Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Dijo:
—Hace mucho tiempo se me informó de que ciertos estados serían perjudiciales para mi salud.
Las palabras fueron pronunciadas con dificultad, como si hubiera luchado por no decir una mentira. Una vez fueron dichas, permanecieron en el aire, y pareció que lamentaba haberlas pronunciado. Me miraba con una especie de silencio a la defensiva. Yo no comprendí ese comentario, pero su vergüenza pareció crecer. Un tono de disculpa parecía resonar en el aire, horriblemente fuera de contexto. Si alguna vez habéis estado en la cama con un hombre incapaz de funcionar, tendréis alguna idea de lo que digo. Yo no podía apartar la mirada de él, ni él la suya de mí, y si soy sincera, diré que una extraña carga erótica pendía en medio de ese silencio. Él deseaba contarme un profundo secreto, y eso me aterrorizaba.
Al final, lancé una pregunta:
—¿Una enfermedad?
Él volvió a beber y se aclaró la garganta. Negó con la cabeza y clavó la vista en el espacio que había entre ambos, sobre la mesa.
—Ninguna, excepto la vida misma.
—Ah.
Su respuesta había tenido un tono concluyente. No iba a llevar el tema más allá. Todas las alarmas deberían haberse apagado, y algunas lo hicieron, pero fueron las alarmas equivocadas. Torgu no debía decir algo así en la entrevista con Austen, pensé. Si mencionara su enfermedad, fuera la que fuese, eso lo volvería ridículo al instante, y si él resultaba ridículo, no tendría ninguna credibilidad. No resultaría creíble al afirmar que él era el jefe del crimen organizado en Europa del Este, ni al hablar de su experiencia en los campos de concentración. Yo todavía no podía soportar la idea de que debía ser yo quien hiciera ese juicio, mucho antes de que Austen lo hiciera; la idea de que esa entrevista estaba muerta mucho antes de que una cámara se pusiera en funcionamiento. Mis jefes se sentirían gravemente decepcionados. Pensé en el comentario de Torgu. Probablemente sufría una disfunción sexual común, una impotencia, quizá, magnificada por su orgullo y su soledad hasta convertirse en una condición mucho más severa. Y a pesar de todo era una cosa tan extraña de admitir, una revelación tan inútil, un detalle tan completamente incómodo, que imaginé que debía de ser sincero. Quería confirmar mis sospechas.
—Eso es muy desafortunado -conseguí decir finalmente-. Cuando dice usted «ciertos estados», quiere decir…
Él me dirigió una mirada que me desafiaba con una energía nueva, pero también había un rasgo de algo más en ella: un brillo dolorido, me pareció.
—No deseo hablar de eso ni ahora ni nunca más. Le pido que olvide el asunto. No sé por qué he contestado. A veces es usted desagradablemente convincente.
¿Qué más podía decir yo? Él me miró con firmeza y esperó la siguiente pregunta. Abatida, transigí.
—¿Tiene usted alguna ayuda aquí arriba? Alguien debe de haber preparado esta excelente cena.
Él me agradeció el cumplido y me dirigió una segunda sonrisa amable. Me sentí aliviada.
—Los hermanos Vourkulaki llevan este hotel.
—¿Es un hotel en funcionamiento?
Torgu se encogió de hombros, como si no pillara el tema de la pregunta.
—Parece un nombre griego, Vourkulaki.
Eso le hizo sonreír.
—Muy bien. Por supuesto que es griego. Son unos griegos de cuna humilde, debo decir. Se mezclaron con los turcos hace mucho tiempo y no son del tipo de alta alcurnia. En este país, los griegos de alta alcurnia dirigieron el gobierno durante un siglo. Fanariotas, los llama la gente aquí. Eran unos aristócratas ricos del Imperio Otomano. Pero los hermanos Vourkulaki son unos insignificantes y sucios isleños que vienen de Santorini. ¿Le suena?
—Oh, dios mío, sí me suena, sí. Allí es a donde Robert quiere ir de luna de miel. ¿Es bonita? También estamos pensando en Vietnam. Pero yo soy un poco griega, por parte de mi madre, así que probablemente iremos al Egeo.
Torgu pareció contrariado. Hizo una pausa y los labios le temblaron de una manera curiosa.
—A juzgar por los hermanos Vourkulaki, no es un lugar romántico. — Se limpió la boca con la servilleta. La amplia frente se le arrugó-. Esto es lo que le voy a decir de los hermanos Vourkulaki: si ve a un hombre guapo y joven de pelo oscuro que se dirige hacia usted por algún pasillo de este edificio, debe alejarse de él. Evite su compañía… Los hermanos están enfermos… están enfermos de algo de lo que toda la civilización griega, y perdóneme, está enferma. Sufren incapacidad de apartarse de ciertas cosas que los demás evitarían a toda costa.
Intenté fingir que estábamos hablando de lo mismo.
—Los hombres griegos tienen fama de ser demasiado directos…
—Sí. Eso es exactamente. Los hermanos Vourkulaki son muy directos. Pero no se les permite estar en las tres plantas de arriba, y ellos lo saben, así que mientras permanezca usted allí, no tiene nada que temer.
Se puso en pie.
—Discúlpeme -dijo-. Es tarde, estoy agotado. Si ha terminado, la acompañaré a su planta.
—Mi propia planta. Por dios.
No hubo café, ni postre. Nos pusimos en pie. Le di las gracias otra vez por la comida y él hizo una reverencia como si yo fuera una princesa.
É
l cogió mi maleta y me condujo más allá de la habitación que contenía su colección de artefactos rotos. Tropecé, estuve a punto de caer por un desnivel de tres escalones y recuperé el equilibrio justo delante de un artilugio que parecía ser un ascensor en movimiento. Nunca había visto algo así antes. En lugar de una única cabina que se abría al apretar un botón, este ascensor no tenía puertas y estaba compuesto por dos cabinas, que se movían constantemente. A la izquierda las cabinas subían. A la derecha, bajaban. Llevaban un ritmo constante, silencioso, y había que saltar a una de ellas en cuanto ésta quedaba al mismo nivel del piso o la oportunidad había pasado. Era un tanto irritante, y dudé. Él me empujó y subimos. Él llamaba a esa cosa un
paternoster
y, con orgullo, me contó que el hotel había sido diseñado y construido por ingenieros de la Alemania del Este antes de que las normas globales de seguridad pudieran interferir.
—Los tullidos no pueden usarlo -dijo Torgu con satisfacción-. Carecen de la mínima agilidad.
Nuestra cabina subió con rapidez y, dado que no tenía puertas, entreví algo de los pisos prohibidos, los pisos por donde era evidente que los hermanos Vourkulaki deambulaban. La luz del
paternoster
iluminaba los pasillos durante un instante; parecían los de cualquier otro hotel barato pero eran más sombríos. En uno o dos de los pisos había unas puertas abiertas, como si el servicio de limpieza hubiera estado trabajando, a pesar de que no había carritos, ni cubos ni fregonas, nada que sugiriera que se hacía ese tipo de trabajo. Un olor a podredumbre había inundado esos espacios. El moho se había instalado en la estructura, y también otro hedor, el de podredumbre, por la presencia de insectos muertos dentro de las paredes, se había infiltrado. No le pregunté si los tres pisos superiores tenían calefacción o luz. La comida había sido exquisita, y él se había mostrado de lo más agradable. Necesitaba algo de mí, eso estaba claro; necesitaba una cámara. Hasta que la obtuviera, me trataría bien.
—Casi hemos llegado -dijo en tono casi inaudible-. Estos son los peores pisos, los últimos antes del ático. Una desgracia.
Vi a qué se refería. Al llegar al nivel de uno de los pisos, percibí un ligero olor a plástico y a madera chamuscados. Debía de haberse producido un incendio. La luz del
paternoster
mostró unas paredes ennegrecidas. El artilugio pareció aminorar la velocidad y sentí que se me alteraban los nervios. Me pareció ver que algo se movía, como una espiral de humo, o como la cola de un animal grande, o una mano que saludara justo en el umbral de lo que mi vista abarcaba. Pareció proceder del interior de una habitación que no tenía puerta. Debía de estar a unos veinte metros, pero la luz del
paternoster
no era lo suficientemente fuerte para destacarlo de entre las sombras.
—¿Ha visto eso?
Torgu chasqueó la lengua, como para hacerme callar. El último piso incendiado quedó atrás.
—Por favor, salga. — Me empujó ligeramente fuera del
paternoster
-. Disfrutaremos de las escaleras a partir de aquí.
El suelo bajo mis pies parecía sólido. El hedor a moho y a fuego había desaparecido. Consideré la posibilidad de que ese añadido se hubiera construido después de la conflagración, encima de ella, como una ciudad nueva construida encima de una vieja. Torgu subió aprisa los escalones delante de mí y me sorprendió su repentina agilidad. Colocó una mano en el pomo de una puerta y miró hacia atrás.
—Voy a inspeccionar -me dijo-. El servicio puede ser esporádico.
Abrió la puerta y metió la cabeza dentro. Una cálida luz amarilla se derramó por las escaleras.
—Perfecto -dijo, y me hizo entrar rápidamente con la maleta. Yo esperaba encontrarme en un pasillo, pero el suelo se extendía en una única y amplia superficie, como la de una sala, dividida por piezas de pesado mobiliario, aparadores, un gran piano, sofás, divanes, unas cuantas camas. Una serie de alfombras de pelo largo y de brocado oriental cubrían el suelo. Eran de seda tejida a mano, se veía a primera vista. Velas encendidas titilaban aquí y allá. Unas lámparas unidas a unos gruesos alargadores se extendían por encima de las alfombras hasta unas cavidades en las paredes. Vi una barra llena de coloridas botellas de whisky, vodka y otros licores, varios armarios y un tocador con un amplio espejo redondo y dibujos
art nouveau.
Esas piezas podían haber pertenecido a Torgu, pero no parecían reflejar ningún gusto en particular, excepto el de rebuscar en las tiendas de antigüedades. Oí el zumbido de unos calefactores, unidos también a unos alargadores, y vi su brillo anaranjado, como unos pequeños fuegos. Me pregunté si habría la potencia eléctrica suficiente para encender mi secador y supe cuál era la respuesta. No la había. Mi pelo volvería a estar endiabladamente encrespado.
Por todas partes, en todas las paredes, brillaban los reflejos de las velas y las lámparas, y los muebles, de superficies brillantes, eran casi como agua.
—Es precioso, señor Torgu.
Él asintió.
—Existen normas en este lugar, señorita Harker. Ya conoce una de ellas.
—Mantenerse lejos de los griegos. — Le hice un saludo militar con la mirada baja.
—Sí. Y eso significa que usted no tiene nada que hacer en los pisos que se encuentran entre éste y la planta baja. ¿Sí?
—De acuerdo.
—Soy un hombre de negocios que tiene asuntos por toda la provincia y no volveré hasta mañana, un poco tarde. Cenaremos otra vez y, si lo desea, puede traer su cámara.
Le corregí.
—No tan deprisa. No es así como trabajamos. Las cámaras vendrán en la próxima visita.
Sus labios dibujaron una mueca de consternación.
—Pero ¿no haremos una prueba de cámara?
—No estamos haciendo una película de Hollywood, señor Torgu.
Se dio la vuelta. Su vanidad pareció haber sido herida.
—No importa. Vendré a buscarla mañana por la noche para cenar otra vez.
Quise dejarme caer en la cama. Había sido un día horroroso. Pero me quedé de pie allí, bostezando, esperando a que se fuera. Él miró hacia atrás, y yo tuve la impresión, muy breve, de que había un interés sexual. Recordé su enfermedad sin nombre y me pregunté si no habría sido un equivocado intento de seducción, la caprichosa noción de un viejo de lo que podía atraer a una mujer norteamericana. Me pareció una especulación absurda y la impresión no duró. Por el contrario, la última mirada que me dirigió pareció echarle de la habitación. Pero cuando llegó a la puerta, Torgu se detuvo, colocó una mano en el marco de la puerta y miró hacia atrás otra vez.
—Una última cosa.
Yo crucé los brazos, enderecé la postura y presté atención a su última advertencia con esfuerzo.
—La puerta está cerrada por una razón. Cuando esté dispuesto a verla, vendré a buscarla. Yo tengo la única llave.
Esa fue la última estrambótica revelación. Yo estaba demasiado cansada para objetar nada. En cuanto desapareció, marqué el número de Robert en mi teléfono. El aparato buscó línea, intentó conectar una o dos veces, pero no fue posible. Apreté los botones una docena de veces o incluso más, sin suerte. Giré el pomo de la puerta y llamé a Torgu, pero nadie contestó, ni ese hombre ni sus, en teoría, malignos griegos. Volví a la cama, marqué unas cuantas veces más y me quedé dormida con el teléfono en la mano.
C
uando me desperté a la mañana siguiente, el café humeaba en la mesa al lado de una cesta con panes y un tarro de miel. El sol me deslumbraba y me di cuenta de que las paredes no eran otra cosa que unos grandes ventanales, vidrio tras vidrio, por todos los lados de la habitación. Caminé por el perímetro de la misma mientras mordisqueaba el pan con miel, observando en todas direcciones una grandiosa vista de montañas cubiertas de pinos al sur, al este y al oeste, hasta donde alcanzaba la vista. La plana llanura de Transilvania se extendía en dirección norte. A ese lado de las vistas, a diferencia del flanco sur, que se elevaba a medida que se alejaba de las llanuras, las montañas se levantaban directamente desde el suelo del valle y alcanzaban miles de metros de altura. Me hicieron pensar en unas olas congeladas que se hubieran retirado de la playa y se hubieran detenido al dibujar la cresta. Yo pendía de una de esas crestas, como un halcón en la cima de una montaña, y miraba hacia lo lejos. Los valles también debían de ser altos, la misma tierra de Transilvania debía de ser una enorme montaña de corazón plano.
Después de explorar un poco, volví a probar con el teléfono. Golpeé la puerta. Dormí.
Mi segunda cena con Torgu empezó en silencio. Yo estaba furiosa. Una cámara, que no era como la que utilizaba nuestro equipo, sino más vieja y más voluminosa, se encontraba al lado de la mesa como si fuera un sirviente. En una mesa adyacente vi una primitiva mesa de sonido. «Arrogancia de gánster», pensé.
La comida no ayudó; costillas de cerdo encima de una papilla de harina de maíz, una visión desagradable, como un peñasco de cartílago encima de arena húmeda. Mi agitación profesional aumentó mientras cenábamos, a medida que el silencio se hacía más denso.
No me gustaba sentirme presionada. No era cosa suya proporcionar el equipo técnico, como no hubiera sido cosa mía haberle aconsejado dónde abrir el próximo casino. Además, opuse reparos a ser encerrada en una habitación, por importante que fuera su necesidad de seguridad. Pensé que él dudaba de mis credenciales y que temía que yo tuviera intención de dañarle de alguna forma, en cuyo caso para él era sensato, de una sensatez retorcida, encerrarme. Pero eso no me reconciliaba con la situación.