Taiko (28 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¡Esto sí que ha sido inesperado! —dijo Sado—. ¡Qué sorpresa!

—Es típico de él —replicó Mimasaka—. Te volverías loco tratando de imaginar sus reglas. ¡Nunca sabes qué hará a continuación! ¡No hay nada peor que los caprichos de un idiota!

Shibata Katsuie miró hacia la habitación donde estaba sentado Nobunaga y dijo:

—Probablemente por eso venció a ese viejo zorro de Saito Dosan.

—Tal vez —dijo Sado.

—Sado. —Mimasaka tenía una expresión siniestra. Miró a su alrededor, bajó la voz y siguió diciendo—: ¿No sería mejor hacerlo ahora?

—¿Qué quieres decir?

—Ha venido sólo con cinco o seis acompañantes, así que ¿no es eso lo que podríamos llamar una oportunidad enviada por los dioses?

—¿Para matarle?

—Exactamente. Mientras esté comiendo hacemos entrar sigilosamente a cinco o seis buenos luchadores, y cuando yo salga a servirle, daré la señal y le mataremos.

—¿Y si fracasamos? —preguntó Sado.

—¿Cómo vamos a fracasar? Apostaremos hombres en el jardín y en los corredores. Podríamos sufrir algunas bajas, pero si le atacamos con toda nuestra fuerza...

—¿Qué te parece, Sado? —preguntó Mimasaka ansiosamente.

Hayashi Sado tenía los ojos bajos, sometido a las intensas miradas de Katsuie y Mimasaka.

—Bien, ésta podría ser la oportunidad que hemos estado esperando.

—¿Estamos de acuerdo?

Los tres hombres, mirándose a los ojos, acababan de alzar sus rodillas. En aquel momento oyeron el sonido de pisadas enérgicas en el corredor, y la puerta corredera laqueada se deslizó.

—Ah, estáis aquí. ¡Hayashi! ¡Mimasaka! He tomado el té y me he comido los pastelillos. ¡Me vuelvo a Kiyosu ahora mismo!

A los tres hombres les flaquearon las rodillas y retrocedieron. De repente, Nobunaga vio a Shibata Katsuie, postrado en el suelo.

—¡Vaya! ¿Eres tú, Katsuie? —le dijo sonriente—. Al llegar he visto un bayo que se parecía mucho al que usas. ¿Así que era el tuyo después de todo?

—Sí... Pasaba casualmente por aquí pero, como podéis ver, visto mis ropas de diario. Me pareció que sería descortés presentarme así ante vos, mi señor, y por eso me he quedado aquí.

—Eso es muy gracioso. Mírame, contempla lo desastrado de mi atuendo.

—Por favor, mi señor, perdonadme.

Nobunaga cosquilleó ligeramente el cuello de Katsuie con su abanico laqueado.

—En la relación entre señor y servidor, resulta demasiado frío preocuparse tanto por el aspecto o ser un esclavo de la etiqueta. La formalidad es para los cortesanos de la capital. En el clan Oda tenemos suficiente con ser samurais rurales.

—Sí, mi señor.

—¿Qué te ocurre, Katsuie? Estás temblando.

—Me siento incluso peor, al pensar que os he ofendido, mi señor.

—¡Ja, ja, ja, ja! Te perdono. Levántate. No, espera, espera. Los cordones de mis calcetines de cuero están desatados. Katsuie, mientras estás ahí abajo, ¿quieres atármelos?

—Desde luego, mi señor.

—Sado.

—¿Mi señor?

—Te he molestado, ¿no es cierto?

—De ninguna manera, mi señor.

—No sólo soy yo quien puede dejarse caer por aquí de improviso, sino también huéspedes de provincias enemigas. Permanece alerta, ¡tú estás al frente!

—Siempre estoy de servicio, desde la mañana hasta la noche.

—Muy bien. Me alegro de tener unos servidores tan dignos de confianza. Pero no es sólo por mí. Si cometieras un error, estos hombres también perderían sus cabezas. ¿Has terminado, Katsuie?

—Los he atado, mi señor.

—Gracias.

Nobunaga se alejó de los tres hombres todavía postrados, fue desde el corredor principal hasta la entrada dando un rodeo y se marchó. Katsuie, Sado y Mimasaka intercambiaron miradas, pálidos y momentáneamente aturdidos, pero cuando volvieron en sí echaron a correr en pos de Nobunaga y se postraron de nuevo en la entrada. Pero Nobunaga ya no estaba a la vista. Sólo se oía el sonido de los cascos del caballo en la cuesta que conducía a la puerta principal. Los servidores, que siempre se quedaban atrás, se mantenían cerca de Nobunaga, procurando no perderle de nuevo. Pero entre los criados, sólo Ganmaku y Tokichiro, aunque no podían ir a su paso, fueron detrás de él.

—¿Ganmaku?

—¿Sí?

—Ha salido bien, ¿verdad?

—Así es.

Avanzaron apresuradamente detrás de él, felices al ver la figura de su señor ante ellos. Si algo hubiera sucedido, habían acordado informar al castillo de Kiyosu enviando una señal de humo desde la atalaya de detección de incendios, y matar a los guardianes si fuese necesario.

El castillo de Nazuka era un punto vital de las defensas de Nobunaga, y estaba en posesión de uno de sus parientes, Sakuma Daigaku. Un día de principios de otoño, antes del amanecer, la inesperada llegada de soldados despertó a los hombres del castillo. Se levantaron de un salto. ¿Era el enemigo? No, aquellos hombres eran sus aliados.

En medio de la niebla, un explorador gritó desde la atalaya:

—¡Los hombres de Nagoya se han rebelado! ¡Shibata Katsuie tiene mil hombres y Hayashi Mimasaka más de setecientos!

El castillo de Nazuka estaba falto de personal. Unos jinetes cabalgaron bajo la niebla para informar a Kiyosu. Nobunaga aún estaba durmiendo, pero al oír la noticia se puso rápidamente su armadura, cogió una lanza y salió corriendo sin un solo ayudante. Y entonces, por delante de Nobunaga un único soldado ordinario esperaba con un caballo junto al portal de Karabashi.

—Vuestro caballo, mi señor —le dijo a Nobunaga, ofreciéndole las riendas.

La expresión de Nobunaga era insólita, como si le sorprendiera que alguien hubiera sido más rápido que él.

—¿Quién eres? —le preguntó.

El soldado se quitó el casco y se dispuso a arrodillarse. Nobunaga ya estaba en la silla.

—Eso no es necesario. ¿Quién eres?

—Vuestro porteador de sandalias, Tokichiro.

—¿El Mono?

El asombro de Nobunaga fue en aumento. ¿Por qué aquel porteador de sandalias, cuyo cometido estaba en el jardín, era el primero en presentarse preparado para el combate? Su equipo era sencillo, pero llevaba peto, espinilleras y casco. La estampa guerrera de Tokichiro regocijó a Nobunaga.

—¿Estás dispuesto a luchar?

—Decidme que os siga, mi señor.

—¡Muy bien! ¡Ven conmigo!

Nobunaga y Tokichiro habían recorrido doscientas o trescientas varas a través de la neblina matinal cuando oyeron el fragor de veinte, treinta y luego cincuenta hombres montados seguidos por cuatrocientos o quinientos soldados de infantería que ennegrecían la niebla. Los hombres de Nazuka habían luchado desesperadamente. Nobunaga, jinete solitario, se abalanzó hacia las filas enemigas.

—¿Quién se atreve a levantar su mano contra mí? ¡Heme aquí, Sado, Mimasaka, Katsuie! ¿Cuántos hombres tenéis? ¿Por qué os rebeláis contra mí? ¡Salid y luchad, de hombre a hombre! —Su voz resonante y colérica silenció los gritos de guerra de los rebeldes—. ¡Traidores! ¡He venido a castigaros! ¡Huir también es desleal!

Mimasaka estaba tan asustado que emprendió la huida. La voz de Nobunaga le persiguió como un trueno. Incluso para aquellos hombres, con los que Mimasaka contaba, Nobunaga era su señor natural. Cuando Nobunaga en persona cabalgaba entre ellos y les hablaba, eran incapaces de volver sus lanzas contra él.

—¡Espera! ¡Traidor!

Nobunaga dio alcance al fugitivo Mimasaka y le atravesó con su lanza. Sacudió el arma para eliminar la sangre, se volvió a los hombres de Mimasaka y proclamó:

—Aunque haya atacado a su señor, jamás llegará a ser el dirigente de una provincia. ¡Antes que ser el instrumento de los traidores y legar un nombre deshonroso a vuestros hijos, pedid perdón ahora! ¡Arrepentíos!

Katsuie, al enterarse de que el flanco izquierdo de las fuerzas rebeldes había fracasado y de la muerte de Mimasaka, buscó refugio en el castillo de Suemori, con la madre y el hermano de Nobunaga.

La madre de Nobunaga lloró y se echó a temblar cuando conoció la derrota de su ejército. Nobuyuki se estremeció. Katsuie, el general derrotado de las fuerzas rebeldes, les dijo:

—Sería mejor que yo renunciara al mundo.

Entonces se afeitó la cabeza, se quitó la armadura y se vistió el hábito de un monje budista. Al día siguiente, en compañía de Hayashi Sado, Nobuyuki y la madre de éste, se dirigió a Kiyosu para rogar el perdón de sus delitos.

Las excusas presentadas por la madre de Nobunaga fueron especialmente eficaces. Las había ensayado con Sado y Katsuie, y empezó suplicando que perdonara la vida a los tres nombres. Al contrario de lo que esperaban, Nobunaga no estaba enojado.

—Les perdono —dijo sencillamente a su madre, y volviéndose a Katsuie, cuya espalda estaba empapada en sudor, siguió diciendo—: ¿Por qué te has afeitado la cabeza, sacerdote? ¡Qué canalla tan confuso eres! —Sonrió de una manera forzada y entonces habló severamente a Hayashi Sado—: Tú también. Esto es impropio de un hombre de tu edad. Cuando murió Hirate Nakatsukasa, confié en ti como en mi mano derecha. Lamento haber sido el causante de la muerte de Nakatsukasa.

—Las lágrimas acudieron a sus ojos y guardó silencio un momento—. No, no. Mi indignidad hizo que Nakatsukasa se suicidara y tú te convirtieras en traidor. A partir de ahora reflexionaré más profundamente, y vosotros me serviréis, poniendo en ello todo vuestro corazón sin ninguna reserva. De lo contrario ser guerrero no tiene ningún sentido. ¿Debe un samurai seguir a un señor o ser un ronin sin jefe?

Estas palabras abrieron los ojos de Hayashi Sado. Vio cómo era Nobunaga realmente y por fin comprendió su genio natural. Le prometió con firmeza su lealtad y se retiró sin levantar la cabeza.

Pero parecía que el propio hermano de Nobunaga no lo entendía así. Nobuyuki tenía una opinión bastante mala sobre la magnanimidad de Nobunaga, y pensó que su violento hermano mayor no podía hacerle nada porque su madre estaba presente.

Cegado, y protegido por el amor de una madre, Nobuyuki siguió conspirando. Nobunaga deploraba esa actitud, diciéndose que de buen grado pasaría por alto la conducta de Nobuyuki, pero por su culpa muchos de sus servidores podían rebelarse y extraviarse en su deber como samurais. Aunque era su hermano, debía morir por el bien del clan. Nobunaga buscó un pretexto, detuvo a Nobuyuki y le atravesó con su espada.

Ya nadie siguió considerando a Nobunaga un idiota. Por el contrario, todo el mundo temía su inteligencia y perspicacia.

—La medicina fue demasiado eficaz —observaba en ocasiones Nobunaga con una sonrisa sardónica.

Pero Nobunaga había hecho sus preparativos. No había tenido la intención de hacerse el necio para engañar a sus servidores y familiares. Tras la muerte de su padre, había recaído en él la responsabilidad de defender la provincia de los enemigos que tenía por todos los lados. Había adoptado aquel camuflaje por razones de seguridad, incluso hasta el extremo de parecer un necio. Había convencido a sus parientes y servidores a fin de engañar a sus enemigos y los numerosos espías de éstos. Pero entretanto, Nobunaga estudiaba la naturaleza humana y el funcionamiento interno de la sociedad. Como todavía era joven, si se hubiera revelado como un dirigente capacitado, sus enemigos habrían tomado contramedidas.

***

El encargado de la servidumbre, Fujii Mataemon, entró corriendo y llamó a Tokichiro, el cual descansaba dentro de la choza.

—Ven en seguida, Mono.

—¿Qué pasa?

—¡Te han convocado!

—¿Qué?

—El patrono de repente preguntó por ti y me ordenó que te llamara. ¿Has hecho algo malo?

—Nada.

—Bueno, de todos modos, date prisa —le instó Fujii, y echó a correr en una dirección inesperada.

Aquel día, cuando Nobunaga inspeccionaba los almacenes, las cocinas y los depósitos de la leña y el carbón, algo le había dado que pensar.

—Le he traído —dijo Fujii, postrándose cuando su señor pasó por su lado.

Nobunaga se detuvo.

—Ah, ¿le has traído?

Sus ojos se posaron en la figura de Tokichiro, que aguardaba detrás de él.

—Ven aquí, Mono.

—¿Mi señor?

—A partir de hoy estarás empleado en las cocinas.

—Muchísimas gracias, mi señor.

—Las cocinas no son un lugar donde puedas distinguirte con una lanza; no es un lugar glorioso en el campo de batalla, pero es una parte especialmente importante de nuestras defensas. Sé que no es necesario que te lo diga, pero trabaja con ahínco.

Su rango y su estipendio fueron incrementados de inmediato. Como oficial de cocina, ya no era un criado. Sin embargo, ser transferido a las cocinas se consideraba entonces vergonzoso para un samurai y una caída en desgracia: «Finalmente ha acabado en las cocinas». Los guerreros despreciaban el servicio de cocina, como si fuese una especie de vertedero para hombres de escasa capacidad. Incluso los demás domésticos y los asistentes de los samurais miraban por encima del hombro un cargo en la cocina, y para los samurais más jóvenes era un lugar sin oportunidades ni perspectivas de progreso. Mataemon simpatizó con él y le consoló.

—Mono, has sido transferido a un puesto de poca importancia e imagino que no estás satisfecho. Pero puesto que tu estipendio ha aumentado, ¿no deberías considerar que has avanzado un poco en el mundo? Como porteador de sandalias, aunque sea un puesto humilde, hay ocasiones en las que trabajas ante el caballo del señor y tienes ciertas esperanzas de promoción, pero por otro lado, podrías perder la vida. Si estás en las cocinas, no has de preocuparte por eso. No puedes vender la vaca y quedarte también con la leche.

Tokichiro asentía e iba diciendo que sí, pero en su fuero interno no estaba en absoluto decepcionado. Al contrario, se sentía muy satisfecho por haber recibido de Nobunaga una promoción inesperada. Cuando empezó a trabajar en las cocinas, lo primero que le sorprendió fue la lobreguez, la humedad y la suciedad, los hombres desastrados que preparaban las comidas y que nunca veían el sol ni siquiera a mediodía, y el viejo jefe de los cocineros que llevaba años trabajando sin descanso envuelto en el olor del caldo de algas.

Tokichiro se dijo sombríamente que aquello no se podía consentir. No soportaba estar en lugares deprimentes. Pensó en la posibilidad de abrir una gran ventana en la pared, para que entrara el aire y la luz. Pero en la cocina había una manera de hacer las cosas, y puesto que el encargado era un hombre chapado a la antigua, todo resultaba problemático. Tokichiro comprobaba discretamente qué cantidad de pescado seco se había estropeado y examinaba los suministros que los mercaderes llevaban a diario. Con Tokichiro al frente, pronto los suministradores contratados estuvieron mucho más satisfechos.

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