Tempestades de acero (6 page)

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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

BOOK: Tempestades de acero
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—¿Pero qué clase de artefactos son éstos? ¿Pero qué clase de artefactos son éstos?

Un relámpago brilló de repente en las alargadas raíces de aquella haya y un golpe contra mi muslo izquierdo me tiró al suelo. Creí que había sido alcanzado por un terrón de tierra; pronto el calor de la sangre que fluía en abundancia me hizo ver que estaba herido. Más tarde se pudo comprobar que un afiladísimo fragmento de metralla me había producido una herida en la carne, después de que mi portamonedas hubiera amortiguado su virulencia. Su aguzado filo, parecido al de una hojilla de afeitar, había traspasado no menos de nueve capas de rudo cuero antes de dañar el músculo.

Tiré la mochila y corrí hacia la trinchera de donde habíamos venido. Desde todas la partes del bosque bombardeado afluían concéntricamente hacia aquel mismo sitio los heridos. Moribundos y heridos graves obstruían el paso; caminar por allí era algo horrible. Una figura humana que estaba desnuda hasta medio cuerpo y que tenía desgarrada la espalda se apoyaba en el talud de la trinchera. Otro hombre lanzaba de continuo unos gritos estridentes, estremecedores; de su nuca colgaba un jirón de carne de forma triangular. El Gran Dolor ejercía allí su imperio; por vez primera pude mirar, como por una rendija demoníaca, en las profundidades de su dominio. Y las granadas seguían llegando.

Perdí por completo el dominio de mí mismo. Eché a correr atropellándolo todo, sin tener consideración con nada; tras haber resbalado varias veces por causa de la prisa, logré por fin escalar el talud de la trinchera, escapar de aquella barahúnda infernal, encontrar vía libre. Corrí como un caballo desbocado por entre la espesura del monte bajo, atravesé caminos y claros y acabé desplomándome en un bosquecillo situado cerca de la Grande Tranchée.

Ya estaba anocheciendo cuando pasaron junto a mí dos camilleros que andaban reconociendo el terreno. Me cargaron en su angarilla y me llevaron a un puesto de socorro; era un simple abrigo con un techo de troncos. Allí pasé la noche, apretujado entre otros muchos heridos. Un médico estaba de pie, relajado, en medio de aquella confusión de hombres que gemían; colocaba vendas, ponía inyecciones, daba órdenes con voz tranquila. Me eché sobre el cuerpo el capote de un muerto y me quedé dormido; la fiebre que ya empezaba a tener me provocó sueños extraños. En cierto momento me desperté en medio de la noche y vi cómo el médico continuaba entregado a su tarea a la luz de un farol. Había allí un francés que no hacía más que lanzar chillidos a cada instante; alguien que estaba junto a mí gruñó con mal humor:

—Cómo son estos franceses. Si no pueden gritar, no están contentos.

Volví a dormirme.

Cuando a la mañana siguiente me transportaban en una camilla, un casco de metralla perforó la lona pasando por entre mis rodillas.

Junto con otros heridos me cargaron en uno de los carros-ambulancias que iban y venían continuamente del campo de batalla al hospital de sangre. El vehículo fue arrastrado al galope por la Grande Tranchée, que aún seguía batida por un fuego intenso. Detrás de las grises paredes de lona cruzábamos a ciegas el Peligro; éste nos acompañaba con pasos de gigante que aplastaban el suelo.

En aquel vehículo nos metieron como panes en un horno; en una de las camillas iba un camarada con una herida en el vientre que le causaba grandes tormentos. Nos fue suplicando uno a uno que pusiéramos fin a su vida con la pistola del enfermero, que estaba allí colgada. Nadie respondió. En aquel viaje conocí la sensación que se tiene cuando cada sacudida del vehículo es como un martillazo en una herida grave.

El hospital de sangre había sido instalado en un claro del bosque; habían extendido allí largas hileras de paja que luego habían cubierto con ramas. Por la afluencia de heridos era fácil ver que estaba en marcha un combate importante. Al contemplar a un general médico que en medio de aquel sangriento trajín inspeccionaba los servicios, volví a sentir la misma impresión, difícil de describir, que se experimenta al ver a un ser humano que, rodeado por los espantos y las conmociones de la zona en que ejercen su imperio los elementos, se ocupa en ordenar cada vez mejor las cosas que realiza, con la sangre fría propia de una hormiga.

Regalado con comidas y bebidas y fumando un cigarrillo yacía yo allí sobre un lecho de paja en medio de una larga hilera de heridos; me encontraba en aquel estado de ánimo aliviado que se apodera de uno cuando ha aprobado un examen, bien que no de manera irreprochable. Una breve conversación que escuché cerca de mí me dejó pensativo.

—¿Qué es lo que te pasa, camarada?

—Tengo un balazo en la vejiga.

—¿Te duele mucho?

—Bah, eso no importa. Pero que esto no me permita seguir luchando…

Aquella misma mañana nos transportaron hasta el gran puesto de concentración de heridos instalado en la iglesia de la aldea de Saint-Martin. Allí estaba ya listo para partir un tren-ambulancia que en dos días nos transportaría a Alemania. Durante el viaje veía los campos desde la cama; la primavera había tomado posesión de ellos. Nos atendía con todo cuidado un hombre silencioso, profesor de filosofía. El primer servicio que me prestó consistió en cortarme con una navaja la bota, para poder quitármela. Hay hombres que tienen un modo especial de relacionarse con el cuidado de los heridos; ver a aquel enfermero leyendo de noche un libro a la luz de su linterna era algo que por sí solo producía en mí una sensación de alivio.

El tren nos condujo a Heidelberg.

A la vista de las colinas del Neckar, que estaban coronadas de cerezos en flor, experimenté un intenso sentimiento de amor a la patria. Qué bello era aquel país y cómo merecía que por él derramásemos la sangre y diéramos la vida. Nunca antes había experimentado yo de tal manera el hechizo de aquella tierra. Pensamientos buenos y serios me vinieron a la mente y por vez primera vislumbré que aquella guerra significaba algo más que una gran aventura.

La batalla de Les Eparges fue mi primera batalla. Transcurrió de un modo completamente diferente a como me había imaginado una batalla. Yo había intervenido en una importante acción de guerra y, sin embargo, no había llegado a verle la cara a un solo enemigo. Hasta mucho más tarde no tuve la vivencia directa del choque, ese punto —culminante de la batalla, cuando las oleadas de asalto aparecen en campo abierto; durante unos momentos decisivos, mortales, esa aparición interrumpe el vacío caótico del campo de batalla.

Douchy y Monchy

A los quince días estaba ya curada mi herida. Me enviaron a Hannover, al Batallón de Depósito, y allí me concedieron un breve permiso con el fin de que volviera a acostumbrarme a andar.

Una de las primeras mañanas que pasé en casa, mientras caminábamos por el jardín viendo cómo habían agarrado los árboles, me hizo mi padre esta sugerencia:

—Presenta la solicitud de sargento aspirante a oficial.

Le hice caso, aunque al comienzo de la guerra me había parecido más atractivo participar en ella como soldado raso, pues así no era responsable más que de mí mismo y de nadie más.

Mi regimiento me envió, pues, a Döberitz, para que tomase parte en un cursillo de perfeccionamiento; seis semanas más tarde abandoné aquel lugar con el grado de sargento aspirante a oficial. Los centenares de jóvenes que de todos los rincones de Alemania afluían a Döberitz eran una prueba manifiesta de que por entonces no carecía Alemania de tropas buenas y belicosas. En Recouvrence había aprendido la instrucción individual; aquí, en cambio, nos adiestraron también en las diversas formas de mover pequeñas unidades sobre el terreno.

En septiembre de 1915 me reincorporé a mi regimiento. Dejé el tren en la aldea de Saint-Léger, donde se hallaba instalado el Estado Mayor de nuestra división, y marché a pie, como jefe de un pequeño destacamento de reserva, hasta Douchy, lugar de descanso de mi regimiento. Delante de nosotros se hallaba en su apogeo la ofensiva francesa de otoño. El frente se dibujaba en los vastos campos como una nube larga, hirviente. Por encima de nosotros tableteaban las ametralladoras de las escuadrillas aéreas. A veces, cuando nos sobrevolaba a baja altura alguno de los aviones franceses, cuyas escarapelas multicolores parecían escudriñar el suelo como grandes ojos de mariposas, me ocultaba con mi pelotón bajo los árboles de la carretera para ponernos a cubierto de las vistas. Los proyectiles disparados por los cañones antiaéreos dejaban en el aire largos cordones de madejas blancas; los fragmentos de su metralla caían luego silbando acá y allá sobre los sembrados.

Esta pequeña marcha a pie iba a ofrecerme muy pronto la ocasión de hacer un uso práctico de los nuevos conocimientos que había adquirido. Es probable que nos hubiesen visto desde alguno de los innumerables globos cautivos cuyas envolturas amarillas brillaban hacia el oeste; lo cierto es que, justo en el momento en que íbamos a girar para entrar en la aldea de Douchy, estalló delante de nosotros la bola negra de una granada. Cayó en la puerta del pequeño cementerio aldeano, situado al borde mismo de la carretera. Por vez primera conocí allí el segundo exacto en que es preciso dar respuesta, adoptando una decisión, a un acontecimiento inesperado.

—Hacia la izquierda; dispersarse, ¡aprisa, aprisa!

La columna se dispersó a la carrera por los campos; luego hice que los hombres volvieran a reunirse hacia la izquierda y, dando a continuación un gran rodeo, los introduje en la aldea.

Douchy, lugar de descanso del 73.º Regimiento de Fusileros, era una aldea de medianas dimensiones que aún no había sufrido mucho por causa de la guerra. Durante el año y medio que nuestro regimiento pasó en aquella zona participando en la lucha de posiciones, transformó aquel lugar, situado en el ondulado terreno de Artois, en una segunda guarnición, en un lugar en que la tropa encontraba distracciones y recobraba fuerzas tras las difíciles jornadas de lucha y trabajo pasadas en la primera línea. ¡Cuántas veces no dimos un suspiro de alivio al divisar en las oscuras noches de lluvia una luz solitaria que brillaba en la entrada de la aldea!

Allí volvía uno a tener un techo sobre la cabeza y una cama sencilla y tranquila en una habitación seca. Allí podía uno dormir sin verse obligado a salir a la noche cada cuatro horas y sin ser perseguido hasta en los sueños por la constante espera de un ataque por sorpresa. A uno le parecía que acababa de volver a nacer cuando, el primer día de descanso, había tomado un baño y quitado al vestuario la suciedad de la trinchera. Hacíamos instrucción y gimnasia en los prados para desentumecer nuestros oxidados huesos y para despertar otra vez nuestra sociabilidad, pues durante las largas guardias nocturnas nos habíamos ido convirtiendo en unos solitarios. Esto nos ponía en forma para las graves jornadas que de nuevo vendrían. En los primeros tiempos las compañías marchaban por turnos a la primera línea para realizar allí labores de excavación durante la noche. Esta fatigosa ocupación doble quedó suspendida más tarde por orden de nuestro coronel von Oppen, que era una persona inteligente. La seguridad de una posición se basa en el vigor y en el inexhausto coraje de sus defensores, no en que sus caminos de acceso tengan una estructura enmarañada ni en que sean muy profundas las trincheras donde se combate.

Douchy ofrecía a sus grises habitantes, durante las horas libres, bastantes clases de esparcimiento. Aún estaban abiertas numerosas cantinas repletas de comestibles y de bebidas; existía un salón de lectura, así como un salón-café, y más tarde hubo incluso una sala de cine, instalada con todo primor en un gran pajar. Los oficiales disponían de un casino magníficamente amueblado y de una bolera, situada en el jardín de la casa parroquial. A menudo se celebraban fiestas propias de la compañía, según los viejos y buenos usos alemanes, en ellas los mandos y la tropa rivalizaban en beber. No quisiera olvidar tampoco las fiestas en que hacíamos matanza; en ellas se veían obligados a dejar su vida los cerdos de la compañía, que habían sido excelentemente engordados con las sobras de las cocinas de campaña.

La población civil seguía viviendo en la aldea, por ello el espacio se aprovechaba al máximo y de todas las maneras posibles. En una parte de los jardines se habían construido acuartelamientos y abrigosviviendas; un gran huerto de legumbres que estaba en el centro de la aldea había sido transformado en la «Plaza de la Iglesia»; otro, al que llamábamos «Plaza de Emmich», en un parque de recreo. Allí se hallaban, en dos abrigos cubiertos con troncos, el salón-barbería y el salón del dentista. Un gran prado que había junto a la iglesia hacía las veces de cementerio; casi todos los días marchaba allí una compañía para dar escolta por última vez, mientras se entonaba una coral, a uno o varios camaradas.

En el plazo de un año le había crecido encima a aquella decrépita aldeúcha rural, como un parásito enorme, toda una ciudad militar. Bajo ésta resultaba casi irreconocible la vieja y pacífica fisonomía de la aldea. En el estanque los dragones bañaban a sus caballos; en los jardines hacía instrucción la infantería; en los prados se tendían los soldados a tomar baños de sol. Todas las instalaciones se iban desmoronando; en perfecto estado hallábase tan sólo aquello que guardaba relación con el combate. Las vallas y los setos habían sido derribados o se los había hecho desaparecer para mejorar las comunicaciones; en todas las esquinas brillaban, en cambio, los grandes cartelones que indicaban las direcciones. Mientras se hundían los techos y poco a poco íbamos quemando los muebles de las casas para calentarnos, surgieron instalaciones telefónicas y líneas eléctricas. Partiendo de los sótanos de los edificios se habían abierto galerías subterráneas con el fin de ofrecer a quienes allí habitaban un refugio seguro en caso de bombardeo. La tierra procedente de la excavación de aquellas galerías se había dejado despreocupadamente amontonada en los jardines. No había en toda la aldea ninguna frontera divisoria ni ninguna propiedad individual.

La población francesa había sido confinada en la salida hacia Monchy. Los niños jugaban en los umbrales de edificios que se hallaban en estado ruinoso y los viejos se deslizaban encorvados por entre aquel trajín nuevo que indudablemente les había vuelto extraños, sin la menor consideración, los lugares en que habían pasado toda su vida. Los jóvenes del pueblo tenían que presentarse todas las mañanas y el comandante de la plaza, el teniente Oberlander, los distribuía en grupos para que cultivasen las tierras comunales. Nosotros no teníamos ningún contacto con los vecinos, salvo cuando les llevábamos nuestra ropa interior para que nos la lavasen o cuando les comprábamos mantequilla y huevos.

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