Taiko (87 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Había otro motivo para que el desaliento se adueñara del castillo. A pesar de la batalla que se estaba librando, tenía lugar el funeral por el padre de Nagamasa, y las voces que entonaban los sutras surgieron del torreón hasta el día siguiente.

A partir de aquel día, Oichi y sus cuatro hijos vistieron prendas de seda blanca, el color del duelo. Los cordones con que recogían sus cabellos eran negros. Parecían poseer una pureza que no era de este mundo, aunque aún estaban vivos, e incluso los servidores que estaban resueltos a morir en el castillo sentían con toda naturalidad que su destino era demasiado penoso para expresarlo con palabras.

Yuzan regresó al castillo, acompañado por unos trabajadores que transportaban el monumento de piedra. Poco antes del alba, pusieron incienso y flores en la sala principal del castillo para el funeral por los vivos.

Yuzan se dirigió a los servidores del clan Asai allí reunidos.

—Valorando su nombre como miembro de la clase samurai, el señor Asai Nagamasa, señor de este castillo, se ha extinguido cual bella flor caída. Así pues, como servidores suyos que sois, es apropiado que le rindáis vuestro último homenaje.

Nagamasa estaba sentado detrás del monumento de piedra como si realmente hubiera muerto. Al principio, los samurais intercambiaban miradas, como si no comprendieran, se preguntaban si aquello era necesario y se agitaban nerviosamente en el extraño ambiente.

Pero Oichi, los niños y otros miembros de la familia se arrodillaron ante el monumento y pusieron incienso en el quemador.

Alguien empezó a llorar y pronto todos se sintieron afectados. Los hombres revestidos de armadura que llenaban la amplia sala inclinaron la cabeza y desviaron la mirada. Ninguno de ellos podía alzar la vista.

Una vez finalizada la ceremonia, Yuzan se puso al frente y varios samurais cargaron en hombros el monumento y lo llevaron fuera del castillo. Esta vez bajaron al lago Biwa, subieron a una pequeña embarcación y, en un lugar a unas cien varas de la isla de Chikubu, arrojaron la piedra al fondo.

Nagamasa habló sin miedo, frente a la muerte que le acosaba, y no pasó por alto el relajamiento del espíritu marcial de aquellos soldados que habían puesto sus esperanzas en las conversaciones de paz. Su «funeral por los vivos» ejerció un efecto saludable sobre la moral vacilante de los defensores. Si su señor estaba dispuesto a morir en combate, también ellos estaban dispuestos a seguirle. Era hora de morir. Así pues, la patética determinación de Nagamasa inspiró a sus servidores. Pero aunque era un general dotado, no era ningún genio. Nagamasa no sabía cómo lograr que sus hombres muriesen de buen grado por él. Se mantenían a la expectativa, aguardando el asalto final.

Tres princesas

Hacia mediodía los soldados que estaban en el portal del castillo empezaron a gritar.

—¡Ya vienen!

Los mosqueteros que estaban en los muros se empujaban unos a otros, buscando blancos, pero el único enemigo que se aproximaba era un jinete solitario, el cual avanzaba al paso hacia el portal con mucho aplomo. Si fuese un enviado, debería llegar con una escolta de jinetes. Llenos de dudas, los defensores observaban la aproximación de aquel hombre.

Cuando estuvo más cerca, uno de los comandantes se dirigió a un soldado armado con un mosquete.

—Tiene que ser un general enemigo. No parece un enviado y es muy audaz. Dispara una sola vez.

El comandante había pretendido que un solo hombre hiciera un disparo de advertencia, pero tres o cuatro soldados dispararon a la vez.

Al oír los estampidos, el hombre se detuvo, como sorprendido. Entonces alzó un abanico de guerra con un sol rojo sobre fondo dorado, lo agitó por encima de su cabeza y gritó:

—¡Eh, soldados! ¡Esperad un momento! ¿Queréis disparar contra Kinoshita Hideyoshi? Hacedlo después de que haya hablado con el señor Nagamasa.

Corría al tiempo que gritaba, hasta que estuvo casi bajo el portal del castillo.

—Sí, ciertamente es Kinoshita Hideyoshi, de los Oda. ¿Qué querrá?

El general de Asai que le miraba desde lo alto era escéptico con respecto al motivo de su llegada, pero no ordenó que disparasen contra él.

Hideyoshi alzó la vista a lo alto del portal.

—Deseo que transmitáis un mensaje a la ciudadela —volvió a gritar.

¿Qué estaba ocurriendo? Se oían voces que parecían deliberar ruidosamente. Pronto una risa burlona se mezcló con las voces, y un general de Asai asomó la cabeza por encima del parapeto.

—Olvídalo. Supongo que eres otro intercesor que viene como enviado del señor Nobunaga. Estás perdiendo el tiempo una vez más. ¡Vete!

Hideyoshi alzó la voz.

—¡Silencio! ¿Qué regla permite a un hombre con la categoría de servidor expulsar a un visitante de su señor sin preguntar a éste sus intenciones? Este castillo ya puede darse por ocupado, y no soy tan estúpido como para tomarme el tiempo y la molestia de venir aquí haciendo el papel de enviado para apresurar su destrucción. —Sus palabras no eran precisamente humildes—. Vengo como representante del señor Nobunaga, para ofrecer incienso ante la tablilla mortuoria del señor Nagamasa. Si no he oído mal, el señor Nagamasa está resuelto a morir y ha celebrado su propio funeral estando aún vivo. Han sido amigos en esta vida y, por lo tanto, ¿no debería permitirse al señor Nobunaga que también ofrezca incienso? ¿No queda aquí ya suficiente elegancia para que los hombres intercambien esa clase de cortesía y amistad? ¿Es la resolución del señor Nagamasa y sus servidores nada más que afectación? ¿Es un farol o el falso valor de un cobarde?

El rostro que estaba sobre el portal del castillo se retiró, tal vez a causa de la turbación. No hubo respuesta durante un rato, pero por fin la puerta se entreabrió.

—El general Fujikake Mikawa ha accedido a hablar con vos unos momentos —dijo el hombre mientras hacía una seña a Hideyoshi para que entrara, pero entonces añadió—: El señor Nagamasa se ha negado a veros.

Hideyoshi asintió.

—Nada más natural. Considero que el señor Nagamasa ya ha fallecido y no voy a insistir.

Mientras hablaba, entró sin mirar a derecha o izquierda. ¿Cómo podía aquel hombre caminar en medio del enemigo con tanta calma?

Hideyoshi recorrió el largo camino en pendiente desde el primer portal al central, sin prestar la menor atención al hombre que le guiaba. Al llegar a la entrada de la ciudadela, Mikawa salió a recibirle.

—Cuánto tiempo sin vernos —dijo Hideyoshi, como si no fuera más que un saludo normal.

Se habían visto en otra ocasión, y Mikawa le devolvió el saludo con una sonrisa.

—Sí, desde luego ha pasado mucho tiempo. Encontraros en estas circunstancias es muy inesperado, señor Hideyoshi.

Todos los hombres del castillo tenían los ojos inyectados en sangre, pero a juzgar por su expresión, el viejo general no se sentía acosado.

—No os había visto desde el día de la boda de la señora Oichi, general Mikawa, ¿no es cierto? Hace mucho tiempo.

—En efecto.

—Aquél fue un día espléndido para nuestros dos clanes.

—Es difícil saber lo que nos reserva el destino, pero cuando uno contempla los disturbios y cataclismos del pasado, ni siquiera esta situación es tan insólita. Bueno, entrad. No puedo daros una gran recepción, pero sí ofreceros por lo menos un cuenco de té.

Mikawa le condujo a una casa de té. Mirando la espalda del viejo y canoso general, Hideyoshi tuvo la certeza de que ya había trascendido la vida y la muerte.

La casa de té era pequeña y retirada, en el extremo de un sendero bordeado de árboles. Hideyoshi tomó asiento y tuvo la sensación de hallarse en un mundo completamente distinto. En el silencio de la casa de té anfitrión e invitado se purificaron temporalmente de la crueldad del mundo exterior.

El otoño tocaba a su fin. Las hojas de los árboles se movían ligeramente, pero no había ni una mota de polvo sobre el suelo de madera pulimentada.

—Tengo entendido que los servidores del señor Nobunaga han empezado recientemente a practicar el arte del té.

Mientras conversaba en tono amigable, Mikawa alzó el cucharón hacia la tetera de hierro.

Hideyoshi reparó en la corrección del hombre y se apresuró a disculparse.

—El señor Nobunaga y sus servidores están bien versados en la ceremonia del té, pero yo soy un zoquete por naturaleza y ni siquiera conozco lo más esencial. Sólo me gusta el sabor.

Mikawa dejó el cuenco en el suelo y agitó el té con el removedor. Sus elegantes movimientos eran casi de naturaleza femenina. Las manos y el cuerpo constreñidos por la armadura no parecían en absoluto entorpecidos. En aquella habitación sin más mobiliario que un cuenco de té y una sencilla tetera, la vistosidad de la armadura del viejo general parecía fuera de lugar.

Hideyoshi pensó que aquél era un buen hombre, y absorbió su carácter más que su té. Pero ¿cómo sacaría a Oichi del castillo? La aflicción de Nobunaga era la suya propia. Puesto que su plan había sido empleado hasta entonces, también se sentía responsable de la resolución de aquel problema.

El castillo caería probablemente en el momento que quisieran, pero ahora era necesario evitar una chapuza y no tener que buscar la gema entre las cenizas. Además, Nagamasa había hecho saber a ambos bandos que estaba decidido a morir y que su esposa pensaba lo mismo.

La esperanza imposible de Nobunaga era la de ganar la batalla y recuperar a Oichi sana y salva.

—Os ruego que no os preocupéis por las formalidades —le dijo Mikawa, arrodillado ante el hoyo del hogar y ofreciéndole el cuenco de té.

Hideyoshi, sentado con las piernas cruzadas al estilo guerrero, recibió desmañadamente el té y lo apuró en tres tragos.

—Ah, qué bueno. No creía que el té pudiera saber tan bien. Y no estoy tratando de halagaros.

—¿Queréis otro cuenco?

—No, he saciado la sed. Por lo menos la sed está en la boca, pero no sé cómo apagar la sed de mi corazón. General Mikawa, parecéis una persona con quien se puede hablar. ¿Querréis escucharme?

—Soy un servidor de los Asai y vos un enviado de los Oda. Os escucharé desde ese punto de vista.

—Desearía que me consiguierais una entrevista con el señor Nagamasa.

—Eso os ha sido negado cuando estabais en el portal del castillo. Os hemos dejado entrar porque habéis dicho que no veníais a ver al señor Nagamasa. Llegar hasta aquí para retractaros de vuestra palabra es una estratagema deshonrosa. No puedo ponerme en esa posición y permitiros que le veáis.

—No, no. No me refiero a entrevistarme con el señor Nagamasa vivo. Como representante de Nobunaga, quisiera saludar al alma del señor Nagamasa.

—Dejad de jugar con las palabras. Aunque le transmitiera vuestras intenciones, no hay razón alguna para pensar que el señor Nagamasa accederá a veros. Había esperado participar en la etiqueta guerrera más elevada compartiendo un cuenco de té con vos. Si os queda algo de vergüenza, marchaos ahora cuando todavía no os habéis deshonrado.

«No te muevas. Niégate a marcharte.» Hideyoshi había resuelto quedarse donde estaba hasta lograr su objetivo. Era evidente que las meras palabras no serían una estrategia útil con aquel viejo y aguerrido general.

—Bueno, voy a acompañaros a la salida —le dijo Mikawa.

Hideyoshi miró ceñudo en la otra dirección y no dijo nada. Entretanto su anfitrión se había servido un cuenco de té. Tras tomarlo con gestos solemnes, guardó los utensilios.

—Sé que es una petición egoísta, pero os ruego que me permitáis quedarme aquí un poco más —dijo Hideyoshi, sin hacer el menor ademán de levantarse.

Su expresión indicaba que probablemente no habrían podido moverle ni siquiera con una palanca.

—Podéis quedaros aquí todo el tiempo que queráis, pero no os servirá de nada.

—No necesariamente.

—Lo que acabo de deciros es irrevocable. ¿Qué vais a hacer aquí?

—Estoy escuchando el sonido del agua que hierve en la tetera.

—¿La tetera? —Mikawa se echó a reír—. ¡Y habéis dicho que no sabíais nada del Camino del Té!

—Es cierto, ni siquiera conozco lo más elemental de la ceremonia, pero en cualquier caso es un sonido agradable. Quizá se deba a que durante esta larga campaña no oigo más que gritos de guerra y relinchos de caballos, pero es agradable en extremo. Permitid que me quede un momento aquí sentado y reflexione.

—Vuestras meditaciones no os servirán de nada —replicó Mikawa mientras se levantaba—. Podéis estar seguro de que no os permitiré entrevistaros con el señor Nagamasa, ni siquiera dar un solo paso más hacia el torreón.

—El sonido de esta tetera es realmente grato —se limitó a decir Hideyoshi.

Se acercó un poco más al hogar y, lleno de admiración, contempló atentamente la tetera de hierro. Lo que de súbito le llamó la atención fue el dibujo en relieve sobre la antigua superficie metálica. Era difícil determinar si se trataba de un hombre o un mono, pero la minúscula criatura, que apoyaba brazos y piernas en las ramas de un árbol, permanecía con insolencia entre el cielo y la tierra.

«¡Se parece a mí!», pensó Hideyoshi, incapaz de contener una sonrisa espontánea. De improviso recordó aquella ocasión en que abandonó la mansión de Matsushita Kahei y vagó por las montañas y bosques sin nada que comer y sin un techo.

Hideyoshi no sabía si Mikawa estaba fuera, observándole furtivamente, o si se había marchado exasperado, pero en cualquier caso ya no estaba en la casa de té.

«Ah, esto es interesante. Sí, es realmente interesante», pensó Hideyoshi. Parecía como si estuviera hablando con la tetera. Sacudió la cabeza y pensó en su decisión de no moverse pasara lo que pasase.

Desde algún lugar del jardín le llegaron las voces inocentes de dos niños que contenían á duras penas la risa. Le estaban mirando a través de los boquetes en la valla que rodeaba la casa de té.

—Mira cómo se parece a un mono.

—¡Sí! Es igualito.

—¿De dónde vendrá?

—Debe de ser el mensajero del dios Mono.

Hideyoshi volvió la cabeza y reparó en los niños que se ocultaban tras la valla.

Mientras estaba absorto en el dibujo de la tetera, los dos niños le habían estado observando a escondidas.

Hideyoshi se sintió lleno de júbilo. Estaba seguro de que aquéllos eran dos de los cuatro hijos de Nagamasa; el chico, Manju, y su hermana mayor, Chacha. Los miró sonriente.

—¡Eh! ¡Está sonriendo!

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