Taiko (83 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿Ese hombre ha arriesgado su vida al regresar de Kai y tú le ordenas de inmediato que acompañe a tu querida? ¿No se lo tomará Tenzo a mal?

—Ha ido con ella la mar de contento. Puede que yo sea un patrono necio, pero me conoce muy bien.

—Parece ser que empleas a la gente de un modo un tanto diferente a como lo hago yo.

—Podéis estar doblemente tranquilo, mi señor. Aunque Oyu sea una mujer, si parece que Tenzo está a punto de revelar cualquier secreto a alguien, ella protegerá nuestros intereses, aun cuando tenga que matarle.

—Puedes dejar de lado las alabanzas a ti mismo.

—Perdonad, ya sabéis cómo soy.

—Eso es lo de menos —dijo Nobunaga—. El Tigre de Kai ha muerto, por lo que no podemos perder un momento. Es preciso que actuemos antes de que todo el mundo se entere de la muerte de Shingen. Hideyoshi, parte esta misma noche y regresa cuanto antes a Yokoyama.

—Tenía intención de hacer eso en seguida, por lo que envié a Oyu de vuelta a Fuwa y...

—Olvídate del resto. Apenas dispongo de tiempo para dormir. Vamos a movilizarnos al amanecer.

Los pensamientos de Nobunaga armonizaban perfectamente con los de Hideyoshi. La oportunidad que siempre habían buscado, el momento de poner fin a un antiguo problema, estaba ahora al alcance de su mano. El problema era, naturalmente, la liquidación del fastidioso shogun y el viejo orden.

Ni que decir tiene, como Nobunaga era un actor en la nueva era que estaba a punto de sustituir a la antigua, su avance tuvo lugar rápidamente. El día veintidós del tercer mes su ejército salió en masa de Gifu, y al llegar a la orilla del lago Biwa se dividió en dos. Una mitad del ejército estaba al mando de Nobunaga, el cual embarcó para cruzar el lago hacia el oeste. La otra mitad, formada por las tropas que dirigían Katsuie, Mitsuhide y Hachiya, siguió la ruta terrestre y avanzó a lo largo del borde meridional del lago.

El ejército terrestre expulsó a las fuerzas contrarias a Nobunaga integradas por los monjes guerreros en la zona entre Katada e Ishiyama, y destruyó las fortificaciones que habían sido levantadas a lo largo del camino.

Los consejeros del shogun se apresuraron a celebrar una conferencia.

—¿Resistiremos?

—¿Pediremos la paz?

Aquellos hombres tenían un gran problema: aún no habían dado una respuesta clara al documento de diecisiete artículos que Nobunaga había enviado a Yoshiaki el día de Año Nuevo y en el que detallaba todos sus motivos de queja contra el shogun.

—¡Qué audacia! ¡Yo soy el shogun, al fin y al cabo! —había dicho enfurecido Yoshiaki, olvidando convenientemente que era Nobunaga quien le había protegido y posibilitado su regreso al palacio de Nijo—. ¿Por qué he de someterme a una nulidad como Nobunaga?

Uno tras otro habían llegado mensajeros de Nobunaga para discutir las condiciones de la paz, pero se habían retirado sin que se les hubiera concedido audiencia. Entonces, como una especie de respuesta, el shogun ordenó que se levantaran barricadas en las carreteras que conducían a la capital.

La oportunidad que Nobunaga había estado esperando, y sobre la que Hideyoshi había trazado sus planes, fue la llegada del momento apropiado para reprender a Yoshiaki por no haber respondido a los Diecisiete Artículos. Esa oportunidad había llegado antes de lo que ambos imaginaron..., precipitada por la muerte de Shingen.

En cualquier periodo de la historia, un hombre que se encamina hacia su ruina se aferra siempre a la ridícula ilusión de que él no es el único que va a caer. Yoshiaki cayó de lleno en esa trampa.

Nobunaga le veía además desde otra perspectiva: «También nosotros podemos utilizarle», decía. Y así lo trataba con una delicada falta de respeto. Pero los miembros del inútil shogunado de aquella época desconocían su propio valor y, desde un punto de vista intelectual, fuera cual fuese el tema de sus pensamientos, su entendimiento no iba más allá del pasado. Veían tan sólo la estrecha superficie de la cultura en la capital y creían que era la misma en todo Japón. Entregándose a las prácticas políticas entorpecedoras del pasado, confiaban en los monjes guerreros del Honganji y en los numerosos jefes samurais, los señores de la guerra que odiaban a Nobunaga y actuaban en las diversas provincias.

El shogun todavía no estaba enterado de la muerte de Shingen y se mostraba tenaz.

—Yo soy el shogun, el pilar de la clase samurai, distinto a los monjes del monte Hiei. Si Nobunaga dirigiera sus armas contra el palacio de Nijo, sería calificado de traidor.

Su actitud indicaba que no rechazaría la guerra si era necesario. Naturalmente, convocó a los clanes alrededor de la capital y envió mensajes urgentes a los lejanos Asai, Asakura, Uesugi y Takeda, presentando una ostentosa defensa.

Cuando Nobunaga lo supo, se volvió riendo hacia la capital y, sin detener su ejército un solo día, entró en Osaka. Quienes esta vez se conmocionaron fueron los monjes guerreros del Honganji. Enfrentados de súbito al ejército de Nobunaga, no tenían idea de lo que debían hacer. Nobunaga se contentó con alinear a sus hombres en posición de combate.

—Podemos atacar cuando nos parezca —declaró.

En aquellos momentos lo que más deseaba era evitar todo gasto necesario de fuerza militar. Y hasta entonces había enviado repetidas veces mensajeros a Kyoto pidiendo una respuesta a los Diecisiete Artículos. Así pues, aquello era una especie de ultimátum. Yoshiaki reaccionó con altanería: él era el shogun y, sencillamente, no le apetecía escuchar las opiniones de Nobunaga sobre su administración.

Dos de los Diecisiete Artículos presionaban en especial a Yoshiaki. El primero trataba del delito de deslealtad al emperador y el segundo se ocupaba de su conducta vergonzosa. Su deber era el de mantener la paz del imperio, y en cambio él mismo había incitado a las provincias a la rebelión.

—Es inútil —dijo Araki Murashige a Nobunaga—. Jamás se dejará convencer de esta manera... sólo con notas escritas y mensajeros.

Hosokawa Fujitaka, que también se había reunido con Nobunaga, añadió:

—Supongo que no podemos confiar en que el shogun despierte antes de su caída.

Nobunaga asintió. Parecía comprender muy bien la situación, pero no sería necesario emplear en este caso la violencia drástica que había empleado en el monte Hiei. Tampoco tenía una estrategia tan limitada que se viera obligado a usar dos veces el mismo método.

—¡Volvamos a Kyoto!

Nobunaga había dado esa orden el día cuatro del cuarto mes, pero aquel movimiento de tropas no había parecido más que un ejercicio para impresionar a las masas con el tamaño de su ejército.

—¡Mirad eso! —exclamó Yoshiaki, jubiloso—. No va a hacerles vivaquear durante mucho tiempo. Al igual que la vez anterior, Nobunaga está inquieto por lo que ocurre en Gifu y retira rápidamente sus soldados.

Sin embargo, a medida que le iban llegando informes, el color de su tez empezó a cambiar, pues al mismo tiempo que se felicitaba porque las tropas evitaban entrar en Kyoto, el ejército de Oda invadía la capital por la carretera de Osaka. Entonces, sin un solo grito de guerra y más pacíficamente que si hubieran estado haciendo unas maniobras, los soldados rodearon la residencia de Yoshiaki.

—Estamos cerca del palacio imperial, por lo que tened cuidado de no molestar a Su Majestad —ordenó Nobunaga—. Bastará con censurar los delitos de este impúdico shogun.

No hubo intercambio de disparos y ni siquiera se oyó la vibración de un solo arco. Era algo extraordinario, mucho más que si se hubiera producido una gran conmoción.

Yoshiaki interrogó a su principal consejero, Mibuchi Yamato.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, Yamato? ¿Qué se propone hacerme Nobunaga?

—Estáis lastimosamente desprevenido. A estas alturas, ¿todavía no entendéis lo que piensa Nobunaga? Es evidente que ha venido a atacaros.

—Pe..., pero... ¡yo soy el shogun!

—Vivimos tiempos turbulentos. ¿De qué va a serviros un título? Parece que sólo tenéis dos alternativas: o decidís luchar o pedís la paz.

Mientras el servidor decía estas palabras, las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Junto con Hosokawa Fujitaka, aquel hombre honorable no había abandonado a Yoshiaki desde la época de su exilio.

En cierta ocasión Yamato había declarado: «No me quedo para proteger mi honor ni buscar fama. Tampoco sigo una estrategia para la supervivencia. Sé lo que sucederá mañana, pero por alguna razón no puedo abandonar a este shogun tan necio». Desde luego, sabía que Yoshiaki no merecía salvarse. Sabía que el mundo estaba cambiando, pero había decidido mantenerse en su puesto en el palacio de Nijo. Ya tenía más de cincuenta años, y era un general que había dejado atrás lo mejor de su vida.

—¿Pedir la paz? ¿Hay alguna buena razón por la que yo, el shogun, deba rogar la paz a un hombre como Nobunaga?

—Estáis tan obsesionado por el título de shogun que vuestra única línea de conducta es la propia destrucción.

—¿Crees que no venceremos si presentamos batalla?

—No hay ningún motivo para pensar en la posibilidad de la victoria. Sería absolutamente risible que defendierais este lugar creyendo que vais a ganar.

—En ese caso, ¿por..., por qué tú y los demás generales estáis vestidos con vuestras armaduras de un modo tan ostentoso?

—Creemos que por lo menos sería una bella manera de morir. Aun cuando la situación sea desesperada, resistir aquí por última vez será una manera apropiada de poner fin a catorce generaciones de shogunes. Al fin y al cabo, ése es el deber de un samurai. En realidad, no es más que arreglar las flores en un funeral.

—¡Espera! ¡No ataquéis todavía! Bajad las armas.

Yoshiaki fue a otro lugar del palacio y consultó con Hino y Takaoka, dos cortesanos con quienes tenía relaciones amistosas. Pasado el mediodía, Hiño hizo salir del palacio en secreto a un mensajero. Posteriormente llegó el gobernador de Kyoto, que estaba al lado de Oda, y, hacia el anochecer, se presentó Oda Nobuhiro como enviado formal de Nobunaga.

—De ahora en adelante, observaré minuciosamente cada uno de los artículos —aseguró Yoshiaki al enviado.

Con una expresión de amargura en su semblante, Yoshiaki prometió lo que no sentía. Aquel día suplicó la paz. Los soldados de Nobunaga se retiraron y regresaron pacíficamente a Gifu.

***

Sin embargo, sólo cien días después el ejército de Nobunaga volvió a rodear el palacio de Nijo, y lo hizo, naturalmente, porque Yoshiaki había vuelto a hacer de las suyas tras la primera paz.

El gran tejado del templo Myokaku en Nijo fue azotado violentamente por las lluvias del séptimo mes. El templo servía como cuartel general de Nobunaga. Desde el momento en que su flota empezó a cruzar el lago Biwa se desencadenaron tremendos temporales de lluvia y viento, pero esto no había hecho más que aumentar la determinación de sus tropas. Empapados por la lluvia y cubiertos de barro, los soldados habían rodeado el palacio del shogun y estaban aprestados para el ataque, esperando tan sólo la orden de hacerlo.

Nadie sabía si Yoshiaki sería ejecutado o hecho prisionero, pero el destino de aquel hombre estaba por entero en manos de Nobunaga, cuyas tropas tenían la sensación de contemplar la jaula de un fiero y noble animal al que estaban a punto de matar.

El viento hacía fluctuar las voces de Nobunaga e Hideyoshi.

—¿Qué vais a hacer? —le preguntó Hideyoshi.

—En estas circunstancias no hay ninguna alternativa —respondió con firmeza Nobunaga—. Esta vez no voy a perdonarle.

—Pero es el...

—No insistas en lo que es evidente.

—¿No hay ningún margen para un poco más de reflexión?

—¡Ninguno! ¡Absolutamente ninguno!

La sala del templo estaba en penumbra a causa de la lluvia que oscurecía el exterior. La combinación del prolongado calor del verano y las duraderas lluvias otoñales había dado como resultado un tiempo tan húmedo que incluso el pan de oro que recubría las estatuas de Buda y los dibujos monocromos a tinta que decoraban las puertas correderas parecían mohosos.

—Cuando os pido un poco de reflexión, no os estoy criticando por ser temerario —dijo Hideyoshi—. Pero la instancia que concede la posición de shogun es la Corte Imperial, por lo que no podemos tratar el asunto a la ligera. Y las fuerzas contrarias a Nobunaga tendrán una excusa para clamar justicia contra el hombre que mató a su señor legítimo, el shogun.

—Supongo que tienes razón —dijo Nobunaga.

—Afortunadamente, Yoshiaki es tan débil que, aun cuando esté atrapado, ni se suicidará ni saldrá a luchar. Se limitará a atrancar las puertas de su palacio y confiar en que el agua del foso siga subiendo gracias a estas lluvias interminables.

—¿Cuál es entonces tu plan? —le preguntó Nobunaga.

—Que abramos adrede una parte del cerco a fin de que el shogun tenga la posibilidad de huir.

—¿Y no será un fastidio en el futuro? Podrían utilizarle para reforzar las ambiciones de alguna otra provincia.

—No —dijo Hideyoshi—. Creo que el carácter de Yoshiaki ha ido disgustando gradualmente a todo el mundo. Supongo que incluso si Yoshiaki fuese expulsado de la capital, lo comprenderían, y se darían por satisfechos, considerando vuestro castigo adecuado.

Aquella noche el ejército sitiador abrió una brecha y mostró claramente una disminución del número de soldados. En el interior del palacio, los hombres del shogun parecían sospechar que podría tratarse de una trampa y a medianoche aún no habían dado ninguna señal de que se disponían a salir. Pero cerca del amanecer, durante una pausa de la lluvia, un cuerpo de hombres montados cruzó de súbito el foso y huyó de la capital.

Cuando comunicaron a Nobunaga que la huida de Yoshiaki era cierta, se dirigió a sus tropas.

—¡La casa está vacía! Poco es el beneficio de atacar una casa vacía, pero el shogunado que ha durado catorce generaciones ha sido el causante de su propia caída. ¡Atacad y alzad vuestros gritos de victoria! Éste será el servicio fúnebre por el mal gobierno de los shogunes Ashikaga.

El palacio de Nijo fue destruido en un solo ataque. Casi todos los servidores del palacio se rindieron. Incluso los dos nobles, Hiño y Takaoka, salieron y se disculparon ante Nobunaga. Pero un hombre, Mibuchi Yamato, y más de sesenta de sus servidores lucharon hasta el final sin someterse. Ni uno solo de ellos huyó ni cedió. Todos cayeron en combate y tuvieron una muerte gloriosa como samurais.

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