Taiko (89 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Naturalmente. Bien..., me responsabilizaré de ello, pero quisiera pediros que esperéis hasta la hora del jabalí. Puedo aseguraros que por entonces la madre y los niños habrán abandonado el castillo.

Hideyoshi no se negó, a pesar de que no quedaba tanto tiempo, pues Nobunaga estaba decidido a tomar Odani antes de la puesta del sol. Todo el ejército aguardaba expectante. Aunque Hideyoshi había hecho ondear el estandarte indicador de que el intento de rescate había tenido éxito, estaba transcurriendo demasiado tiempo. Nobunaga y sus generales no podían saber lo que ocurría dentro del castillo. Hideyoshi imaginaba su perplejidad, las diversas opiniones expresadas en el cuartel general, la indecisión y la confusión en el semblante de Nobunaga mientras escuchaba las voces de la duda.

—Sí, es razonable —convino Hideyoshi—. Así sea. Dejémosles despedirse sin prisas hasta la hora del jabalí.

Animado por el consentimiento de Hideyoshi, Mikawa se dirigió al torreón central. Por entonces los colores del atardecer ya se intensificaban. El maestro del té y sus ayudantes sirvieron a Hideyoshi exquisiteces y sake que de ordinario no se habrían encontrado en un castillo sometido a asedio.

Cuando los sirvientes se retiraron, Hideyoshi bebió a solas. Parecía como si su cuerpo absorbiera el otoño desde la taza lacada de fino borde. Era un sake con el que uno no podría emborracharse, frío y ligeramente amargo. Se dijo que también debía beberlo con entusiasmo y se preguntó: «¿Qué diferencia hay entre quienes van a la muerte y quienes se quedan atrás? Supongo que podría decirse un solo instante, desde el punto de vista filosófico a largo plazo, dado el flujo de los milenios». Intentó reírse, pero cada vez que bebía el sake le helaba el corazón. En aquel silencio opresivo tenía la sensación de que los sollozos pugnaban por exteriorizarse.

El llanto y la aflicción de Oichi, Nagamasa, los rostros inocentes de los niños... Imaginaba lo que estaba sucediendo en el torreón. Se preguntó lo que sentiría si estuviera en lugar de Asai Nagamasa. Al pensar así, sus emociones dieron un brusco giro y recordó sus últimas palabras a Nene:

—Soy un samurai y esta vez es posible que muera en alguna batalla. Si me matan, tienes que volver a casarte antes de cumplir los treinta años. Después de esa edad tu belleza se desvanecerá y la posibilidad de un matrimonio feliz será muy remota. Eres una persona discreta, y es mejor que el ser humano tenga discernimiento en esta vida. Así pues, si has pasado de los treinta, elige un buen camino según tu discernimiento. No voy a ordenarte que te cases de nuevo. Y una vez más, si tenemos un hijo, planea un futuro para que ese hijo sea tu sostén, tanto si eres joven como entrada en años. No te abandones a las quejas de las mujeres. Piensa como una madre y emplea tu discernimiento de madre en todo lo que hagas.

En algún momento se quedó dormido, lo cual no quiere decir que se hubiera tendido, sino que permaneció sentado e inmóvil como si estuviera practicando meditación. De vez en cuando cabeceaba. Tenía facilidad para dormir, una habilidad que había desarrollado durante las circunstancias desfavorables de su juventud, y era tan disciplinado que podía quedarse dormido cuando lo deseaba, al margen de la hora o el lugar.

Le despertó el sonido de un tamboril. Los sirvientes se habían llevado las bandejas de comida y el sake. Sólo las lámparas brillaban todavía con una luz blanca. Su aturdimiento había desaparecido y ya no sentía fatiga. Se dio cuenta de que debía de haber dormido un buen rato. Al mismo tiempo sintió que le envolvía una sensación de alegría. Antes de que se durmiera, la atmósfera del castillo había sido de tristeza y melancolía, pero ahora había cambiado con los sonidos del tamboril, las voces y las risas, y, de un modo extraño, una efusión de afabilidad parecía llegar flotando desde alguna parte.

Sin que pudiera evitarlo, se sentía como si estuviera embrujado. Sin embargo, estaba claramente despierto y todo era real. Llegaba a sus oídos el sonido del tamboril y las palabras de un canto. Los sonidos procedían del torreón y eran lejanos e inconfundibles, pero estaba seguro de que alguien se había echado a reír.

De repente Hideyoshi quiso estar entre la gente y salió a la terraza. Vio gran número de lámparas así como personas en la residencia del señor, al otro lado del amplio jardín central. Una brisa ligera transportaba el olor del sake, y cuando el viento sopló en su dirección, oyó al samurai que marcaba el ritmo con el tamboril y entonaba:

Las flores son carmesíes,

las ciruelas están perfumadas.

Los sauces son verdes

y el corazón de un hombre decide su valor.

Hombres entre hombres,

samurais que somos,

flores entre flores,

samurais que somos.

Así pasa la vida humana.

¿Qué es sin algún placer?,

aunque no llegues a ver el mañana.

No, sobre todo si no llegas a ver el mañana. Tal era la teoría que Hideyoshi acariciaba. Él, que despreciaba la oscuridad y amaba la luz, había encontrado algo que era una bendición en este mundo. Casi de un modo inconsciente caminó sin prisa en dirección al jolgorio, atraído por las voces que cantaban. Los sirvientes pasaban corriendo por su lado, con grandes bandejas llenas de comida y un barril de sake.

Se apresuraban con el mismo afán que probablemente mostrarían en la defensa del castillo. La fiesta era ciertamente alegre y el vigor de la vida aparecía en todos los rostros. Era suficiente para que Hideyoshi se sintiera un poco dubitativo.

—¡Eh! ¿No sois el señor Hideyoshi?

—Ah, general Mikawa.

—No he podido hallaros en la habitación de invitados y os buscaba por todas partes.

Mikawa también tenía las mejillas enrojecidas por el sake y ya no parecía tan ojeroso.

—¿A qué viene este jaleo en el torreón? —le preguntó Hideyoshi.

—No os preocupéis. Tal como os he prometido, terminará a la hora del jabalí. Dicen que, puesto que todos hemos de morir, debemos hacerlo de una manera gloriosa. El señor Nagamasa y sus hombres están muy animados, por lo que ha hecho abrir todos los barriles de sake del castillo y convocado una asamblea de los samurais. Así van a despedirse unos de otros bebiendo antes de abandonar este mundo.

—¿Qué me decís de la despedida de su esposa e hijos?

—Nos hemos ocupado de ello.

A pesar de su embriaguez, las lágrimas volvieron a agolparse en los ojos de Mikawa. Una asamblea de los samurais... Era un acontecimiento habitual en todo clan, una ocasión en que las rígidas divisiones entre clases y entre señor y servidores se relajaban, y todo el mundo disfrutaba con las canciones y la exaltación de la bebida.

La reunión tenía un doble propósito: era la despedida de Nagamasa de sus servidores, que estaban a punto de morir, y de su esposa e hijos, los cuales vivirían.

—Pero voy a aburrirme si estoy ahí aislado hasta la hora del jabalí —dijo Hideyoshi—. Con vuestro permiso, me gustaría asistir al banquete.

—Precisamente por ello os estaba buscando. Eso es también lo que desea Su Señoría.

—¡Cómo! ¿El señor Nagamasa quiere que asista?

—Dice que si confía su esposa e hijos al clan Oda, debéis cuidar de ellos a partir de ahora, sobre todo de sus hijos pequeños.

—¡No debe preocuparse! Y quisiera decírselo en persona. ¿Me llevaréis a su lado?

Hideyoshi siguió a Mikawa hasta un gran salón de banquetes. Todos los rostros se volvieron hacia él. El olor del sake impregnaba la atmósfera. Naturalmente, todos vestían armadura completa y cada hombre estaba resuelto a morir. Morirían juntos. Como flores agitadas por el viento, estaban dispuestos a caer todos a la vez. Pero ahora, cuando se estaban divirtiendo lo mejor que podían, ¡de improviso allí estaba el enemigo! Muchos miraron furibundos a Hideyoshi, con los ojos inyectados en sangre, unos ojos que habrían hecho encogerse de miedo a la mayoría de los hombres.

—Disculpadme —dijo Hideyoshi sin dirigirse a nadie en particular.

Entró en la sala, caminando con pasos cortos, y avanzó hacia Nagamasa, ante el cual se postró.

—Heme aquí, agradecido porque habéis ordenado que incluso a mí me sirvan una taza de sake. Con respecto al futuro de vuestros hijos, podéis estar seguro de que los protegeré incluso a costa de mi propia vida.

Hideyoshi habló así de corrido. Si hubiera hecho una pausa o dado la menor impresión de temor, los samurai que le rodeaban, impulsados por la embriaguez y el odio, podrían haber emprendido alguna acción funesta.

—Ésa es mi petición, general Hideyoshi.

Nagamasa le ofreció una taza y, cuando Hideyoshi la tomó y se la llevó a los labios, el señor del castillo pareció satisfecho. El enviado de Oda no se había atrevido a mencionar los nombres de Oichi ni Nobunaga. La joven y bella esposa de Nagamasa estaba sentada con sus hijos en un lado de la sala, ocultos tras un biombo plateado. Se acurrucaban como lirios que florecieran en el borde de un estanque. Hideyoshi observó por el rabillo del ojo el parpadeo del farol plateado, pero no miró directamente al grupo. Devolvió respetuosamente la taza a Nagamasa.

—En estos momentos deberíamos olvidar que somos enemigos —dijo Hideyoshi—. Ya que he aceptado este sake en vuestra asamblea, si me dais permiso me gustaría interpretar una breve danza.

—¿Queréis bailar? —inquirió Nagamasa, expresando la sorpresa de todos los hombres presentes. Todos se sentían un poco intimidados por aquel hombre menudo.

Oichi atrajo a los niños a sus rodillas, como una gallina madre podría proteger a sus polluelos.

—No temáis —les susurró—. Aquí está vuestra madre.

Tras recibir el permiso de Nagamasa para danzar, Hideyoshi se levantó y fue al centro de la sala. Estaba a punto de empezar cuando Manju gritó:

—¡Es él!

Manju y Chacha se aferraron al regazo de su madre. Estaban mirando al hombre que antes les había asustado tanto.

Hideyoshi empezó a marcar el ritmo con el pie. Al mismo tiempo abrió un abanico con un círculo rojo sobre fondo dorado.

Como tengo tanto ocio,

miro la calabaza en el portal.

De vez en cuando, una brisa suave

inesperadamente aquí, casualmente allí, inesperada, casual,

la enredadera de la calabaza,

¡qué divertida!

Cantó con voz recia y danzó como si no hubiera otra cosa en su mente. Pero antes de que hubiera terminado la danza, se oyeron disparos desde una sección de la muralla del castillo. Siguió el estrépito de una descarga desde una distancia más corta. Parecía como si las fuerzas tanto dentro como fuera del castillo hubieran empezado a disparar al mismo tiempo.

—¡Maldita sea! —exclamó Hideyoshi, arrojando al suelo el abanico.

Todavía no era la hora del jabalí. Sin embargo, los hombres que estaban fuera del castillo no habían sabido nada de ese convenio. Hideyoshi no les había dado una segunda señal. Creyendo que no atacarían, se habían sentido más o menos seguros. Pero ahora parecía que los estrategas del cuartel general habían perdido la paciencia y decidido apremiar a Nobunaga para que emprendiera la acción de inmediato.

«¡Maldita sea!» El abanico de Hideyoshi cayó a los pies de los generales del castillo, los cuales se habían levantado al mismo tiempo, y eso hizo que su atención se fijara en Hideyoshi, a quien hasta entonces no habían considerado como un enemigo.

—¡Un ataque! —gritó uno de los hombres.

—¡El muy cobarde! ¡Nos ha mentido!

Los samurais se dividieron. El grupo más numeroso corrió al exterior mientras los hombres restantes rodeaban a Hideyoshi, dispuestos a acabar con él.

—¿Quién ha ordenado esto? —gritó de repente Nagamasa a voz en cuello—. ¡No le toquéis! ¡Este hombre no debe morir!

—¡Pero el enemigo ha lanzado un ataque general! —replicaron sus hombres como si le desafiaran.

Nagamasa hizo caso omiso de sus quejas.

—¡Ogawa Denshiro y Nakajima Sakon! —llamó.

Los dos hombres eran tutores de sus hijos. Cuando se adelantaron y postraron ante él, Nagamasa llamó también a Fujikake Mikawa.

—Vosotros tres protegeréis a mi esposa y mis hijos y guiaréis a Hideyoshi fuera del castillo. ¡Marchaos ya!

Entonces miró severamente a Hideyoshi y, calmándose tanto como pudo, le dijo:

—Muy bien, os los confío.

La mujer y los niños se arrojaron a sus pies, pero él los apartó.

—Adiós —les gritó.

Tras decir esta sola palabra, Nagamasa empuñó una alabarda y salió a la oscuridad llena de clamores.

Uno de los lados del castillo estaba envuelto en llamas. Nagamasa se protegió instintivamente la cara con una mano mientras corría. Astillas ardientes, como alas de fuego, le rozaron la cara. Una espesa humareda negra se alzaba desde el suelo. Los dos primeros samurais de Oda que irrumpieron en el castillo ya habían gritado sus nombres. Las llamas habían alcanzado la residencia en el torreón y corrían por los canalones más rápidamente de lo que el agua jamás había bajado por ellos. Nagamasa observó a un grupo de hombres con cascos de hierro ocultos en aquella zona y de repente se abalanzó al lado.

—¡El enemigo!

Los servidores más íntimos y los familiares permanecieron a su alrededor y atacaron a las tropas invasoras. Por encima de sus cabezas crepitaban las llamas y les rodeaba el humo negro. Los sonidos metálicos de las armaduras, el entrechocar de lanzas y espadas llenaban el aire. El suelo quedó pronto cubierto por los cuerpos de muertos y heridos. La mayor parte de los soldados que estaban en el castillo siguieron a Nagamasa y lucharon durante tanto tiempo como pudieron, y cada uno de ellos tuvo una muerte gloriosa. Pocos fueron capturados o se rindieron. La caída del castillo de Odani no fue similar a la derrota de los Asakura en Echizen o del shogun en Kyoto. Así pues, podría decirse que el juicio de Nobunaga había sido acertado al elegir a Nagamasa por cuñado.

Los problemas de Hideyoshi, que había salvado a Oichi y a sus hijos de las llamas, y los de Fujikake Mikawa, no tenían que ver con la batalla. Si las tropas atacantes hubieran esperado tan sólo media hora más, Hideyoshi y las personas a su cargo habrían podido salir fácilmente del castillo, pero unos minutos después de que salieran del torreón el interior del castillo estaba en llamas y lleno de soldados que se batían, por lo que a Hideyoshi le resultaba muy difícil proteger a los cuatro niños y sacarlos de allí.

Fujikake Mikawa llevaba la niña más pequeña a la espalda, Nakajima Sakon cargaba con su hermana, Hatsu, mientras que Manju estaba atado a la espalda de su tutor, Ogawa Denshiro.

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