Read Tierra de vampiros Online
Authors: John Marks
Pareció ordenar las ideas. Era una editora con talento y una buena persona, pero tenía sus debilidades. Nadie era más rápido en presentar una acusación de sexismo que Julia Barnes. No me considero un sexista, aunque he sido acusado de ello en el pasado, y no quiero facilitar más argumentos de los estrictamente necesarios. Pero su extraño fervor suscitaba la pregunta. Para darle un momento, rebusqué entre los papeles que tenía encima del escritorio hasta que encontré el cenicero.
Ella suspiró.
—Te voy a decir por qué es importante. Esas cintas llegaron de Rumania, aunque no esperábamos recibirlas. Nuestra productora asociada ha desaparecido allí. Por lo que sabemos, está muerta. Vale. Eso es lo que sabemos. Pero luego, Miggison me da las cintas para que las guarde y lo siguiente que sé es que las han sacado de mi despacho y que ahora se encuentran en manos de otro editor, un editor que no tiene parte en este asunto y que no tiene por qué tocarlas, y que las está digitalizando como si necesitáramos tenerlas en el sistema para montar una historia, a pesar de que, como ambos sabemos, no hay nada en esas cintas que pueda utilizarse para ninguna historia que podamos hacer nunca. Así que te lo pregunto otra vez: ¿por qué diablos las estamos digitalizando? ¿Por qué no las enviamos directamente a la policía?
Lo que decía tenía cierto sentido, aunque había dado un gran salto en su razonamiento y había relacionado dos cosas que podían estar completamente desconectadas. Por lo que sabemos, por lo que ella me acababa de contar, esas cintas podrían haber sido filmadas por algún otro equipo de la cadena, el de
Noticias noche
o
La hora del amanecer
, y habrían podido llegar a nuestros dominios por equivocación. Yo no sabía por qué otro editor querría digitalizarlas, pero eso resultaba difícil de juzgar como siniestro.
—Si lo que estás diciendo es que existe alguna relación entre Evangeline Harker y esas cintas, me gustaría mucho tener alguna prueba.
Ella meneó la cabeza con una expresión ligeramente paternalista. Levantó un poco la voz.
—¿Y que me dices de ese nombre, Olestru?¿No dijo Lockyear que era el mismo nombre que el de su contacto? ¿Eso no cuenta?¿O es que estoy loca?
Empecé a enojarme, lo cual es malo para mi presión arterial. Quité los pies de encima del escritorio y me incorporé en la silla. Ese nombre me preocupaba, pero no constituía una buena prueba. La conversación había terminado, por lo que a mí respectaba.
—¿Alguna otra cosa, querida?
Empujó los papeles del escritorio a un lado.
—No me estás escuchando, Austen. Esas cintas proceden de Transilvania.
La miré con una expresión de asombro, sin adornos y sin ningún arrepentimiento. Era una de las editoras más listas de esa planta. Era una de las profesionales en alza, o lo había sido hasta ese momento. Y entonces, al comprender lo que sucedía, solté una carcajada. Me había pillado.
—Oh, vaya. — Se me saltaban las lágrimas-. Oh, Jesús.
Ella empezó a reírse también, gracias a dios. Nos reímos sin parar; llorábamos de la risa, y ella hasta dio una palmada en el escritorio. Habíamos sido atacados por unos vídeo-vampiros. Llamé a Peach al despacho, y se lo contamos, y ella también soltó una gran risotada. Me sentí mejor de lo que me había sentido en décadas. Reír es la forma de libertad más profunda. A su manera, la gabardina de la suerte no me había fallado. Pero cuando Julia abandonó el despacho, una oscuridad húngara había vuelto a sus ojos, y ya no quise saber por qué.
The weather underground:
la clandestinidad
J
ulia Barnes pasó de una habitación brillantemente iluminada a otra y de una conversación con un corresponsal a otra, creyendo que su productor habría vuelto a la zona de edición y la estaría esperando, y que no estaría interesado para nada en el estado del asunto Harker, excepto, quizá, como cotilleo, como una de esas informaciones vitales acerca de las desgracias de otro equipo. Eso quizá le reportara cierta ventaja, pero no mucha. No resultaba de ninguna ayuda el hecho de no haber trabajado nunca con ese productor, ni haber oído rumores terribles acerca de su carácter y sus hábitos de trabajo. Pero no podía dejar plantado a un corresponsal. Si el hombre quería hablar, ella también tendría que hacerlo.
El que había sido colega de Austen durante décadas, Ed Prince, le guiñó un ojo para que entrara en la habitación. Le indicó con un gesto que cerrara la puerta. Ella lo hizo con cierta reluctancia.
Prince meneó la cabeza, como si la conversación ya hubiera comenzado, y ella hizo lo propio, creyendo que la mejor estrategia sería mantener un aire de confabulación sin decir nada que pudiera comprometerla. Empezó a reír, y ella se rio también. Finalmente, Prince paró y le hizo una seña para que se sentara.
—Mírate -dijo él.
Ella meneó la cabeza e intentó volver a reír, pero eso ya no resultó convincente.
—¿Qué es tan gracioso, querida?
—Oh, la absurdidad de la situación, supongo.
—¿Qué situación?
Acentúo el tono malicioso. Ella no pensaba jugar.
—Venga, Ed.
—No me vengas con «venga, Ed». Nadie aquí me cuenta absolutamente nada. Soy el tonto del pueblo.
«Eres más tonto que el del pueblo», pensó ella para sus adentros.
—Tengo a un productor en mi sala, Ed. Es un desastre.
—Mentirosa.
Prince y Trotta eran hombres muy distintos. Un rato antes, ella había intentado que este último se diera cuenta de un peligro que casi no podía nombrar, y él la había tratado con una condescendencia indiferente. A diferencia de la mayoría de personas del programa, Trotta nunca mostraba un aire de necesidad, o si lo hacía, éste siempre quedaba velado detrás de muchas capas de una ambivalencia mordaz. Por otro lado, Prince, a pesar de su fama nacional, nunca había encontrado el terreno adecuado que el sentimiento de superioridad necesita para cultivar una auténtica condescendencia. Era como una de esas viejas estrellas de cine de la Metro Goldwyn Mayer que nunca se escondían de un fotógrafo, que querían que sus asuntos amorosos estuvieran a la vista del público, que ansiaban mostrarse y que no sentían la menor vergüenza por ello. Atrapado por ese deseo, Prince no se sentía apreciado, no se sentía informado, no se sentía alimentado y siempre intentaba compensar, congraciándose incluso con quienes no tenían ninguna importancia bajo ningún punto de vista. A Julia le gustaba eso de él, pero también sentía pena. ¿Cómo podía alguien haber llegado tan lejos y desear, todavía, tanto amor? A diferencia de Trotta, que mostraba una pulcritud desenfadada propia de otros tiempos, que no tenía miedo de llevar un fular en el cuello o un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, Prince se había lanzado al asalto de la fama con los oscuros trajes azules propios de los inversores de Wall Street. No fumaba y no bebía, y comía sin necesidad ninguna de aromas ni inspiración. Realizaba las llamadas telefónicas él mismo y, en esas llamadas, se refería a sí mismo como «Ed Prince, el periodista de
La hora».
Su bronceado era debido a meses de ir vestido con ropa de tenis en Cape Cod, donde reinaba durante el hiato en una existencia sin entrevistas que casi no podía soportar. Y todo ese esfuerzo parecía diseñado para generar una impresión de solidez, cuando, de hecho, uno siempre notaba las arenas movedizas en Prince. Podía hundirse en cualquier momento, y ¿quién le agarraría de la mano? Ella no.
—¿Por qué me lo preguntas, Ed?
—Porque sé que me lo dirás.
—Evangeline Harker ha desparecido.
—¿Qué más? ¿De qué estabas hablando allí dentro con ese deleznable y viejo delirante?
Trotta era, por lo menos, una década más joven que Prince.
—Eso es algo entre él y yo.
—Y una mierda.
Ella decidió poner el cuello bajo el hacha. El filo iba a alcanzarla, de todas maneras. Iba a colaborar y terminaría con eso.
—Estoy preocupada por el hecho de que unas cintas procedentes de Rumania estén siendo digitalizadas a pesar de que no sabemos nada de ellas. No hay una cifra de presupuesto. No hay ninguna historia. Y aun así, un editor ha asumido la tarea de colocar ese material en un sistema que compartimos todos.
Prince dio un paso hacia delante.
—Y tú crees que esas cintas tienen algo que ver con la chica Harker.
Julia asintió con la cabeza.
—Lo creo, pero no tengo ninguna prueba.
Prince también asintió. Sonrió como si ella acabara de proponerle una idea verdaderamente tonta para una historia. Cogió el teléfono y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué mierda me he preocupado de decírtelo?
Salió de la habitación. Esos viejos cabrones se pensaban que eran los dueños de su mundo, pero no lo eran. Ninguno de ellos lo era. Ella tenía su propia vida fuera de la zona de edición. Quizás estuviera atravesando un momento difícil, pero tenía una vida por lo menos.
Se detuvo para captar una repentina explosión de belleza. La luz del sol había atravesado una cadena de nubes por encima de la cuenca oriental del Hudson, y esa luz inundaba las oficinas de la planta veinte, atravesaba las paredes de cristal de los impresionantes espacios de los corresponsales, se colaba por entre las hojas de las plantas colgantes, por entre las cortinas venecianas, caía sobre los montones de papeles y de libros y descendía como una bendición sobre las filas de ayudantes, que tan raramente captaban un destello de gloria como ése. La ayudante de Austen, Peach Carnahan, nadaba en un fuego de plata. Cuando Julia era una estudiante católica, creía que esos fuegos artificiales de la naturaleza revelaban la mano de Dios. Ahora conocía la verdadera importancia que tenían. Servían para poner de relieve las verdades desesperadas de la existencia humana. Las personas que tenían despachos con ventanas podían disfrutar de la luz del sol. ¿Y aquellos que no tenían ventanas? Podían besar el culo de los semidioses.
En cuanto se fue del pasillo de los corresponsales y salió de la luz para entrar en el estrecho pasaje que conducía al pasillo principal, el vago sentimiento de incomodidad volvió a aparecer. La luz a su alrededor había pasado de un blanco apagado a un oscuro azul. A la izquierda, la luz de la cafetería brillaba y de ella provenía un murmullo; era el lugar más alegre de toda la planta. Se alejó del consuelo que ofrecía, recorrió la oscuridad alejándose del pasillo de los corresponsales y empezó a elaborar un plan. De alguna manera, la cinta de vídeo rumana estaba contaminada. Visualmente, esas imágenes le hacían pensar en los mensajes electrónicos que contienen virus informáticos. Los detectaba a kilómetros de distancia: la falsa oferta de un interés lascivo o financiero en el título y la urgencia que suscitaban en ser abiertos para poder provocar estragos. No se debía permitir que esas cintas entraran en el sistema informático. No debían digitalizarse. Iba a detenerlo, y no lo haría acudiendo a la dirección de la cadena, donde por supuesto tenía amigos. Lo haría al viejo estilo, al estilo clandestino, a través del engaño, el sabotaje y, si hacía falta, a la fuerza.
A
ntes de entrar en la zona de edición, Julia miró hacia atrás por encima del hombro hacia los lavabos y los ascensores, hacia la relativa alegría de la mesa de seguridad. Había pasado por delante de Menard Griffiths, el vigilante, y había disfrutado del habitual momento de agradable y animado palique, como si hablara con un ser procedente de un mundo distinto y más amable. Menard era un hombre cálido y decente, y siempre le hacía cumplidos por una sonrisa que cada vez aparecía en su rostro con menos facilidad. Pero ahora estaba lejos, allí detrás, en medio del pasillo, más allá de los lavabos y los ascensores, y ella estaba ahí abajo, en el umbral de la zona de edición, sin ventanas y bien insonorizada. Toda la vida la habían llamado paranoica; no le importaba. Alargó el cuello y husmeó. «Como un animal que huele el aire», pensó. En ese aroma de largos días e interminables noches, de comida, de perfume rancio y de sudor frío, notó algo más. Pensó que la atmósfera allí había cambiado. «Todo ha cambiado, la planta entera. El fantasma de Ian nos acecha -pensó-. O alguien más ha muerto.» Quizá Lockyear, ahora que se había enterado de que le habían echado. Alguien dijo haberle visto atravesar precipitadamente las puertas de cristal del edificio, con las lágrimas cayéndole por las mejillas y los insultos manando de sus labios.
Se dirigió hacia su despacho, donde su nuevo productor debía de estar preguntándose dónde diablos se había metido.
El pragmatismo de Trotta la había hecho impacientarse consigo misma. Era una madre con hijos adolescentes, tenía un gran apartamento en Manhattan y se enfrentaba con el tráfico cada día en un coche que tendría que estar en el desguace. Había sobrevivido en ese trabajo durante dieciocho años y no tenía intención de perder esa mierda. Que fueran los Lockyear quienes lo hicieran. Ella era más dura, más mezquina, más lista.
Julia abrió la puerta de su oficina, a punto de ofrecer una disculpa a su productor. Un hombre pálido vestido con un uniforme azul saltó hacia ella: un soldado unionista pálido como un cadáver, con capa y pistolera, con un cabello largo y rubio que sobresalía en mechones por debajo de la capa inclinada. Era como un reportaje que hubiera cobrado vida. A Julia le pareció oír un sonido espectral de banjo. Dejó escapar un chillido, incapaz de moverse de donde estaba, con el corazón desbocado mientras el espectro flotaba hacia ella hasta quedar a una corta distancia. Unas manos se levantaron hasta su garganta. El chillido funcionó como alarma. La gente salió fuera de las salas de edición adyacentes. Alguien encendió la lámpara de mesa que había al lado de la puerta y Julia vio la realidad. El visitante se había quitado la capa, revelando un cabello largo hasta los hombros de un color castaño y unos mal escogidos pendientes de perlas. Era su nueva productora.
U
nos cuantos editores se quedaron un momento con la boca abierta ante la puerta de la sala, mirando a Julia mientras ésta se reía para hacerse pasar el susto. Finalmente, la productora los echó. Cerró la puerta, se sentó al lado de Julia y se presentó como Sally Benchborn, miembro del equipo de Sam Dambles.
—Eh, hola Sally -tartamudeó Julia-. No dejes que mi comportamiento te engañe. Yo… soy una fan de tu trabajo.