras
La hora
emprendía sus asuntos ese 16 de enero en medio de una nevada que batió récords históricos -y que fue una posible causa del parón eléctrico de ese día-, los problemas se hicieron más acuciantes. Esto lo sabemos, en parte, por los registros que se han guardado fuera del piso veinte, albaranes de envíos por aire, esas cosas. Pero confieso haber realizado ciertas conjeturas.
Ustedes querrán saber cómo estaban las cosas en esa fecha, casi tres meses después de la desaparición de Evangeline Harker. Sobre la misma, había unas cuantas pistas: unos testigos de un hotel de Bucarest recordaban que la señorita Harker se había marchado en compañía de otra mujer, registrada como cliente con el nombre de Clementine Spence. Resultó que la señorita Spence también estaba en paradero desconocido, pero dada la ausencia de amistades cercanas y de familia, su desaparición había pasado desapercibida. Preguntas realizadas en el hotel de Brasov revelaron que la señorita Harker se había marchado, poco después de llegar, en compañía de un hombre mayor que ella, presumiblemente relacionado con el posible sujeto de la entrevista. La señorita Spence no constaba como cliente del hotel de Brasov, y no se había sabido nada acerca de su paradero después de su partida de Bucarest.
Estos detalles constituían toda la desagradable información que se tenía y no ayudaban a avanzar mucho en la investigación. Los viajes a Rumania que había realizado un detective privado en compañía del desolado prometido de la señorita Harker, de su padre y de un funcionario del Departamento de Justicia -como favor especial al señor Harker- no habían conducido a ninguna parte. Las preguntas realizadas desde el Departamento de Estado demostraron ser fútiles. No apareció ningún cadáver en ninguna morgue, y nadie informó de ningún crimen. En vano, el señor Harker presentó una denuncia contra la cadena, el programa y el corresponsal Austen Trotta por negligencia criminal, pero no había un caso real. Buscar localizaciones era el trabajo de un productor asociado, independientemente del peligro que entrañara.
Hubo algunos intentos de ampliar la investigación para que ésta incluyera ciertos extraños sucesos que ocurrieron en el piso veinte del edificio de la calle Oeste, pero no se pudo establecer ninguna relación sustancial entre la desaparición de Evangeline Harker y la llegada a las oficinas de
La hora
de las cintas de vídeo y de audio desde Rumania. Éstas fueron puestas fuera de circulación, y se aplicaron normas nuevas en la digitalización de material de procedencia poco fiable, si bien ese tipo de fenómenos ocurría muy raramente. Los editores involucrados en el primer incidente fueron censurados, pero su estado físico y mental, que nunca se estabilizó del todo, pareció castigo suficiente. Los tres hombres se quejaban de insomnio, de tener sueños espantosos y de sufrir una enfermedad mortificante que ningún doctor fue capaz de diagnosticar. Los colegas de esos hombres menearon la cabeza y se preguntaron si podía tratarse de un chanchullo para conseguir una baja médica o si se trataba de alguna desgracia más oscura. Se supo que el fundador y productor ejecutivo del programa, Bob Rogers, había considerado la hipótesis de una conspiración de la cadena para terminar con
La hora
desde dentro, saboteando los aparatos técnicos y asustando a los empleados. A día de hoy, no ha aparecido ninguna prueba de una conspiración tal a pesar de que algunos artículos en prensa han expresado lo contrario.
Finalmente, para completar esta visión general diré que todo el asunto fue investigado por una comisión inspectora de la cadena, y que tras ésta, los ejecutivos, con el beneplácito de los accionistas de la empresa, decidieron que la antigua autonomía de
La hora
era un peligroso anacronismo. En el futuro, las historias del otro lado del Atlántico que no tuvieran un claro valor informativo serían sometidas a un escrutinio especial. Se alentarían las noticias de actualidad y los perfiles de celebridades.
Un plan de transición de la cadena que había estado gestándose durante meses floreció entre los ejecutivos de más alto nivel y se decidió, a la luz de las circunstancias, que el mismo Rogers debía asumir la responsabilidad del asunto Harker y dimitir en una fecha indeterminada. A Austen Trotta, quien, al fin y al cabo, tenía incluso una responsabilidad mayor en la desaparición, se le invitaría, a la finalización del contrato, a que pensara en la jubilación. Es de suponer que se corrió la voz hasta las dependencias del piso veinte. Ciertamente, rumores poco fundados llegaron a oídos de los competidores. Pero en la mañana del 16 de enero, toda esta información solamente era una galopante especulación, y el día empezó igual que todos los días laborables, con un equipo de los mejores productores del negocio de los informativos esparcidos por el globo y por todo el país, buscando y filmando historias sobre personalidades que esperan su turno semanal para dirigirse a la nación con tranquila majestuosidad y espléndida satisfacción.
El trabajo empezó en el gris de antes del amanecer, entre la nieve, con la primera salida de la furgoneta de transporte en dirección al aeropuerto para recoger unas cintas que llegaban del otro lado del Atlántico. No se puede decir que el trabajo empezara a esa hora, porque en verdad no había terminado en ningún momento. En lejanas zonas horarias, entre la medianoche y las cinco de la madrugada de ese mismo día, productores y equipos de
La hora
se encontraban en cuatro puntos de longitud y latitud distintos: en un buque de carga vietnamita en las islas Spratly del mar de la China meridional; en el gran bazar de Lal Chowk, en la ciudad de Srinagar, Cachemira, en la India; en un helicóptero militar israelí que bajaba en picado por la costa del mar Muerto en Israel, girando hacia tierra para comprobar la existencia de fábricas de bombas para suicidas en los desiertos de Judea; y vagabundeando con cámaras ocultas por el Barrio Rojo de Ámsterdam, donde un sensato e inexperto joven con una sospechosa gorra de béisbol intentaba comprar un misil Stinger a un travestí surinamés que, posteriormente, le golpeó hasta dejarle sin sentido.
Fue un día difícil para todos. En el mar de la China meridional, el productor Raul Trofimovich soltó un taco al darse cuenta de que había gastado más de cien mil dólares en una historia sobre unas islas que no alcanzaban la superficie del agua. Como sorpresa añadida, los únicos habitantes eran las tortugas, y unos helicópteros chinos les obligaron a entrar en aguas internacionales. En Israel, el corresponsal Dov Gelder recibió una dura reprimenda de la guapa piloto del helicóptero, una mujer que llevaba una pistola de servicio a un costado y que no recibió bien las insinuaciones sexuales del hombre que le doblaba la edad. En Cachemira, la inconformista productora Samantha Martin vestía con una chilaba y comía
gushtaba
mientras se felicitaba a sí misma por haber dado esquinazo al detestable guardaespaldas que el gobierno indio le había asignado, un hombre que, lo sabía, era un espía del servicio de inteligencia paquistaní. Y en un caro hotel de la Herrengracht en Ámsterdam, el hombre sensato, Jorg-Michael Manks, un alemán cuyo padre había sido uno de los cámaras de la cadena desde Vietnam, bebía Jágermeister para desayunar mientras mentía a un irritado productor y a un consternado corresponsal acerca del encuentro con el travesti surinamés. No se había realizado ninguna venta de misiles.
A pesar de estos contratiempos, habituales para los productores de
La hora,
los envíos de sus cintas llegaron sin contratiempos a la zona de mercancías del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, donde el recadero del programa -a quien llamaremos Bill- llegó para recogerlas previa comunicación del envío por correo electrónico.
Conocí a este hombre en su residencia de las cataratas del Niágara. Era uno de los pocos empleados de la cadena que estaban dispuestos a hablar con franqueza y por voluntad propia de lo que habían visto. No tenía nada que perder: poco después de jugar su pequeño papel en el drama, Bill se jubiló. Pero, a su manera, esa mañana en la nieve, desempeñó un rol importante. Nunca se lo dije, pero es la innegable verdad. Había pagado el precio. Cuando me encontré con él, estaba deshecho y se sentía extraño; oía cosas en la casa durante la noche y tenía unas ideas irracionales sobre unos susurros que emanaban desde las cercanas cataratas.
Para realizar sus recados, Bill conducía un viejo modelo de furgoneta Econoline, un vehículo destartalado que enfrentaba las acumulaciones de nieve con cierta indiferencia. Recoger cintas era un trabajo fácil; Bill nunca se llevaba más de unas cuantas cajas cada viaje. Pero de vez en cuando, alguien mandaba un objeto de cierto tamaño: unas cajas de caviar o de vino, una escultura, una vez un mono que había muerto a causa de una peste. Para ese tipo de cargas, la furgoneta era idónea.
Esa mañana, Bill tenía los números de embarque de cuatro envíos de cintas procedentes de distintos puntos del globo: una caja con ocho cintas Beta tituladas «Spratly», enviadas vía DHL en un vuelo de Air France desde Saigón; dos cajas más con ocho cintas en cada una dentro de una maleta de metal procedente de los Países Bajos, tituladas «Las esclavas» y enviadas vía Sabena Air; y unos envíos más pequeños, de cinco cintas cada uno, tituladas «Cachemira» y «Fabricantes de bombas», el primero expedido por Air India y el segundo por Fed Ex con El Al desde Tel Aviv. Iba a ser una mañana larga, yendo de mostrador en mostrador en medio de la nieve. Todo resultaría más lento. Pero a Bill no le importaba. La mayoría de los productores todavía se encontraba al otro lado del Atlántico, no estaban esperando en la oficina la llegada de los materiales. Se tomaría su tiempo.
Fue primero a Sabena a recoger la carga holandesa. Estaba familiarizado con el funcionamiento de mercancías de Sabena desde hacía años, y conocía a todos los del turno de la mañana. Le invitaron a café y pastel de cerezas. Se quejó del tiempo y expresó su asombro por el hecho de que los aviones pudieran seguir aterrizando, pues la sustancia blanca se arremolinaba con densidad alrededor de los hangares. En mercancías de Sabena habían recibido la noticia de que el aeropuerto iba a cerrar en cuestión de horas. Bill firmó la recepción del envío y.se apresuró. Las maletas de metal venían en unos sacos de malla verde. Cargó con cuidado los sacos en la parte trasera de la furgoneta y, como tantas otras veces, pensó que el material que contenían no tenía ningún valor excepto para el programa, pero que ese valor era sagrado y, si uno la jodía, si se perdía o dañaba el material, habría consecuencias. Lo cierto es que tenía miedo de la gente del programa y nunca se comunicaba con ellos; dejaba que el chico de recepción se encargara de ello. Pero sabía que a algunos chóferes les habían arrancado la piel por algo tan nimio como una caja en el lugar equivocado. Bill se sentía orgulloso por el hecho de no haber llamado nunca la atención de ese ojo implacable.
Continuó su ruta. Los empleados de Air India eran muy educados y se mostraban extremadamente preocupados por que comprendiera su sistema. Le enseñaron la pantalla del ordenador, señalaron la mercancía y la localización. Le mostraron la documentación, le aseguraron que el albarán del avión concordaba con los documentos. Quisieron echar un vistazo a su número de embarque, sólo para asegurarse de que todo cuadraba; y así era. Bill aceptó una taza de
chai
y siguió su camino.
Las recogidas de Israel y de Saigón iban bien hasta que tuvo que hablar con la chica nueva.
—¿Y esa otra carga? — preguntó con un alegre acento de Queens.
—¿Qué otra carga, querida?
Ella se rio.
—La madre de todas. La gran carga. La que no va a quedarse en mi hangar ni un minuto más de lo necesario.
Ese momento fue escalofriante para Bill, igual que lo habría sido para cualquiera que se hubiera encontrado en su situación. En el negocio de los informativos, las anomalías significaban problemas. Podían costar, al instante, grandes cantidades de dinero. Vio la necesidad de empezar a componer en esos precisos momentos su propia versión de los sucesos. Bill sabía por experiencia que nadie envía objetos grandes sin anunciar con mucha antelación la llegada de los mismos. Las cintas podían llegar sin mucho alboroto; la gente se volvía descuidada. Pero nadie que hubiera pagado un envío grande se olvidaba de que lo había hecho.