Tierra de vampiros (20 page)

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Authors: John Marks

BOOK: Tierra de vampiros
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—Supongo que debo explicarlo. — Sally parecía sentirse incluso más incómoda de lo que se sentía Julia-. Tengo una especie de afición de fin de semana: representar la guerra de Secesión. Este fin de semana he salido con mi unidad, la Veintisiete de los Irregulares de Massachusetts, hemos tomado Fort McAllister y no he tenido tiempo de cambiarme. ¿De verdad doy tanto miedo?

Julia no creía que diera tanto miedo. Su chillido había surgido de un lugar más profundo. El miedo había estado creciendo desde el momento en que esas cintas llegaron de Rumania. Se había convertido en una dolencia física. Esta mujer, simplemente, lo había disparado y Julia se sentía mal por haber montado tanto alboroto por un disfraz, especialmente por haberlo hecho delante de los demás editores, que no tendrían piedad con ella a sus espaldas.

Julia intentó sonreír.

—Una fantástica primera impresión, ¿eh?

Sally dejó caer el sombrero encima de un archivador, al lado de un montón de nueces metidas dentro de una bolsa de plástico de un bocadillo.

—He visto algunas reacciones interesantes ante este uniforme, pero éste es el primer ataque de terror.

—Bah, ni siquiera se le ha acercado. Un ataque de terror implica caer al suelo, adoptar una posición fetal y recibir asistencia médica, créeme. Lo único que vi fue ese uniforme, ese viejo uniforme, y…

—La verdad es que es muy auténtico.

—No lo dudo, no.

—Hay que pagar por el equipo propio. No me avergüenza decir que pagué a un furriel setecientos dólares por este conjunto.

Julia dejó escapar una risa nerviosa.

—Conjunto. Me gusta eso. Unos Manolo Blahnik, un pañuelo Hermés, Gettysburg. Un bonito conjunto.

Sally no se rio.

—Fue en Fort McAllister, Georgia. Muy lejos de Gettysburg.

Julia pensó que Sally debía de estar asustada, también. Por lo menos, estaba nerviosa. Quizás había notado la desagradable corriente en el aire, las malas vibraciones.

—¿Qué es un furriel? — preguntó Julia, recuperando la compostura.

Sally se arregló el pelo, y se desabrochó la capa a la altura del cuello.

—Un comerciante de venta por correo especializado en cosas de la guerra de Secesión.

—¿Esto lo sabe todo el mundo?

—Ahora sí.

Julia se levantó del sofá, fue hasta su silla y comprobó si había alguna nota. Giró sobre la silla y cogió la bolsa de nueces.

—¿Quieres una?

Sally declinó el ofrecimiento. Como adelantándose a una serie de preguntas, le dijo a Julia que siempre se había sentido fascinada por la representación de la guerra de Secesión, y que una vez había valorado la posibilidad de realizar un documental sobre el tema de una unidad en concreto. El documental se cayó por falta de apoyo financiero, pero la práctica se le había metido en la sangre, y ahora lo hacía por diversión. Su unidad reunía a gente, la mayoría hombres de la zona nordeste del país, y todo el mundo tenía una copia del calendario y un arma, una bayoneta Enfield.

—¿La tienes aquí? — preguntó Julia.

Sally apretó los labios en un gesto de desaprobación un tanto esnob.

—En el coche. El combate terminó tarde ayer por la noche, así que tuve que quedarme en un hotel de Atlanta y volar esta mañana. No he visto a mis hijos.

—¿Me la podrás enseñar en algún momento?

—¿El qué?

—La bayoneta.

—Claro. ¿Podemos hablar de nuestra noticia, ahora?

Charlaron durante un rato de la historia, un retrato de una estrella del cine inglés cuyas películas no gustaban a Julia.

—¿Cómo diablos conseguiste que aprobaran esto?

Sally levantó las cejas.

—Si ésta es tu actitud, me doy cuenta de que lo vamos a pasar muy bien juntas.

—No, no, lo que quiero decir es que no es exactamente un tipo conocido. Solamente estoy sorprendida de que Bob te dejara hacerlo.

—Probablemente le nominen para un Oscar de la Academia. Es por eso. De todas formas, si tienes alguna reserva, es mejor que la oiga ahora.

Julia sintió que empezaba a sentirse más a gusto con la mujer. Sally Benchborn tenía una actitud directa. Parecía decidida, de forma inocente y honesta, a elaborar una obra maestra a partir de esa celebridad de segunda fila, y Julia creía, después de haber conversado con ella, que si alguien podía hacerlo, era Sally. Hablaron de temas de logística. La entrevista principal estaba hecha; estaban a punto de llegar unos fragmentos de película. Iba a hacerse otra entrevista y habría mucho metraje de soporte de la ciudad inglesa de Whitby, donde el actor tenía una segunda residencia. Julia iba a tener una buena cantidad de material a finales de semana, y tendría que hacer horas extras para la digitalización, si era necesario. Luego se hizo un silencio y Sally Benchborn miró a Julia en la penumbra. En una esquina de la habitación, un monitor emitía sin sonido las noticias por cable.

—¿Sabes por qué me he levantado del sofá cuando has abierto la puerta?

Julia tenía una nuez entre los labios. Se la comió.

—Me levanté porque, cuando abriste, parecías mareada. Creí que ibas a desmayarte.

Julia se tragó la nuez. Sally entrecerró los ojos y esperó.

—Dios mío -dijo Julia.

Comprobó el interfono que había al lado de la puerta y se aseguró de que estuviera apagado y que nadie pudiera escuchar. Su productora cruzó las piernas, con expresión divertida. De repente, ser una aficionada a la representación de la guerra de Secesión ya no parecía tan excéntrico. Sally irradiaba una gran confianza en sus elecciones. Transmitía la sensación de que nada podía ser tan natural como su decisión de llevar ese uniforme; de que no existía un placer más básico que el llevar a cabo una afición que combinaba la historia, la moda y la puntería, una ocasional representación de fin de semana de un combate sangriento.

A Julia le gustó esa seguridad en sí misma. Le despertaba confianza. Le contó todo a Sally: la desaparición de Evangeline Harker, la llegada de las cintas desde Rumania, Remschneider digitalizándolas, la indiferencia de Trotta.

Sally se puso roja mientras la escuchaba.

—¿Dónde está Remschneider?

—¿Por qué?

—-Voy a hablar con él. Es un buen tipo, pero a veces necesita que le digan algo.

Julia levantó una mano. Le parecía haber oído un ruido al otro lado de la puerta. Sally no prestó atención.

—Trabajé con el Pedigüeño en mi última historia. Es rápido y listo, pero puede ser infantil. La verdad es que creo que el adjetivo adecuado para él es «inmaduro». Pero me escuchará.

No hacía mucho, Julia preguntó a Remschneider cómo había sido trabajar con Sally Benchborn, y él contestó «el show de los
freaks»,
aunque eso no significaba nada. Los editores y los productores se manejaban entre el amor y el odio; se daban puñaladas por la espalda con una necesidad casi biológica. Sally le llamaba
el Pedigüeño
porque, le explicó, pedía cumplidos sin ninguna vergüenza. Él la llamaba
la
Freak.
Eran cosas inherentes a la profesión. Quizás ella pudiera hacer entrar en razón a Remschneider.

Sally se abotonó la parte alta de la camisa de muselina, se cubrió con lo que ella llamaba la guerrera del uniforme federal -un abrigo que Julia había confundido con una capa- y se puso la oscura gorra azul yanqui en la cabeza. Siguió a Julia a través de la puerta y pasillo abajo del piso veinte en dirección a Remschneider, quien poseía un despacho ligeramente más grande y mejor entre el segundo y último corredor. La puerta estaba cerrada y no se oía nada dentro.

—Quizás hayan salido a comer -sugirió Sally.

—La luz está encendida.

—Lo está. — La productora llamó tres veces a la puerta-. ¡Pedigüeño!

Julia puso la oreja contra la puerta.

—Juraría que he oído susurros ahí dentro.

Las mejillas de Sally se encendieron con un vivo color rojo.

—¡No juegues conmigo, Remschneider!

Julia giró el pomo.

—No está cerrado, Sally.

Pareció que Sally estaba a punto de soltar un comentario agrio pero, en lugar de eso, giró el pomo y entró en la habitación con un gesto teatral; la guerrera del uniforme federal flotó a sus espaldas. Julia la siguió. Durante un largo rato, ninguna de las dos mujeres dijo nada. Tres hombres se encontraban sentados en unas sillas delante de tres pantallas: dos monitores de vídeo y un aparato de televisión de veintitrés pulgadas. Cada uno de los hombres llevaba puestos unos auriculares, y cada uno de los auriculares estaba conectado con un monitor, si bien los tres mostraban la misma imagen: una silla de madera en una habitación vacía. No se oía lo que los hombres escuchaban por los auriculares, pero Julia pensó más tarde que había distinguido una especie de susurros, como unos últimos fragmentos de frases que se filtraran en el seco oxígeno de la habitación. Lo que la con-mocionó fueron las lágrimas. Tres hombres, Remschneider y dos más, todos a finales de la treintena o en mitad de la cuarentena, todos ellos hombres de familia, bromistas, amantes de la música, absolutamente profesionales en el momento de cortar fragmentos, estaban sentados con los ojos enrojecidos; las lágrimas les caían por los rostros y les dibujaban surcos en la piel, como si marcaran las mejillas con algún ácido. Estaban boquiabiertos y agarraban con fuerza los auriculares. «Como si alguien les hubiera clavado un cuchillo en el cerebro», pensó Julia.

LIBRO 5

Evangeline, la del Maritime

Veinticuatro

L
os pájaros gritan como marineros en la noche. Me he estado despertando a cada rato y les he oído en su pelea. Me levanto de la cama, enciendo la vela e intento escribir estas notas, tal y como la hermana Agathe me dijo que hiciera. Dijo que ésa es mi tarea.

Mientras estoy despierta, estoy asustada, y el jaleo de los pájaros me hace soportar mejor el miedo. Me da un poco de paz, no sé por qué. Nunca me han interesado mucho los pájaros ni la gente que los tiene. Son unas criaturas ridículas y charlatanas. Pero estoy segura de que éstos me están haciendo bien. La verdad es que nunca he visto a esos animales. De vez en cuando, por supuesto, sospecho que oigo algo. La carga que llevo dentro se ha disfrazado con unas alas y chilla.

Es extraño. No he estado en este valle nunca, en toda mi vida, pero parece que tengo cierto conocimiento sobre toda la zona. Si las hermanas de este claustro hablaran mi idioma, se sentirían alarmadas y asombradas por la información que poseo. Sé, por ejemplo, que hay tres fosas comunes en el valle que se encuentra al otro lado de la cadena de montañas, y que hay una más grande, aquí, justo al otro lado de los muros del monasterio. Nunca he visto el otro valle, pero sé que una de las fosas se encuentra detrás de un cuartel abandonado pintado de un desvaído color amarillo ocre y que contiene los cuerpos de veintitrés personas, doce hombres, ocho mujeres y tres niños, todos ellos judíos procedentes de un lugar llamado Suceava. Quizás ése es el nombre de este lugar, donde me encuentro. Otra fosa se encuentra en lo más profundo del bosque, donde nadie se adentra excepto los cazadores, y dentro de ella, enredados unos con otros como zarzamoras, están los cuerpos de tres mujeres gitanas, todas ellas violadas, mutiladas y asesinadas de un tiro en la nuca; una anciana, su hija y la sobrina de la hija, cuyas muertes son bastante recientes, ocurridas en las últimas décadas. Y, además, está la última de las tres fosas, en el valle adyacente, la más vieja, en la cual se encuentran profundamente enterrados los huesos de diecinueve caballeros turcos decapitados. Descansan debajo de un estanque que solamente tiene dos siglos y medio de existencia. Las hermanas ni siquiera lo saben, estoy segura, y considerarían que este conocimiento mío es obra del demonio. Pero lo cierto es que se me da de la forma más natural. De la misma manera que sé que un cúmulo de nubes trae nieve, sé que la curva de esta tierra alberga los restos de los masacrados.

Hay un pájaro que emite un sonido distinto del de los demás y que parece llamar desde mucho más lejos. Es un animal más dulce, que no se involucra en la pelea de los otros pájaros, y que parece tener una misión distinta. Me llama en la noche, me pide que vuelva a cruzar las montañas y que vuelva al lugar donde recibí mi carga. Una de las hermanas me dijo que no prestara oídos a nada que pronunciara mi nombre. Dice que debo permanecer entre estos muros hasta que mi carga me sea retirada. Esta llamada nocturna no proviene de nada diabólico, estoy segura. «Evangeline», entona, y me recuerda la vieja canción por la que mis padres me pusieron este nombre. Me gustaría seguirla. Me gustaría seguir el camino de conocimiento que brilla ante mis ojos. Me gustaría recorrer esta tierra, encontrar a las demás almas olvidadas de este mundo, esas incontables y desperdigadas piedras preciosas.

Durante el día, mi mente descansa con la quietud de una rana sobre una hoja de nenúfar. Dispongo de un lugar soleado en medio del helado monasterio, y las hermanas me permiten sentarme en él, envuelta en pieles de lobo, mientras ellas realizan su trabajo. Yo me quedo sentada y miro el cielo. Pasan los días, fríos, pero por la noche mi habitación se caldea. Una de las hermanas viene a cuidar el fuego de la chimenea de piedra. Me ofrece té y pan moreno. Ninguna de ellas habla inglés, pero, por sus gestos, entiendo que soy objeto de su piedad, de su preocupación, y que altero sus principios. Me miro en el espejo y comprendo por qué. Solamente mis ojos ya me aterrorizan. Nunca he visto a esta mujer en toda mi vida.

Pronto será febrero, según el calendario. Y luego, el temible marzo, y llegará la Pascua y su crucifixión sangrienta. Hace unas semanas llegó una persona, y la traté mal. Le ordené que se fuera. Vino la policía también, y les dije que mantuvieran alejado al desconocido. Pero él continúa volviendo, y ellos se lo permiten. Tengo la impresión de que cree que soy alguien. No tengo derecho a ser tan poco amable, pero él me dijo que esperaría al otro lado de los muros a que llegara el momento de que yo estuviera preparada para decirle cuál es mi nombre y de dónde provengo, dónde está mi casa. Pero ¿qué significa eso?

«Casa» es una de las palabras que mi carga ha convertido en una adivinanza, incluso a pesar de que, en mi memoria, o en el lugar donde mi memoria debería encontrarse, detecto un eco de calma y descanso, y creo que eso debe de ser lo que esta palabra significa. Informé a mi visitante de que me encuentro perfectamente bien y él empezó a tomar notas, lo cual me enojó. Le conté que me gusta la sensación de la nieve en la lengua. Me encanta el olor de la madera quemada al amanecer. Me gusta el sonido de los pies calzados con botas pisando el hielo, la profundidad de las sombras donde no llega la luz eléctrica. Me gusta sentir la piel de mi rodilla en la palma de la mano, el sabor de la avena cocida para cenar, la promesa de un sueño profundo que casi nunca viene. Estoy llena de amor, pero no hacia la gente, ni hacia los lugares, ni hacia los objetos. Mi amor me sobrepasa; toma la forma de una antigua memoria de la especie, y me ha cambiado. Amo las mismas cosas que los muertos -los asesinados, insultados y deshonrados- aman.

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