Taiko (143 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Bien, no hay nada más que decir —concluyó Ekei en tono fatalista.

Hikoemon se disculpó.

—A causa de mi limitada capacidad no he sido capaz de encontrar un terreno común contigo. Con tu permiso, quisiera pedirle al señor Kanbei que ocupe mi lugar.

—Será una satisfacción para mí hablar con quien sea —replicó Kanbei.

Hikoemon envió a su hijo en busca de Kanbei, el cual no tardó en llegar en su litera. Bajó y tomó asiento pesadamente con los otros dos hombres.

—He sido yo quien ha animado a Hikoemon a que te molestara una vez más, discutiendo contigo este asunto por última vez —dijo Kanbei—. Bien, ¿cuál es el resultado? ¿Habéis llegado a un compromiso? Os habéis pasado la mitad de la noche hablando.

La franqueza de Kanbei les animó. El rostro de Ekei se abrillantó a la luz matinal.

—Lo hemos intentado —dijo riendo.

Hikoemon, con la excusa de que tenía que preparar la llegada de Nobunaga, se despidió.

—El señor Nobunaga se quedará dos o tres días —dijo Kanbei—. A partir de este momento, va a ser difícil que nos reunamos de nuevo para celebrar conversaciones de paz.

La diplomacia de Kanbei era sencilla y directa. También era despótica en extremo: si los Mori querían discutir las condiciones, no era posible más resultado que la guerra.

—Si hoy puedes ayudar al clan Oda, sin duda tendrás garantizado un gran futuro —le dijo Kanbei.

Con este cambio de adversario, Ekei perdió su elocuencia anterior. Sin embargo, su expresión parecía mucho más animada que cuando estaba negociando con Hikoemon.

—Si hay una promesa definitiva de que Muneharu cometerá el seppuku, hablaré con Su Señoría sobre la condición de ceder las cinco provincias, y estoy seguro de que accederá a un compromiso. En cualquier caso, ¿querrás pedir a los señores Kikkawa y Kobayakawa que reconsideren el asunto una vez más esta mañana? Sospecho que ahí radicará la diferencia entre la paz y la guerra.

Cuando Kanbei planteó la cuestión en estos términos, Ekei se sintió impulsado a actuar. El campamento de Kikkawa en el monte Iwasaki estaba tan sólo a una legua de distancia, mientras que el campamento de Kobayakawa en el monte Hizashi distaba poco menos de dos leguas. Poco después, Ekei fustigó a su caballo para que emprendiera el galope.

Tras despedirse del monje, Kanbei fue al templo Jihoin. Se asomó a la habitación de Hideyoshi y vio que estaba durmiendo. La llama de la lámpara se había extinguido después de quemar todo el aceite. Sacudió al durmiente y le dijo:

—Mi señor, está amaneciendo.

—¿Amanece? —preguntó Hideyoshi, incorporándose aturdido.

Kanbei le habló de su encuentro con Ekei. Hideyoshi frunció el ceño pero se apresuró a levantarse.

Los pajes le aguardaban a la entrada del baño provistos de agua para sus abluciones matinales.

—En cuanto hayamos desayunado, haré una ronda por el campamento. Traedme mi caballo como de costumbre y que mis ayudantes estén preparados —ordenó mientras se secaba la cara.

Hideyoshi cabalgó bajo un gran quitasol rojo, precedido por su estandarte. Balanceándose ligeramente en la silla de montar, cabalgó bajo las hojas tiernas de los cerezos floridos que crecían a lo largo del camino desde el portal del templo al pie de la montaña.

La ronda diaria de Hideyoshi por el campamento nunca comenzaba a una hora determinada, pero nunca solía ser tan temprano. Aquel día parecía de mejor humor, y de vez en cuando bromeaba con sus ayudantes como si todo fuese perfectamente normal. No había ningún indicio de que la noticia del incidente en Kyoto se hubiera filtrado incluso entre sus propios hombres. Tras confirmarlo personalmente, Hideyoshi regresó sin prisas a su cuartel general.

Kanbei le estaba esperando ante el portal del templo. Sus ojos indicaron a Hideyoshi que la misión de Ekei había terminado en fracaso. El monje había regresado a caballo desde el campamento de los Mori poco antes de la vuelta de Hideyoshi, pero la respuesta que traía no había cambiado:

Si permitimos que Muneharu muera, no seguimos el Camino del Samurai. No aceptaremos una paz que no respete la vida de Muneharu.

—Que Ekei venga aquí de todos modos —ordenó Hideyoshi.

No parecía en modo alguno desanimado, incluso daba la impresión de que a cada momento se sentía más optimista.

Invitó al monje a una habitación soleada y le pidió que se acomodara. Después de charlar sobre los viejos tiempos y contarse chismes de la capital, Hideyoshi abordó el tema principal.

—Parece ser que las conversaciones de paz se han estancado porque ambos lados no pueden ponerse de acuerdo sobre el destino de Muneharu. ¿No podrías hablar en privado con el general Muneharu, explicarle las circunstancias y recomendarle que ceda? Los Mori jamás ordenarán a un vasallo leal que se haga el seppuku, pero si le explicas el apuro en que se encuentra el clan Mori, Muneharu entregará de buen grado su vida. Al fin y al cabo, su muerte servirá para salvar las vidas de los hombres que están en el castillo y a los Mori de la destrucción.

Tras decir esto, Hideyoshi se levantó bruscamente y salió.

**

En el interior del castillo de Takamatsu, el destino de más de cinco mil soldados y civiles pendía de un hilo.

Los generales de Hideyoshi habían transportado tres grandes embarcaciones equipadas con cañones, a través de las montañas, y empezaron a disparar contra el castillo. Una de las torres casi se había derrumbado, y había numerosos muertos y heridos como resultado del bombardeo. A ello se añadía que era todavía la estación lluviosa, cada vez había más enfermos y los suministros de alimentos se estropeaban con la humedad.

Los defensores habían recogido puertas y maderos y construido embarcaciones ligeras con las que atacar las naves de guerra de Hideyoshi. Dos o tres botes improvisados habían sido hundidos, pero los supervivientes regresaron a nado al castillo para preparar un segundo ataque.

Cuando llegó el ejército de los Mori y sus estandartes y banderas fueron avistados desde el castillo, los defensores creyeron que estaban salvados. Pero poco después comprendieron que su situación era insostenible. La distancia entre sus rescatadores y ellos mismos, y las consiguientes dificultades de operación, no permitirían el rescate. Aunque estaban desalentados, no perdieron en ningún momento la voluntad de lucha. Por el contrario, tras comprender claramente su situación, estaban dispuestos a morir.

Cuando llegó al castillo un mensaje secreto de los Mori dando a Muneharu permiso para capitular a fin de salvar las vidas de la guarnición y los civiles, el comandante en jefe dio una respuesta indignada: «Todavía no sabemos lo que es la rendición. En unos momentos como estos, estamos dispuestos a morir».

La mañana del cuarto día del sexto mes, los guardianes en los muros del castillo divisaron un botecillo de remos que avanzaba hacia ellos desde la costa enemiga. Un samurai remaba, y su único pasajero era un monje.

Ekei acudía para pedir a Muneharu que cometiera el seppuku. Muneharu escuchó en silencio los argumentos del monje. Cuando Ekei hubo terminado y todo su cuerpo estaba empapado en sudor, Muneharu habló por primera vez.

—Bien, hoy es realmente mi día de suerte. Al mirarte a la cara, sé que tus palabras no son fraudulentas.

No dijo si estaba de acuerdo o no. La mente de Muneharu ya estaba mucho más allá del consentimiento y el rechazo.

—Desde hace algún tiempo, los señores Kobayakawa y Kikkawa están preocupados por mí, a pesar de lo indigno que soy, e incluso me han aconsejado que capitule. Pero no he considerado mi rendición sólo para salvar mi vida, por lo que me he negado. Ahora bien, si puedo creer lo que me has dicho, el clan Mori no deberá temer por su seguridad y las personas del castillo estarán a salvo. En ese caso, no hay razón para que me niegue. Por el contrario, será una gran alegría para mí. ¡Una gran alegría! —repitió con vehemencia.

Ekei estaba temblando. No había creído que pudiera ser tan fácil, que Muneharu se enfrentara a la muerte tan alegremente. Al mismo tiempo, se sentía avergonzado. El era un monje, pero ¿tendría el valor de trascender la vida y la muerte de esa manera cuando le llegase su hora?

—¿Entonces estáis de acuerdo?

—Sí.

—¿No tenéis que discutir el asunto con vuestra familia?

—Les informaré de mi decisión más tarde. Todos se regocijarán conmigo.

—Y... me resulta difícil decirlo, pero es un asunto de cierta urgencia..., se dice que el señor Nobunaga llegará pronto.

—Me da lo mismo hacerlo antes o después. ¿Cuándo ha de ser?

—Hoy. El señor Hideyoshi ha dicho a la hora del caballo, y sólo quedan cinco horas.

—Si ése es todo el tiempo que queda, podré prepararme con comodidad para la muerte —dijo Muneharu.

***

Ekei informó primero del acuerdo de Muneharu al señor Hideyoshi y luego cabalgó a todo galope hacia el campamento de los Mori en el monte Iwasaki.

Tanto a Kikkawa como a Kobayakawa les preocupó el motivo de su regreso repentino.

—¿Han roto las conversaciones? —le preguntó Kobayakawa.

—No —replicó Ekei—. Hay perspectivas de éxito.

—¿Entonces Hideyoshi ha cedido? —inquirió Kobayakawa, al parecer un tanto sorprendido, pero Ekei sacudió la cabeza.

—La persona que ha rogado más que nadie por una reconciliación pacífica ha ofrecido sacrificar su vida por la paz.

—¿A quién te refieres?

—Al general Muneharu. Ha dicho que compensaría con su vida la protección del señor Terumoto durante todos estos años.

—Ekei, ¿le has hablado a petición de Hideyoshi?

—Sabéis que no habría ido al castillo sin su permiso.

—¿Entonces le explicaste la situación a Muneharu y él ofreció cometer el seppuku por su libre voluntad?

—Sí. Se suicidará a la hora del caballo, a bordo de una embarcación y a la vista de los dos ejércitos. En ese momento se firmará el tratado de paz, se salvarán las vidas de los defensores y el clan Mori podrá contar con una seguridad indefinida.

Lleno de emoción, Kobayakawa le preguntó:

—¿Cuáles son las intenciones de Hideyoshi?

—Cuando oyó el ofrecimiento del general Muneharu, el señor Hideyoshi se conmovió profundamente y dijo que sería inhumano no recompensar semejante lealtad sin parangón. En consecuencia, aunque habéis prometido ceder cinco provincias, sólo tomará tres y os dejará las dos restantes, en consideración al sacrificio de Muneharu. Si no hay desacuerdo, enviará de inmediato una garantía por escrito, tras presenciar el seppuku de Muneharu.

Poco después de que Ekei se hubiera marchado, Muneharu anunció su decisión. Uno tras otro, los samurais del castillo de Takamatsu se presentaron ante su señor para rogarle que le dejaran acompañarle en la muerte. Muneharu discutió, halagó y reprendió, pero ellos no se calmaron. No sabía qué hacer, pero al final no aceptó la solicitud de nadie.

Ordenó a un ayudante que preparase una embarcación. El castillo estaba lleno de amargos lamentos. Cuando todos sus vasallos se hubieron retirado y Muneharu pareció tener un pequeño respiro, se le acercó su hermano mayor, Gessho, para hablarle.

—He oído todo lo que has dicho —dijo Gessho—. Pero no hay necesidad de que mueras. Déjame que ocupe tu lugar.

—Eres un monje, hermano, mientras que yo soy un general. Aprecio tu ofrecimiento, pero no puedo permitir que nadie ocupe mi lugar.

—Yo era el hijo mayor y debería haber continuado el linaje familiar, pero preferí tomar las órdenes sagradas, poniéndote en la situación que debería haber sido la mía. De modo que hoy, cuando tienes que cometer el seppuku, no hay ningún motivo por el que deba prolongar lo que me queda de vida.

—Puedes decir lo que quieras —replicó Muneharu—, pero no permitiré que ni tú ni nadie se suicide en mi lugar.

Muneharu rechazó el ofrecimiento de Gessho, pero le permitió que le acompañara en la embarcación. Muneharu se sentía en paz. Llamó a sus pajes y les ordenó que sacaran un kimono de ceremonia azul claro, que sería la prenda con la que iba a morir.

—Y tráeme un pincel y tinta —ordenó, recordando que debía escribir un carta a su esposa e hijo.

La hora del caballo se aproximaba con rapidez. Hasta la última gota de agua había sido considerada esencial para las vidas de los habitantes del castillo, pero aquel día ordenó que le trajeran un cubo de agua, a fin de limpiar la suciedad que se había acumulado en su cuerpo durante los cuarenta días de asedio.

¡Qué apacible era aquella pausa en la lucha! El sol parecía subir inocentemente hacia el centro del cielo. No soplaba viento y el color del agua enfangada en todos los lados del castillo era tan turbio como siempre.

Las pequeñas olas que lamían suavemente los muros del castillo brillaban bajo el sol, y de vez en cuando el canto del níveo airón rompía el silencio.

En el Morro de la Rana, la elevación en la orilla contraria, se alzó un pequeño estandarte rojo, indicador de que había llegado la hora. Muneharu se levantó bruscamente y sus ayudantes no pudieron retener un sollozo. Caminó con paso vivo hacia los muros del castillo, como si se hubiera vuelto sordo de repente.

El remo trazaba un ancho surco en el agua. La embarcación transportaba cinco hombres: Muneharu, Gessho y tres servidores. Todos los hombres, mujeres y niños del castillo estaban encaramados en los muros y tejados. No gritaban mientras veían alejarse a Muneharu, pero unos juntaban las manos en actitud de plegaria y otros se enjugaban las lágrimas de los ojos.

La embarcación se deslizó apaciblemente por la superficie del lago. Gessho se volvió y vio que el castillo de Takamatsu había quedado muy atrás y que el bote estaba a medio camino entre el castillo y el Morro de la Rana.

—Aquí está bien —instruyó Muneharu al remero.

El hombre extrajo el remo sin decir palabra. No tuvieron que esperar mucho tiempo.

Cuando el bote zarpó del castillo, otro bote había salido del Morro de la Rana, y en él viajaba el testigo de Hideyoshi, Horio Mosuke. Un pequeño estandarte rojo había sido fijado en la proa y una alfombra roja extendida sobre el suelo de madera.

La pequeña embarcación en la que iba Muneharu vestido con su prenda mortuoria se mecía suavemente mientras aguardaba a que la embarcación de Mosuke, con su ondeante estandarte rojo, se detuviera a su lado. El agua estaba en calma y las montañas circundantes en paz. El único sonido que se oía era el remo del bote que se aproximaba.

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