Taiko (86 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
10.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo sé.

—Supongo que me consideras un marido muy duro.

Ella se le acercó, todavía sujetando al niño contra su pecho.

—¡No es cierto! ¿Por qué habría de guardarte rencor? Creo que todo esto es cosa del destino.

—Uno no puede resignarse diciendo que es cosa del destino. La vida de la esposa de un samurai es más dolorosa que tragar espadas. Si no estás resuelta del todo, no será una verdadera resolución.

—Estoy tratando de llegar a esa clase de raciocinio, pero lo único que puedo pensar es que soy madre.

—Mira, querida, incluso el día de nuestra boda no pensé que serías mía para siempre. Tampoco mi padre dio su permiso para que te convirtieras en una verdadera novia de los Asai.

—¡Cómo! ¿Qué estás diciendo?

—En un momento como éste, un hombre tiene que decir la verdad. Este momento nunca se repetirá, por lo que voy a abrirte mi corazón. Cuando Nobunaga te envió para que te casaras conmigo, en realidad no fue más que una estratagema política. Comprendí lo que se proponía desde el mismo principio. —Hizo una pausa antes de seguir—. Pero aunque sabía eso, nació entre nosotros un amor que nada podrá jamás detener. Entonces tuvimos cuatro hijos. En estas circunstancias ya no eres la hermana de Nobunaga, sino mi esposa y la madre de mis hijos. No permitiré que viertas lágrimas por nuestro enemigo. Así pues, ¿por qué estás tan delgada y retienes la leche que deberías darle a la criatura?

Ahora ella lo veía con claridad. Todo cuanto había sido un resultado del «destino» respondía a una estratagema política. Era una novia de la estrategia política: desde el principio Nagamasa había considerado a Nobunaga como un hombre al que era preciso vigilar. Pero Nobunaga había sentido un afecto sincero hacia su cuñado.

Nobunaga creía que el heredero del clan Asai tenía futuro y había confiado en él. Fomentó con entusiasmo el matrimonio, pero el enlace había sido dudoso desde el comienzo, debido a la alianza mucho más antigua entre los Asai y los Asakura de Echizen. Este pacto no era simplemente de defensa mutua, sino una relación compleja basada en la amistad y los favores mutuos. Los Asakura y los Oda eran enemigos desde hacía años. Cuando Nobunaga atacó a los Saito en Gifu, ¿hasta qué punto le estorbaron y acudieron en defensa de los Saito?

Nobunaga superó este obstáculo al enlace enviando a los Asakura la promesa por escrito de que no invadiría sus dominios.

Poco después de la boda, tanto el padre de Nagamasa como el clan Asakura, al que debía tantos favores, empezaron a presionar a Nagamasa para que sospechara de su esposa. Entretanto los Asai se habían unido a los Asakura, el shogun, Takeda Shingen de Kai y los monjes guerreros del monte Hiei en una alianza contra Nobunaga.

Al año siguiente Nobunaga invadió Echizen y de repente se vio atacado por la retaguardia. Nagamasa le había cortado la retirada y, actuando de común acuerdo con el clan Asakura, urdió la aniquilación total de Nobunaga. En aquel entonces Nagamasa le dejó bien claro que no permitiría que su esposa influyera en sus criterios, pero Nobunaga no le creyó. Las fuerzas de los Asai y el valor marcial del hombre en quien Nobunaga había confiado se convirtieron en un fuego a sus mismos pies. Realmente se habían convertido en unas cadenas. Sin embargo, tras la destrucción de Echizen el castillo de Odani ya no era ni un fuego ni unas cadenas constrictoras.

De todos modos, Nobunaga aún confiaba en que no se vería obligado a matar a Nagamasa. Por supuesto, respetaba su valor, pero lo que más le preocupaba era el afecto que sentía por Oichi. Esta preocupación extrañaba en su entorno, pues todos recordaban que, cuando destruyó con fuego el monte Hiei, a su señor le tuvo sin cuidado que le llamaran «el rey de los demonios».

***

El tiempo otoñal era cada día más marcado. Al amanecer, la hierba alrededor del castillo estaba empapada por el frío rocío.

—Ha sucedido algo terrible, mi señor.

La voz de Fujikake Mikawa reflejaba una turbación desacostumbrada en él. Aquella noche Nagamasa había dormido cerca de la redecilla mosquitera que protegía a su esposa y sus hijos, pero no se había despojado de la armadura.

—¿Qué sucede, Mikawa?

Nagamasa se apresuró a salir de la habitación, con la respiración entrecortada. ¡Un ataque al amanecer! Tal fue su primer pensamiento. Pero el desastre del que le informaba Mikawa era mucho peor.

—Durante la noche los Oda han ocupado el recinto Kyogoku.

—¡Cómo!

—No hay duda. Podéis verlo desde el torreón, mi señor.

—No es posible.

Nagamasa subió rápidamente a la torre vigía, tropezando una y otra vez en las escaleras a oscuras. Aunque el Kyogoku estaba lejos de la torre vigía, el recinto parecía extenderse debajo de él. Allí, ondeando en lo alto del castillo, a lo lejos, había gran número de estandartes, pero ninguno de ellos pertenecía a los Asai. Uno de los estandartes de mando, brillante y orgulloso, agitado por el viento, evidenciaba claramente la presencia de Hideyoshi.

—¡Hemos sido traicionados! ¡Muy bien! Van a ver, sí, van a verlo Nobunaga y todos los samurais de este país. —Forzó una sonrisa—. ¡Van a ver cómo muere Asai Nagamasa!

Nagamasa bajó las oscuras escaleras de la torre vigía. Para los servidores que le seguían, era como acompañar a su señor a una gran profundidad bajo tierra.

—¿Qué..., qué sucede? —preguntó quejumbroso uno de los generales a mitad de la escalera.

—Onogi Tosa, Asai Genba y Mitamura Uemon se han pasado al enemigo —respondió un general.

—A pesar de que eran servidores de alto rango, han traicionado la confianza depositada en ellos cuando se les puso al frente del Kyogoku —dijo amargamente otro hombre.

—¡Son inhumanos!

Nagamasa se volvió hacia ellos.

—¡Basta de quejas! —les ordenó.

Estaban en la sala al pie de las escaleras, amplia y con el suelo de madera, iluminada por una luz débil. La sala fortificada parecía una enorme jaula o celda fortificada. Habían llevado allí a muchos de los heridos, y yacían sobre esteras de paja, lamentándose.

Cuando Nagamasa pasó entre ellos, incluso los samurais que estaban tendidos se esforzaron por arrodillarse.

—¡No los dejaré morir en vano! —dijo Nagamasa con lágrimas en los ojos—. ¡No los dejaré morir en vano!

Sin embargo, se volvió de nuevo hacia sus generales y les prohibió tajantemente que se quejaran.

—Insultar a los demás no sirve de nada. Cada uno de vosotros debe elegir su línea de conducta..., o se rinde al enemigo o muere conmigo. Ambos bandos tienen un deber moral. Nobunaga lucha para reconstruir la nación, yo lo hago en nombre del honor de la clase samurai. Si creéis que haréis mejor en someteros a Nobunaga, entonces id con él. ¡Podéis estar seguros de que no os detendré!

Dicho esto, salió a supervisar las defensas del castillo, pero apenas había recorrido cien pasos cuando le informaron de algo mucho más grave que la pérdida del Kyogoku.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡Una noticia terrible!

Uno de sus oficiales, empapado en sangre, corrió hacia él y cayó de rodillas.

—¿Qué es, Kyutaro?

Nagamasa tuvo en seguida la premonición de que estaba ocurriendo algo muy grave. Wakui Kyutaro no era un samurai destinado al tercer recinto, sino que era un servidor del padre de Nagamasa.

—Vuestro reverenciado padre, el señor Hisamasa, acaba de cometer el seppuku. Me he abierto paso entre el enemigo para traeros esto.

Jadeando, el servidor depositó en manos de Nagamasa el moño de Hisamasa y el kimono de seda en el que estaba envuelto.

—¡Cómo! ¿El primer recinto también ha caído?

—Poco antes del alba, un cuerpo de soldados avanzó por el camino secreto desde el Kyogoku hasta la puerta del castillo, haciendo ondear el estandarte de Onogi y diciendo que éste necesitaba ver con urgencia al señor Hisamasa. Los guardianes creyeron que Onogi encabezaba a sus hombres y abrieron la puerta del castillo. Entonces una gran fuerza de soldados entró precipitadamente y avanzó hasta la ciudadela interior.

—¿El enemigo?

—La mayoría eran servidores del señor Hideyoshi, pero los hombres que les mostraron el camino eran sin duda los servidores de Onogi, ese traidor.

—¿Y mi padre?

—Luchó con denuedo hasta el final. Él mismo prendió fuego a la ciudadela interior y luego se suicidó, pero el enemigo extinguió el fuego y ocupó el castillo.

—¡Ah! Por eso no hemos visto llamas ni humo.

—Si se hubieran alzado llamas del primer recinto, vos habríais enviado refuerzos, o podríais haber incendiado este castillo y cometido suicidio con vuestra esposa e hijos cuando pereciera vuestro padre. Creo que eso es lo que el enemigo temía y ha actuado en consecuencia.

De repente los dedos de Kyutaro se crisparon en el suelo.

—Mi señor..., me muero...

Sin alzar las palmas del suelo, en actitud de reverencia, su cabeza se desplomó. Había librado y ganado una batalla mucho más amarga que la de las armas.

—Otra alma valiente que desaparece —se lamentó alguien detrás de Nagamasa, y entonces entonó en voz baja una plegaria.

El sonido de las cuentas de un rosario rompía el silencio, Cuando Nagamasa se volvió, vio que allí estaba el jefe de los sacerdotes, Yuzan, otro refugiado de la guerra.

—Me apena saber que el señor Hisamasa ha encontrado su fin esta mañana temprano —dijo Yuzan.

—Tengo algo que pediros, Vuestra Reverencia —dijo Nagamasa con la voz serena, aunque sin ocultar un tono dolorido—. Mi turno será el siguiente. Quisiera reunir a todos mis servidores y celebrar un oficio fúnebre, en la medida de lo posible, mientras estoy con vida. En el valle detrás de Odani hay una piedra conmemorativa en la que está tallado el nombre budista para después de la muerte que vos me pusisteis. ¿Me haréis el favor de traer la piedra al castillo? Sois sacerdote y sin duda el enemigo os dejará pasar.

—Desde luego.

Yuzan se marchó en seguida. Cuando salía, uno de los generales de Nagamasa casi tropezó con él al entrar apresuradamente.

—Fuwa Mitsuharu ha llegado a las puertas del castillo.

—¿Quién es?

—Un servidor del señor Nobunaga.

—¿El enemigo? —dijo despectivamente Nagamasa—. Échale. No tengo nada que discutir con los servidores de Nobunaga. Si no quiere irse, arrojadle unas cuantas piedras desde el portal del castillo.

El samurai obedeció la orden de Nagamasa y se alejó de inmediato, pero pronto llegó otro de los jefes militares.

—El mensajero del enemigo continúa ante el portal del castillo. No está dispuesto a marcharse al margen de lo que le digamos. Replica que una guerra es una guerra y las negociaciones son negociaciones, y nos pregunta por qué no mostramos la etiqueta apropiada hacia él como representante de su provincia.

Nagamasa no hizo caso de estas quejas y entonces reprendió al hombre que las había repetido.

—¿Por qué me explicas las protestas de un hombre a quien te he dicho que echaras?

En aquel momento se aproximó otro general.

—Mi señor, las reglas de la guerra exigen que le veáis, aunque sólo sea un momento. No quisiera que llegue a decirse de vos que estabais aturdido hasta el punto de perder la compostura y negaros a conceder una audiencia a un enviado del enemigo.

—Está bien, que entre. Por lo menos le veré. Allí —añadió, señalando la sala de guardia.

Más de la mitad de los soldados en el castillo de Asai confiaban en que la paz entraría por aquella puerta. No es que carecieran de admiración o entrega hacia Nagamasa, pero el «deber» que éste predicaba y las razones de aquella guerra se entrelazaban con la relación que tenían con Echizen y su resentimiento por las ambiciones y los logros de Nobunaga. Los soldados comprendían muy bien este contraste.

Y eso no era todo. Aunque el castillo de Odani había resistido tenazmente hasta entonces, tanto el primero como el segundo recintos ya habían caído. ¿Qué posibilidad de victoria tenían, atrincherados en un castillo aislado?

Así pues, la llegada del enviado de Oda fue como el cielo azul claro que habían aguardado. Fuwa entró en el castillo, fue a la sala donde Nagamasa le esperaba y se arrodilló ante él.

Los hombres que le rodeaban dirigían miradas hostiles a Fuwa. Tenían el cabello revuelto y presentaban heridas en manos y cabezas. Fuwa, de rodillas, habló con tal suavidad que uno podría haber dudado de que fuese un general.

—Tengo el honor de ser el enviado del señor Nobunaga.

—Las salutaciones formales no son necesarias en el campo de batalla —dijo perentoriamente Nagamasa—. Vayamos al grano.

—El señor Nobunaga admira vuestra lealtad al clan Asakura, pero hoy los Asakura ya han caído y su aliado, el shogun, está en el exilio. Tanto favores como motivos de rencor pertenecen al pasado. Así pues, ¿por qué han de luchar los clanes Oda y Asai? Y no sólo eso, sino que el señor Nobunaga es vuestro cuñado, vos sois el amado marido de su hermana.

—Ya he oído todo eso en otras ocasiones. Si me estáis pidiendo un tratado de paz, me niego rotundamente. Por muy persuasivo que seáis, no lograréis nada.

—Con el debido respeto, no podéis hacer otra cosa más que capitular. Vuestra conducta ha sido hasta ahora ejemplar. ¿Por qué no entregáis el castillo como un hombre y trabajáis por el futuro del clan? Si accedéis, el señor Nobunaga está dispuesto a daros toda la provincia de Yamato.

Nagamasa soltó una risa desdeñosa y esperó hasta que el enviado terminó de hablar.

—Por favor, decidle al señor Nobunaga que esas palabras tan inteligentes no van a engañarme. Quien realmente le preocupa es su hermana, no yo.

—Ése es un punto de vista cínico.

—Decid lo que queráis —dijo entre dientes—, pero volved e informadle de que no pienso salvarme gracias a mi esposa. Y será mejor que se persuada de que Oichi es mi esposa y ya no es su hermana.

—¿Entiendo entonces que os proponéis compartir el destino de este castillo, pase lo que pase?

—Estoy resuelto a ello no sólo por mí sino también por mi esposa.

—En tal caso no hay nada más que decir.

La entrevista finalizó y Fuwa regresó directamente al campamento de Nobunaga.

Entonces la desesperanza, o más exactamente el vacío, llenó de tristeza el castillo. Los soldados que habían esperado la paz traída por el mensajero de Oda sólo pudieron suponer que las conversaciones se habían roto. Ahora estaban abiertamente abatidos, pues habían tenido la breve esperanza de que salvarían sus vidas.

Other books

Espresso Shot by Cleo Coyle
The Lightning Catcher by Anne Cameron
Red Grass River by James Carlos Blake
Pray for Dawn by Jocelynn Drake