Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Le gustaba alejarse siempre que era posible. Resultaba de gran ayuda el hecho de que pudiera irse del edificio a la hora de comer y tomarse una ensalada griega mientras se deleitaba al sol al lado de ese enorme espacio en construcción donde antes se habían levantado los edificios vecinos. La proximidad con esa horrible herida en el cemento la inquietaba mucho menos que el ambiente de la planta veinte. Los pensamientos sobre la moral, el tiempo, el terrorismo y la seguridad, la política y la fe dejaron de ser temas pesados; por el contrario, en comparación parecían temas saludables y apropiados para la meditación.
El día en que recibió la noticia de la gran reunión -convocada por Bob Rogers para anunciar su retiro y, en consecuencia, para dar paso a un cambio en la pirámide por primera vez en los treinta y cinco años de historia del programa (ése era el rumor)- ella pasó un rato especialmente largo en el espigón de Battery Park. Había rechazado la ensalada griega y, en su lugar, había pedido una hamburguesa con queso y patatas fritas que estaba disfrutando enormemente. La posibilidad de pasar un tiempo más o menos largo en el espigón dependía de la agenda. No podía empezar la pieza siguiente hasta que su productora, Sally, volviera de Japón, y eso no iba a suceder hasta la semana siguiente. La habían llamado antes de tiempo para la gran reunión. Todavía le quedaban tomas por rodar, pero no importaba; esa reunión iba a ser un hito histórico: el futuro del programa de noticias más importante de la televisión estaba en juego. Mientras tanto, el calor subió hasta unos niveles bárbaros, a más de 32 °C. En el centro de la ciudad la gente iba ligera de ropa y los aparatos de aire acondicionado zumbaban como trastos viejos en las ventanas.
Julia se quitó los zapatos y dejó los pies colgando sobre el agua. Los chicos en monopatín pasaban de un lado a otro y la risa de los niños la hacía sentir a gusto. Tiró una patata frita a una ardilla. Por mucho que intentaba apartar esas cosas de su imaginación, no podía. Era un hecho que una gran parte de los editores habían dejado de ir al trabajo. Ella ya no se quedaba en el edificio después de que el sol se hubiera puesto, pero cuando se aproximaba esa hora, notaba la presencia de sus colegas por todas partes y todos ellos eran como una versión de Remschneider, tenían los ojos muertos y helados, los cuerpos pesados, las cabezas llenas de unas insoportables transmisiones auditivas: los susurros de las cintas. Al principio ella se resistía a llamar a las puertas cerradas. No quería encontrarse con ningún otro cuerpo. Pero el silencio podía con ella. A principio de mes se había dedicado a llamar a las puertas del pasillo, pero no respondió nadie. Se quejó de ello a su jefe, pero éste meneó la cabeza y, sin ninguna convicción, respondió:
—Es la época del año. La mitad está de vacaciones.
Él también tenía los ojos muertos, o moribundos. Julia dejó de llamar a las puertas. Esperó a que llamaran a la suya. Su esposo decía que era un extraño resurgimiento de su vieja paranoia de la clandestinidad: los federales iban a aparecer por la noche con órdenes de registro. Sus hijos se reían de ella y decían que mamá había perdido la cabeza.
Pero no la había perdido. La ausencia de los editores no era la única prueba. Los productores también se mantenían apartados. Sabían que algo no funcionaba en la planta veinte. Sabían que los aparatos técnicos tenían fallos y que era necesario mandar las películas a gente subcontratada hasta que la cadena pudiera solucionar el problema. Y lo que era peor: los editores parecían estar enfermando, como si fueran frutos colgados de un árbol enfermo. Los productores sabían que ellos serían los siguientes en el turno, así que hicieron lo que cualquier persona en sus cabales haría: en lugar de pulir sus currículos e ir a cualquier otra parte en busca de trabajo, algo impensable dado que no había ningún otro lugar en el mundo de la televisión, se aseguraron de que sus historias les obligaran a estar de viaje continuamente.
Julia reflexionaba acerca del lujo y de la suerte que suponía tener movilidad. Los productores podían viajar por trabajo, podían moverse, eran libres. Los editores estaban atados a sus sillas, en las sombras, metidos en habitaciones. Eran esclavos.
—¿Puedo sentarme contigo?
Era Austen Trotta, vestido con un chaleco de color caqui y una camisa de cuadros de manga corta. Tenía una ensalada griega entre las manos, pero ella supo al instante que él no se le había acercado para socializar. Había venido a hablar de los problemas con ella. Ese rostro arrugado le pareció increíblemente amable, como el de Dios a un niño de cinco años. Dios no le había dado la espalda.
Él abrió la bandeja de plástico de la comida y se quedó mirando con expresión triste los trozos de queso feta y los filetes de anchoa.
—Te lo cambio.
Ella rio:
—No, gracias.
Julia se dio cuenta de que a él le resultaría difícil sentarse en el espigón, así que fue a sentarse a uno de los bancos.
—Quiero disculparme -dijo él.
—¿Por qué motivo?
—El pasado otoño intentaste decirme algo sobre esas cintas de Rumania y yo no quise escucharte.
Ella se había olvidado de eso, habían pasado muchas cosas desde entonces.
—¿Y lo sacas ahora, después de tanto tiempo? — preguntó.
Allí, sentada con él, se sintió menos sola de lo que se había sentido en meses. Sus ojos delataban que él también había oído y visto cosas extrañas y que no tenía a nadie a quién contárselo.
—Algo malo ha sucedido en la planta veinte. Algo terrible.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí.
Él se lo contó todo. Ella ya lo sabía, en parte. Se había enterado, igual que todos los demás, de la inminente llegada de Evangeline Harker. Sabía, además, que Edward Prince había empezado a comportarse de forma extraña y que estaba encerrado en su oficina, pero no lo había atribuido a lo que sucedía en la zona de edición. Pero mientras Trotta le hablaba del encuentro con Stimson Beevers, sintió un escalofrío y un temor más profundo de lo que había sentido nunca.
—¿Alguien aparte de Prince ha visto a esa figura del hampa, Torgu? — preguntó ella.
—Debe de haber otros, sí. Se supone que Beevers. La cuestión es si yo debería verle.
Ella percibió la falta de decisión de Trotta. No se le había acercado simplemente para compartir las penas, sino que quería saber qué decisión tomar. Ella le contó todo lo que había visto y oído desde el otoño: los ruidos de las máquinas, la ausencia de los productores y de los editores en los pasillos, las palabras en los visionados, el contagio de la podredumbre.
—Necesito saber una cosa -dijo él.
Julia percibió un brillo de sospecha en su mirada; ella también albergaba las suyas.
—Vale.
—¿Sabes a qué me refiero cuando hablo de la voz?
Ella lo sabía.
—A los nombres.
—¿Quién más lo sabe? ¿Lo sabe alguien?
—Bob Rogers cree que lo sabe. Hace bastante tiempo que le dije que teníamos un problema, pero él me dijo que se trataba de la cadena, y que lo único que se podía hacer era parapetarse y resistir en silencio, como Martin Luther King. Dijo exactamente eso. La verdad es que fui a la cadena, pero a ellos no les importó en absoluto. Esos problemas jugaban a su favor en la cuestión de sacarse de encima a Rogers. Me dijeron que no me preocupara, que realizarían una investigación interna completa. Mientras tanto contratarían a editores externos para montar las piezas.
Julia se dio cuenta de que esas noticias acerca de la cadena interesaban profundamente a Austen. Él tenía sus sospechas.
—¿Cuánto tiempo se suponía que se necesitaría para llevar a cabo esa completa investigación interna?
—Indefinido.
—Lo suficiente para dejar que cavemos nuestra propia tumba. — No había tocado la ensalada-. Estamos dejados de la mano de dios.
Julia no veía otra alternativa:
—Tienes que reunirte con ese tipo, Austen. Reúnete con tus condiciones y hazte una idea más cabal de la amenaza que significa. Y, luego, plantéalo en la gran reunión de la semana que viene. Aclarémoslo todo, veamos qué más saben los demás. La unión hace la fuerza. ¿Sabes a qué me refiero?
Él le dirigió una mirada burlona.
—¿La unión hace la fuerza? ¿Contra esto? ¿De verdad lo crees?
—Sí. Si vas a la policía ahora, tú solo, ¿qué es lo que tienes? Ni siquiera la cadena te va a respaldar. Pero si vamos como una unidad, como los periodistas más respetados de la televisión, conseguiremos que nos escuchen. Mientras tanto, intentemos hacer que ese tipo salga a la luz. Si está en alguna parte de la planta, eso no debería ser demasiado difícil. Necesitamos tener a ese capullo encerrado bajo llave. Mientras él continúe a sus anchas, no tenemos manera de saber con qué nos estamos enfrentando de verdad.
Él tartamudeó:
—¿Puedo hacer una pregunta ridícula? ¿En completa confianza?
Ella asintió con la cabeza.
—Una vez insinuaste que nos encontrábamos ante algo… ni siquiera puedo nombrarlo. Con algo no del todo normal. ¿Comprendes a qué me refiero?
Julia se lo confirmó.
—Estaba equivocada. Esto no es una historia de fantasmas, Austen. Por primera vez me doy cuenta de ello. Quizá Rogers no esté tan equivocado. O quizá nos estemos enfrentando con alguien que quiere hacer daño al programa. Quizá no sea la cadena, sino alguien que tiene sus propios motivos. Mucha gente nos odia, Austen. Y si tienen acceso a la tecnología adecuada, cualquier cosa es posible. ¿Sabes qué quiero decir?
Trotta no parecía convencido y Julia intentó otra vía:
—De acuerdo. Digamos que estoy equivocada. ¿Tú crees que nos enfrentamos con algo sobrenatural?
Él negó con la cabeza, como distraído con algún pensamiento oscuro.
—Supongo que no.
Ella cambió de tema:
—¿En quién más podemos confiar?
Él la miró de reojo.
—En nadie -dijo-. No dejaré que me tomen por un idiota.
Julia pensó en Sally Benchborn, pero no estaba segura. Después del visionado de la pieza sobre ese gurú de la salud, Sally se había mantenido a distancia.
—¿Y Evangeline Harker?
Trotta rechazó la idea con un gesto vigoroso.
—No la metamos en esto.
Julia percibió cierta emoción: él sabía más de lo que estaba diciendo.
—Ella forma parte de esto, ¿verdad? Ella y su prometido. Tú me lo dijiste.
Trotta desvió la mirada hacia el agua. El calor se había hecho sofocante, incluso a pesar de la brisa.
—¿Existe alguna posibilidad de que Evangeline Harker sepa con qué nos estamos enfrentando?
Trotta se levantó del banco. Ella tuvo otro momento de revelación y siguió su intuición:
—Ese hombre a quien Prince entrevistó debe de tener algo que ver con Rumania, ¿verdad? Tenemos que hacer que ella intervenga en esto, Austen.
—No.
Julia no acababa de creerle.
—¿Te importa si se lo pregunto?
—Casi hice que la mataran una vez, cuando le pedí que fuera a Rumania. No voy a arriesgar su vida por segunda vez. Te estoy pidiendo un favor: no le digas ni una palabra. Te lo imploro.
Se levantó y le dedicó una extraña reverencia antes de alejarse hacia la sombra de los edificios que rodeaban Battery Park. Austen Trotta era de la vieja escuela: utilizaba palabras como «implorar». Él sabía cómo implorar. Pero ella se negaba a acatar esa noción de caballerosidad. Por primera vez empezaba a percibir la posibilidad de una cura a la dolencia que sufrían en la planta. Trotta también lo percibía, pero su conciencia no le permitía llevarla a cabo. Ella no tenía ese tipo de escrúpulos. Iba a encontrar a Evangeline Harker. Iba a descubrir la verdad de todo ese asunto y Evangeline Harker era la clave de ello.
Al día siguiente, Julia fue a la oficina casi corriendo: Evangeline tenía que volver al trabajo esa mañana, o eso era lo que le habían dicho. Además, había otras cosas que comentar con Austen. No habían hablado de los detalles del plan. De hecho, se daba cuenta de que Austen no había estado de acuerdo con nada. Julia fue a buscar a Peach, quien le informó de que Austen no iba a llegar hasta media mañana.
—¿Y Evangeline Harker? — preguntó Julia.
—Está por aquí.
—¿La has visto?
—Por supuesto -contestó Peach, como si esa mujer no hubiera desaparecido nunca.
Peach miró la pantalla de su ordenador y se metió un trozo de manzana frita en la boca. No respondía a nadie excepto a Austen. Aún así dijo:
—Mira en su oficina.
Evangeline Harker no estaba en su oficina. Julia preguntó a todas las personas con quienes se cruzó, pero nadie la había visto.
Miggison pareció ofendido: nadie se lo había dicho.
—¿Está viva?
Julia volvió a donde se encontraba Peach.
—¿De verdad que la has visto?
Peach se limpió el azúcar de los dedos con una servilleta.
—La he visto. Tiene buen aspecto, de haber descansado. No diría tanto del aspecto de su pelo. ¿Has mirado en los lavabos de señoras?
Julia se dirigió allí. Evangeline Harker acababa de salir, le dijo una voz desde detrás de una puerta cerrada. Julia siguió esa pista invisible. Llegó al final de uno de los pasillos centrales, hasta el cruce entre la entrada a la zona de edición y el callejón del magreo. Sacó la cabeza hacia las sombras que envolvían las cajas y vio algo.
—¿Evangeline?
Una extraña belleza apareció. Julia no estaba segura, al principio. Esa mujer parecía más alta, tenía un aire más remoto, y era más seria que Evangeline. Se dio cuenta de qué había querido decir Peach con lo del pelo. El cabello de Evangeline siempre había sido liso y ahora era rizado, pero no parecía una permanente de este mundo: los rizos le caían por los hombros en dirección a la cintura. Tenía una mirada más profunda; esos ojos que antes habían mostrado una voluntad alegre, como si cualquier otra cosa hubiera delatado vulnerabilidad, ahora encerraban un violento dolor en los iris. Esos ojos le obligaban a uno a apartar la mirada. Su sentido de la moda había cambiado drásticamente. Llevaba unos vaqueros azules, algo impensable antes, y una camiseta amarilla que revelaba sus pechos de una forma tan directa que Julia se preguntó si Evangeline quería exhibirlos. ¿Se los había levantado? Muchas mujeres neoyorquinas, bajo presión, buscaban refugio en el cirujano plástico, pero Evangeline nunca pareció ser de esa clase de mujeres. Sus mejillas mostraban un brillante color rojo natural. Y en voz baja y densa, dijo: