Authors: Eiji Yoshikawa
Un momento antes se había oído, procedente del santuario, el sonido de manos que batían palmas, parte del ritual para orar a los dioses, por lo que parecía como si Mitsuhide y sus generales hubieran estado rezando. Mitsuhide se había persuadido a sí mismo de que no actuaba puramente motivado por la enemistad y el resentimiento que sentía hacia Nobunaga. El temor de que pudiera acabar como Araki o Sakuma le había permitido la racionalización que era un mecanismo de autodefensa. Mitsuhide era como un animal acorralado que se ve obligado a atacar el primero a fin de conservar la vida.
La distancia desde el santuario hasta el templo Honno, donde se encontraba su enemigo ligeramente protegido, era sólo de cinco leguas. Aquella era una oportunidad como sólo puede darse una vez en la vida. Consciente de que su traición parecía oportunismo, no podía concentrarse en las plegarias, pero no le resultaba difícil justificar sus acciones: le bastaba con enumerar las fechorías de Nobunaga en las dos últimas décadas. A la postre, aunque había servido a Nobunaga durante muchos años, Mitsuhide sentía nostalgia del antiguo shogunado con todo su anquilosamiento.
Los comandantes aguardaban, apiñados, y el escabel de Mitsuhide seguía desocupado. Sus pajes decían que continuaba orando en el santuario y que no tardaría en regresar. Poco después se separó la cortina y los vasallos más íntimos de Mitsuhide entraron uno tras otro, saludando a los hombres reunidos allí. Mitsuhide, Toshimitsu, Mitsuharu, Mitsutada y Mitsuaki fueron los últimos en presentarse.
—¿Son éstos todos los jefes de unidad? —preguntó Mitsuhide.
Con una celeridad alarmante, la zona circundante fue rodeada de inmediato por soldados. El semblante de Mitsuhide expresaba advertencia, una advertencia sin palabras que se concentraba muy claramente en los ojos de los generales.
—Quizá os parezca una muestra de excesiva frialdad por mi parte que tome esta clase de precauciones cuando hablo con mis vasallos —les dijo Mitsuhide—, y sobre todo tratándose de personas que tienen mi confianza. No malinterpretéis esta medida, que tomo tan sólo para revelaros un acontecimiento de gran importancia y aguardado desde hacía largo tiempo..., un acontecimiento que afectará a toda la nación y que significará nuestro ascenso o nuestra caída.
Así dio comienzo a la revelación de sus intenciones. Enumeró sus motivos de queja contra Nobunaga, las humillaciones en Suwa y Azuchi y, el ultraje definitivo, la orden de intervenir en la campaña del oeste que implicaba la subordinación a Hideyoshi. Siguió relacionando los nombres de quienes habían servido a Nobunaga durante años sin que ello les hubiera valido más que para la destrucción de sí mismos. Era Nobunaga el enemigo de la rectitud, el destructor de la cultura y el conspirador que había derribado las instituciones y abocado la nación al caos. Terminó su discurso recitando un poema que había escrito.
Dejad que una persona sin comprensión
diga lo que le venga en gana;
no tendré dolor de conciencia
ni por la posición ni por la fama.
Mientras recitaba este poema, Mitsuhide empezó a experimentar el patetismo de su propia situación y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. También sus vasallos de alto rango se echaron a llorar. Algunos incluso se mordieron las mangas de sus armaduras o cayeron de bruces en la tierra. Sólo uno de los hombres no lloraba, el veterano Saito Toshimitsu.
Entonces intervino Toshimitsu, dispuesto a hacer de sus lágrimas un compromiso de sangre.
—Creo que Su Señoría nos ha abierto su corazón porque nos considera hombres en los que puede confiar. Si un señor sufre deshonra, sus vasallos mueren. ¿Es sólo nuestro señor el único ofendido? A mis viejos huesos les queda poco tiempo de vida, pero si puedo ser testigo de la caída del señor Nobunaga y ver a mi señor convertido en el dirigente de la nación, podré morir sin ningún pesar.
Mitsuharu habló a continuación.
—Cada uno de nosotros se considera como la mano derecha de Su Señoría, por lo que después de que él ha hablado, sólo queda un camino a seguir. No debemos retrasarnos en ir al encuentro de nuestra muerte.
Todos los jefes de unidad respondieron al unísono. El brillo de la emoción en sus ojos y sus bocas abiertas parecían decir que no conocían más palabra que sí. Cuando Mitsuhide se levantó, los intensos sentimientos que los hombres experimentaban les hacían temblar, y le felicitaron con vehemencia, de acuerdo con la costumbre tradicional cuando partían hacia el frente.
Yomoda Masataka alzó la vista al cielo e instó a los hombres a que se preparasen mentalmente.
—Pronto será la hora del gallo. La distancia hasta la capital es de unas cinco leguas. Si avanzamos a campo traviesa, podremos rodear el templo Honno al amanecer. Si logramos tomar el templo antes de la hora del dragón y luego destruir el templo Myokaku, todo estará resuelto antes del desayuno.
Se había vuelto hacia Mitsuhide y Mitsuharu y hablado con una convicción absoluta. Por supuesto, este discurso no era ni una recomendación ni un consejo, y su único propósito era permitir que los jefes principales supieran que el país ya estaba en sus manos y exhortarles a calentar su sangre.
Era la segunda mitad de la hora del gallo y la carretera estaba ya oscura a la sombra de la montaña. Los hombres cubiertos de armadura avanzaron en una negra columna a través del pueblo de Oji y finalmente llegaron a la colina de Oinosaka. El cielo nocturno estaba cuajado de estrellas, y abajo la capital parecía como su reflejo.
Los rojizos rayos del sol poniente incidían en el foso vacío del templo Honno. Era el primer día del sexto mes. El sol había caído implacable sobre la capital durante toda la jornada y ahora aparecían nuevos trechos de barro seco incluso en el foso relativamente profundo.
Los muros de barro rematados por un tejadillo se extendían a lo largo de más de cien varas por el este y el oeste y doscientas varas de norte a sur. El foso superaba los doce pies de anchura y era más profundo de lo habitual para un templo. Los transeúntes podían ver los tejados del templo principal y aproximadamente la decena de edificios del monasterio, pero nada más podía verse realmente desde el exterior. Tan sólo se distinguía la famosa acacia negra en un ángulo del recinto. Era tan grande que la gente la llamaba el bosque de Honno o el bosquecillo de la acacia.
El árbol era un hito tan famoso como la pagoda del templo oriental. Cuando el sol de la tarde incidía en sus ramas altas, en seguida una multitud de cuervos armaban jaleo. Y por muy exigentes y elegantes que intentaran ser los ciudadanos de Kyoto, había tres cosas que no podían evitar: los perros extraviados de noche, el estiércol de las vacas por la mañana y los cuervos por la tarde.
Dentro del recinto del templo había aún varios solares vacíos. Era necesario un enorme trabajo de construcción para completar la restauración de los aproximadamente veinte edificios que habían sido destruidos por el fuego durante las guerras civiles en la capital. Si un visitante caminara en dirección a la calle Cuarta desde el portal principal del templo, vería la mansión del gobernador de Kyoto, el barrio de los samurais y las calles de una ciudad bien reglamentada. Pero en la parte norte de la ciudad los barrios pobres permanecían como islas, tal como estuvieron durante el shogunado, y un estrecho callejón aún se merecía plenamente su antiguo nombre de calle del Albañal.
Los callejones del barrio, entre los ásperos muros que serpenteaban bajo los aleros torcidos de las casas con sus tejados uniformes, estaban que bullían de niños, los cuales, llenos de diviesos y sarpullidos, las narices moqueantes, correteaban por las calles como gigantescos insectos alados.
—¡Han llegado los misioneros! —gritaban.
—¡Los sacerdotes del templo Namban están pasando por aquí con una bonita jaula!
Los tres misioneros se rieron al oír las voces infantiles y aflojaron el paso, como si esperasen a unos amigos.
El templo Namban, como era conocida popularmente la iglesia de los misioneros, estaba en la calle Cuarta. Por la mañana, en los barrios pobres, se oían los cánticos de los servicios religiosos en el templo Honno, y por la noche la campana de la iglesia resonaba en los callejones. El portal del templo Honno era muy imponente, y los monjes que vivían allí caminaban por las calles con expresiones altivas, pero la actitud de los misioneros, cuando llegaban a la zona, era diferente: se mostraban humildes y amistosos con los habitantes del lugar. Cuando veían un niño con un furúnculo en la cara le daban palmaditas en la cabeza y le indicaban la manera de tratarlo. Si se enteraban de que alguna persona estaba enferma, la visitaban. Se decía que nadie debía intervenir en una querella entre marido y mujer, pero si los misioneros pasaban por allí en tales ocasiones, entraban en la casa y trataban de apaciguar a los cónyuges. De este modo se hacían con la reputación de que eran amables y comprensivos. «Trabajan realmente por el bien de la sociedad», decía la gente, que llevaba cierto tiempo llena de admiración hacia ellos. «Tal vez son mensajeros de los dioses.» Sus buenas obras se extendían a los pobres, los enfermos y los sin hogar. La iglesia tenía incluso una especie de hospital de beneficencia y un asilo de ancianos. Y, por si esto fuese poco, a los misioneros les gustaban los niños.
Pero cuando esos mismos misioneros se tropezaban con sacerdotes budistas en las calles, no los trataban con la misma humildad que mostraban con los niños, sino que los miraban como si fuesen enemigos encarnizados. Por esta razón daban un largo rodeo a través de la calle del Albañal, evitando en la medida de lo posible la proximidad del templo Honno. Sin embargo, aquel día, lo mismo que el anterior, se veían obligados a visitar el templo porque se había convertido en el cuartel general del señor Nobunaga, lo cual significaba que el hombre más poderoso de Japón era ahora su vecino.
Los tres misioneros llevaban una pequeña ave tropical en una jaula dorada y unos pasteles confeccionados por el cocinero que habían traído de su país, y parecían estar en camino para ofrecer sus regalos al señor Nobunaga.
—¡Misioneros! ¡Eh, misioneros!
—¿Qué clase de pájaro es ése?
—¿Qué hay en la caja?
—¡Si es un pastel, danos un poco!
—¡Danos un poco, misionero!
Los niños de la calle del Albañal les cortaban el paso. Los tres misioneros no parecían en modo alguno enojados, pero sin dejar de sonreír les reprendieron en un japonés chapurreado y prosiguieron su camino.
—Esto es para el señor Nobunaga —les dijo uno de los sacerdotes—. No seáis irrespetuosos. Os daremos todos los pasteles que queráis cuando vengáis a la iglesia con vuestras madres.
Los niños les siguieron de cerca y algunos corrieron para adelantarles. Cuando estaban así rodeados, uno de los niños se acercó demasiado al borde del foso y cayó, produciendo un sonido como el croar de una rana. El foso estaba vacío, por lo que no había peligro de que el chiquillo se ahogara, pero su fondo estaba tan lleno de barro como un pantano. El pequeño se revolvía allí como una locha. Los lados del foso eran de piedra, por lo que incluso un adulto habría tenido dificultades para trepar por ellos y salir de allí. A veces algún pobre borracho se caía y se ahogaba en una noche en que la lluvia lo había llenado de agua a rebosar.
Alguien informó de inmediato a la familia del chiquillo. Los curiosos vecinos de la calle del Albañal salieron vociferando de sus casas como el agua hirviendo de un puchero, y los padres llegaron corriendo y descalzos. Había sucedido una desgracia, pero cuando llegaron al foso el pequeño ya había sido rescatado. Parecía una raíz de loto arrancada del barro y lloraba ruidosamente.
El niño y dos de los misioneros tenían las manos y las ropas salpicados de barro. El tercer misionero había saltado al foso detrás del niño y estaba completamente cubierto de barro.
Cuando los niños vieron a los misioneros, corretearon entusiasmados a su alrededor, batiendo palmas y gritando:
—¡El misionero se ha convertido en un barbo! ¡Su barba roja está llena de barro!
Los padres del muchacho les dieron las gracias y alabaron a su Dios, aun cuando no eran cristianos. Se inclinaron a los pies de los sacerdotes y vertieron lágrimas de agradecimiento con las manos unidas en actitud de plegaria. En la negra montaña de gente que se había formado detrás de ellos, las palabras de alabanza a los misioneros corrían de boca en boca.
Los misioneros no mostraron gran pesar por haber llegado hasta allí sólo para tener que dar la vuelta con sus regalos ahora inservibles. Para ellos no existía ninguna diferencia entre Nobunaga y el muchacho del barrio pobre. Además, aquel incidente sería comentado en todas las casas, y los misioneros sabían muy bien que podría crecer y convertirse en una ola grande e inspiradora.
—¿Has visto eso, Sotan?
—Sí, me ha impresionado.
—Esa religión es aterradora.
—Es cierto. Realmente te hace pensar.
Uno de los que hablaban era un hombre de unos treinta años, mientras que el otro era mucho mayor. Parecían padre e hijo. Había algo en su porte que los diferenciaba de los mercaderes importantes de Sakai, quizá ciertos rasgos de su carácter que reflejaban un talante liberal y buena crianza. Sin embargo, bastaba con mirarles para saber que eran mercaderes.
Desde que Nobunaga residía en él, el templo Honno ya no era un simple templo. A partir de la noche del día veintinueve, en el portal principal del templo había una tumultuosa congregación de carretas y palanquines, y el bullicio de la gente que entraba y salía. Las audiencias que ahora concedía Nobunaga parecían asuntos de gran trascendencia para toda la nación. Así, un hombre podía retirarse tras haber obtenido por lo menos una palabra o una sonrisa de Nobunaga e irse a casa con la sensación dichosa de que había conseguido algo que valía cien o mil veces lo que los excepcionales utensilios, buenos vinos, exquisiteces y otros regalos que había ofrecido.
—Esperemos aquí un momento. Parece que un cortesano está cruzando el portal.
—Debe de ser el gobernador. Ésos parecen sus ayudantes.
El gobernador, Murai Nagato, y sus ayudantes se habían detenido en el portal principal y parecían estar esperando discretamente a que saliera el palanquín de un aristócrata. Instantes después; algunos samurais condujeron a dos o tres caballos bayos y moteados tras un pequeño desfile de palanquines y literas. Cuando los samurais reconocieron a Nagato, hicieron reverencias al pasar, sujetando con una mano las riendas de los caballos.