Taiko (84 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Yoshiaki huyó de Kyoto y se atrincheró en Uji. Imprudente como de costumbre, sólo contaba con una pequeña fuerza derrotada. Cuando no mucho tiempo después las tropas de Nobunaga cercaron su cuartel general en el templo Byodoin, Yoshiaki se rindió sin lucha.

***

—Que todo el mundo se marche —ordenó Nobunaga.

Entonces se irguió un poco y miró fijamente a Yoshiaki.

—Cierta vez dijisteis que me considerabais como vuestro padre. Supongo que no lo habréis olvidado. Era un día feliz y os hallabais en el palacio que mandé reconstruir para vos. —Yoshiaki guardaba silencio—. ¿Lo recordáis?

—No lo he olvidado, señor Nobunaga. ¿Por qué me habláis ahora de aquellos días?

—Sois un cobarde, mi señor. No estoy pensando en ejecutaros, ni siquiera después de que las cosas hayan llegado a este extremo. ¿Por qué seguís mintiendo?

—Perdonadme. Estaba equivocado.

—Me alegra oír eso, pero desde luego estáis en apuros a pesar de vuestra posición de shogun.

—Quiero morir. Señor Nobunaga..., yo..., ¿querréis... ayudarme a cometer el seppuku?

—¡Basta, por favor! —replicó Nobunaga, riendo—. Disculpad mi rudeza, pero sospecho que ni siquiera conocéis la manera apropiada de abriros el vientre. Nunca me he sentido inclinado a odiaros, pero vos no dejáis de jugar con fuego y las chispas vuelan continuamente a otras provincias.

—Ahora lo comprendo.

—Bien, creo que lo mejor será que os retiréis discretamente a algún lugar. Yo me quedaré con vuestro hijo y lo educaré, de modo que no habréis de preocuparos por su futuro.

Yoshiaki fue liberado tras decirle que estaba libre para ir... al exilio.

El hijo de Yoshiaki, bajo la custodia de Hideyoshi, fue llevado al castillo de Wakae. Este arreglo era en realidad un ejemplo de malevolencia pagado con un favor, pero Yoshiaki lo tomó con su displicencia acostumbrada y consideró que su hijo había sido tomado cortésmente como rehén. Miyoshi Yoshitsugu era gobernador del castillo de Wakae, donde más adelante Yoshiaki también encontró refugio.

Sin embargo, como no deseaba ser anfitrión de un aristócrata molesto y derrotado, Yoshitsugu no tardó en causarle inquietud.

—Me temo que correréis peligro si seguís aquí mucho más tiempo —le dijo—. Nobunaga podría cambiar de idea a la más leve provocación y ordenar que os decapiten.

Yoshiaki se apresuró a marcharse y fue a Kii, donde trató de incitar a los monjes guerreros de Kumano y Saiga a la rebelión, prometiéndoles grandes favores a cambio de derribar a Nobunaga. Al utilizar el nombre y la dignidad de su cargo, lo único que conseguía era ser objeto de mofas y risas. Se rumoreaba que no había permanecido mucho tiempo en Kii, sino que pronto pasó a Bizen y dependió del clan Ukita.

Con estos acontecimientos dio comienzo una nueva era. Podría decirse que la destrucción del shogunado fue como un claro repentino entre las espesas nubes que habían cubierto el cielo, y ahora podía verse una pequeña porción azul. Nada es tan alarmante como un periodo de gobierno nacional sin rumbo, administrado por dirigentes que sólo lo son de nombre. Los samurais gobernaban en cada provincia, protegiendo sus privilegios, el clero acumulaba riquezas y reforzaba su autoridad, los nobles de la corte imperial se acobardaban, un día confiaban en los guerreros, al siguiente imploraban al clero y luego abusaban del gobierno en su propia defensa. Así pues, el imperio estaba dividido en cuatro naciones, la de los sacerdotes, la de los samurais, la de la corte y la del shogunado, cada una de las cuales libraba su guerra particular.

El pueblo contemplaba con los ojos muy abiertos las acciones de Nobunaga, pero aunque veían el azul intenso del cielo, las espesas nubes aún no se habían dispersado. Nadie podía conjeturar lo que sucedería a continuación. Durante los dos o tres últimos años habían fallecido varios hombres de importancia capital. Dos años antes habían desaparecido Mori Motonari, el señor del dominio más extenso en el oeste de Japón, y Hojo Ujiyasu, el dirigente principal en el este del país. Mas para Nobunaga estos acontecimientos tuvieron una trascendencia mucho menor que la muerte de Takeda Shingen y el exilio de Yoshiaki. Para Nobunaga fue sobre todo la muerte de Shingen, quien le había amenazado continuamente desde el norte, lo que le dio libertad para concentrar su fuerza en una sola dirección, una dirección que hacía casi inevitables una lucha y un caos renovados. No había ninguna duda de que, tras la defunción del shogunado, los clanes guerreros de cada provincia levantarían sus estandartes y competirían por ser los primeros en presentar batalla.

«¡Nobunaga ha incendiado el monte Hiei y derribado al shogun! ¡Semejante ilegalidad debe ser castigada!» Tal sería su grito de combate.

No se le ocultaba a Nobunaga que debía tomar la iniciativa y derrotar a sus rivales antes de que pudieran formar una alianza contra él.

—Regresa tú primero a toda prisa, Hideyoshi. Es probable que pronto te haga una visita en el castillo de Yokoyama.

—Os estaré esperando.

Hideyoshi parecía haber comprendido la dirección de los acontecimientos y, tras acompañar al hijo de Yoshiaki a Wakae, se apresuró a regresar a su castillo de Yokoyama.

A fines del séptimo mes Nobunaga regresó a Gifu. A comienzos del mes siguiente llegó desde Yokoyama una carta escrita con la mala caligrafía de Hideyoshi: «La ocasión está madura. ¡Movámonos!».

Bajo el calor persistente del octavo mes, el ejército de Nobunaga abandonó Yanagase y se trasladó a Echizen. Tenía enfrente al ejército de Asakura Yoshikage de Ichijogadani. A fines del séptimo mes, Yoshikage había recibido un mensaje urgente de Asai Hisamasa y su hijo Nagamasa, sus aliados en el norte de Omi, desde Odani:

El ejército de Oda avanza hacia el norte. Enviad refuerzos en seguida. Si la ayuda tarda en llegar, estaremos perdidos.

Algunos miembros de los consejos de guerra dudaban de que eso pudiera ser cierto, pero los Asai eran aliados, por lo que fueron enviados rápidamente mil soldados. Y cuando esta vanguardia había llegado al monte Tagami, se dieron cuenta de que el ataque de Oda era un hecho. Una vez comprendida la realidad, fue enviada una retaguardia formada por más de veinte mil hombres. Asakura Yoshikage consideraba que la crisis era lo bastante grave para ponerse personalmente al frente del ejército. Con toda evidencia, cualquier conflicto en el norte de Omi era alarmante en extremo para los Asakura, porque los Asai formaban la primera línea defensiva de su propia provincia.

Los dos Asai, padre e hijo, estaban en el castillo de Odani. A unas tres leguas de distancia se alzaba el castillo de Yokoyama, en el que Hideyoshi se había atrincherado, vigilando desde allí a los Asai como un halcón de Nobunaga.

Con la llegada del otoño, Nobunaga atacaba ya a los Asai. Golpeó a Kinomoto en un ataque por sorpresa contra el ejército de Echizen. Las tropas de Oda cortaron más de dos mil ochocientas cabezas. Cayeron sobre el enemigo, que huía de Yanagase, y tiñeron de sangre la hierba seca de comienzos del otoño.

Los guerreros de Echizen lamentaron la debilidad de su ejército, pero los impetuosos generales y valientes guerreros que volvieron a la lucha cayeron en combate. ¿Por qué eran tan débiles? ¿Y por qué eran incapaces de atacar a los Oda? En la caída de cualquiera interviene una acumulación de factores, y el derrumbe natural se produce en un instante. Pero cuando llegó ese momento determinado, tanto los aliados como el enemigo se quedaron estupefactos ante su brusquedad y magnitud. Sin embargo, el auge y el declive de las provincias se basaba siempre en fenómenos naturales, y tampoco en este caso intervino nada milagroso o extraño. Para comprender los motivos de la debilidad de los Asakura bastaba con observar la conducta de su comandante en jefe, Yoshikage. Atrapado por la estampida de sus hombres que huían de Yanagase, Yoshikage ya había perdido la cabeza.

—¡Todo ha terminado! ¡Ni siquiera podemos huir! Yo y mi caballo estamos agotados. ¡A las montañas!

Ni tenía un plan para contraatacar ni le quedaba espíritu de lucha. Pensando sólo en sí mismo, se apresuró a abandonar su caballo e intentó encontrar un escondite.

—¿Qué estáis haciendo? —le reconvino con lágrimas en los ojos su servidor principal, Takuma Mimasaka, el cual le agarró por la faja, le obligó a montar de nuevo y dio una palmada al caballo para que partiera en dirección a Echizen.

Entonces Takuma se mantuvo firme en su posición a fin de dar tiempo a su señor para huir y, al frente de un millar de soldados, luchó contra el ejército de Oda todo lo que pudo.

Ni que decir tiene, Takuma y todos sus hombres murieron, sufriendo una desdichada y completa aniquilación. Mientras unos servidores tan leales se sacrificaban, Yoshikage se encerró en su castillo principal de Ichijogadani, pero ni siquiera fue capaz de organizar una defensa tenaz de la tierra de sus antepasados.

Poco después de haber regresado al castillo, cogió a su esposa y sus hijos y huyó a un templo en el distrito de Ono. Su razonamiento fue que, de haberse quedado en el castillo, las cosas habrían sido todavía peores y no habría tenido ninguna ruta de escape. Ante un señor que demostraba tal falta de resolución, todos sus generales y soldados desertaron.

***

En pleno otoño Nobunaga regresó a su campamento en el monte Toragoze, desde donde ya había rodeado Odani. Desde el día de su llegada mostró una tranquilidad extraordinaria, como si sólo estuviera esperando la caída del castillo. Tras el precipitado derrumbe de Echizen, había regresado de inmediato cuando aún ardían los rescoldos de Ichijogadani. Entonces dio órdenes a sus hombres.

A Maenami Yoshitsugu, el general que había entregado Echizen, le destinó al castillo de Toyohara. De manera similar, Asakura Kageaki recibió el encargo de defender el castillo de Ino, y Toda Yarokuro el de Fuchu. De este modo Nobunaga empleaba a un gran número de servidores de Asakura que estaban familiarizados con las condiciones de la provincia. Finalmente, pidió a Akechi Mitsuhide que los supervisara.

Sin duda no había nadie mejor preparado para esa responsabilidad que Mitsuhide, el cual durante su inestable época de hombre errante fue servidor del clan Asakura y vivió en la ciudad fortificada de Ichijogadani, donde tuvo que soportar las frías miradas de sus colegas. Ahora, en una situación completamente invertida, vigilaba a sus antiguos señores.

Un orgullo considerable y un torrente de otras emociones debieron de inundar el pecho de Mitsuhide. Además, la inteligencia y la capacidad de Mitsuhide habían sido reconocidas en diversas ocasiones, y en aquellos momentos era uno de los servidores favoritos de Nobunaga. Las dotes de observación de Mitsuhide eran superiores a las de la mayoría, y al cabo de varios años de batallas y servicio cotidiano, comprendía muy bien el carácter de Nobunaga. Conocía las expresiones de su señor, sus palabras y su aspecto, incluso desde lejos, tan bien como los suyos propios.

Mitsuhide enviaba jinetes desde Echizen muchas veces al día. No tomaba ninguna decisión por sí mismo y pedía instrucciones a Nobunaga en cada situación. Nobunaga tomaba las decisiones mientras examinaba esas notas y cartas en su campamento del monte Toragoze.

Las montañas cuajadas de vegetación con los colores del otoño se alineaban en el cielo sin nubes, el cual se reflejaba a su vez en el lago azul brillante. El piar de los pájaros aquí y allá era una invitación a bostezar.

Hideyoshi se apresuró a cruzar las montañas desde Yokoyama. Durante el camino bromeaba con sus hombres, y el sol de otoño hacía brillar sus blancos dientes cuando se reía. Mientras se aproximaba, iba saludando a cuantos le rodeaban. Aquél era el hombre que había construido el castillo de Sunomata y que más tarde había sido puesto al frente del castillo de Yokoyama. Sus responsabilidades y posición entre los generales del ejército de Oda habían destacado con mucha rapidez, pero él seguía siendo el mismo de siempre.

Cuando otros generales comparaban la conducta de Hideyoshi con su propia actitud solemne, algunos le juzgaban demasiado frívolo e indiscreto, pero otros lo veían bajo una luz diferente.

—Es digno de su rango —decían—. No ha cambiado un ápice de como era antes, a pesar del aumento de su estipendio. Primero fue un sirviente, luego un samurai y, de repente, se encontró gobernando un castillo. Pero sigue siendo el mismo. Supongo que conseguirá incluso más competencias.

Poco antes de que tuvieran lugar estos comentarios, Hideyoshi se había paseado ociosamente por el campamento antes de intercambiar unas pocas palabras con Nobunaga, tras lo cual ambos se pusieron en marcha hacia las montañas.

—¡Qué impertinente! —exclamó Shibata Katsuie cuando, en compañía de Sakuma Nobumori, se hallaba a cierta distancia del campamento.

—Por eso desagrada tanto, incluso cuando no hay motivos para ello. No hay nada más desagradable que escuchar a alguien que siempre parlotea acerca de su propia inteligencia.

Casi escupiendo las palabras, observaron la figura de Hideyoshi que se abría paso a través de la lejana marisma en compañía de Nobunaga.

—No nos dice nada, no nos consulta en absoluto.

—Para empezar, ¿no es demasiado peligroso lo que están haciendo? Es plena luz del día, pero el enemigo podría estar acechando en cualquier parte de esas montañas. ¿Qué ocurriría si empezaran a disparar contra él?

—En fin, ya sabes cómo es Su Señoría.

—No, la culpa es de Hideyoshi. Aunque una gran multitud acompañe a Su Señoría, Hideyoshi se le acerca y le adula hasta que consigue su atención.

Había otros comandantes además de Katsuie y Nobumori a quienes desagradaba la situación. La mayoría de ellos suponían que Hideyoshi se había ido a las montañas con Nobunaga a fin de planear alguna estrategia de batalla, que expondría con su habitual elocuencia. Ése era el principal motivo de su malestar.

—Nos está haciendo caso omiso, a nosotros, el círculo interno de sus generales.

Tanto si Hideyoshi no comprendía que tal era el funcionamiento de la naturaleza humana, como si prefería ignorarlo, lo cierto es que se llevaba a Nobunaga a las montañas, en ocasiones riendo de una manera que habría sido más adecuada en una jira campestre. El conjunto de sus servidores y los de Nobunaga formaba una pequeña fuerza que no rebasaba los veinte o treinta hombres.

—Subir a esta montaña hace sudar de veras. ¿Os echo una mano, mi señor?

—No me insultes.

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